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Fallece el líder histórico Jean-Marie Le Pen

Fallece el líder histórico Jean-Marie Le Pen

Jean-Marie Le Pen, diablo y profeta

No es una exageración afirmar que, al menos desde 1945, ningún político francés ha sido tan atacado como Jean-Marie Le Pen

«En Francia, el único político que acepta mirar a las cosas de frente, que no rehúye los problemas, que los muestra y afronta, es Le Pen». Quien pronuncia estas palabras es Jules Monnerot y no es precisamente un admirador del Tercer Reich. Resistente entre octubre de 1940 y agosto de 1944 (algo de lo que no pudo alardear el expresidente François Mitterrand), es una de las figuras intelectuales más sobresalientes de su época. Con solo 25 años figura como uno de los fundadores del Colegio de Sociología junto a Georges Bataille y Roger Caillois. Escribe su obra maestra, Sociología del comunismo (traducida a siete lenguas), en 1949. «Con Raymond Aron, Bertrand de Jouvenel y Julien Freund, Jules Monnerot ha sido – afirma el hispanista francés Arnaud Imatz- uno de los grandes especialistas franceses de la sociología política de la posguerra». Adenauer y De Gaulle reclaman los consejos de este hombre excluido de una Universidad francesa tan sometida a la férula de la doxa sovietizante como para purgar sus libros de algunas bibliotecas.

Monnerot denuncia demasiado pronto el sistema comunista triunfante y blasfema contra el dogmatismo fanático y conquistador de esta religión secular que se apodera, no solo con el recurso de la violencia sino también mediante las artes de la dominación psicológica, del ambiente cultural de la Francia de posguerra. «Quien escribe se proscribe», dice Carl Schmitt. Monnerot escribe y queda proscrito. Culpable de tener razón demasiado pronto, antes de que los carros soviéticos ocupen Praga o Budapest, y mucho antes de que el muro de Berlín caiga ante los ojos atónitos de los europeos de un lado y de otro.

Monnerot combate, primero en el campo de batalla y después con la pluma, las sucesivas versiones de las religiones políticas del siglo XX. Quizá por ese motivo conserva la libertad y autoridad suficientes para distinguir el valor de quienes se atreven a arrostrar los mismos riesgos que él. Porque si el comunismo es la gran religión política del siglo XX, el multiculturalismo ocupa su lugar por subrogación tras su caída. Monnerot reconoce en Jean-Marie Le Pen a un compañero de celda, otro hereje, otro irreverente, otro hombre que mira a las cosas de frente. Un hombre que se atreve a cuestionar los dogmas impuestos por una policía del pensamiento que tacha apresuradamente fórmulas como «lucha de clases» y «revolución» de sus viejos y fríos catecismos marxistas para desempolvar sus manuales de exorcistas posmodernos.

No es una exageración afirmar que, al menos desde 1945, ningún político francés ha sido tan atacado como Jean-Marie Le Pen. Desde mediados de los ochenta, es el diablo por antonomasia de la República Francesa. Las abyectas celebraciones públicas de su muerte en algunas plazas de París, Marsella o Lyon encuentran aquí su explicación. El salvajismo que denotan es, por supuesto, una estridente manifestación de una profunda crisis de civilización, pero resultan también de un odio ideológico largamente incubado en virtud de una forma primitiva de demonología reactualizada por el estilo paranoide-maniqueo.

Para entender ese estado de ánimo pueden servir de referencia las íntimas confesiones de la novelista Marguerite Duras, quien se atreve a reconocer sin ningún rubor: «Cada mañana, en mi cabeza, mato a Le Pen con todas mis fuerzas. Desde que me levanto, vuelvo a matarlo. Nunca he mirado a Le Pen sin tener la muerte en mis ojos». ¿Delito de odio, tal vez? Un odio legítimo, pues contra el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y sus ideas se desata una pasión sin límites que justifica abiertamente el fanatismo, no solo en su espíritu, sino también en la letra. Así, el filósofo millonario Bernard Henri-Lévy, intelectual orgánico del star-system y figura televisiva de referencia, no tiene reparos en pregonar, emulando a los ideólogos del terror revolucionario: «Creo que es urgente rehabilitar, si no el dogmatismo, al menos alguna forma de sectarismo». No faltan tampoco obispos franceses que se sumen a tan atrevida corriente general de opinión en nombre de la valerosa lucha contra el racismo y la xenofobia presuntamente exaltados por Le Pen, quien a pesar de tan penosas inclinaciones puede presumir de ser el primer político francés en incluir a un candidato de origen árabe en unas listas electorales para la diputación de París, allá por los años cincuenta del pasado siglo.

No son partidarios sino adversarios del Frente Nacional, como Pierre-André Taguieff o Bernard Stiegler, quienes diagnostican esta actitud delirante, más propia de manuales de psiquiatría que de los compendios de historia de las ideas políticas. No les duelen prendas admitir que el partido de Jean-Marie Le Pen, tantas veces acusado en público de practicar la estrategia del chivo expiatorio contra los inmigrantes, es objeto de la misma causalidad diabólica que teorizó en su día el gran historiador del antisemitismo, Léon Poliakov. En Du diable en politique. Réflexions sur l’antilépenisme ordinaire («Del diablo en política. Reflexiones sobre el antilepenismo ordinario»), obra publicada en Francia en el año 2014, Taguieff, discípulo de Poliakov, recapitula las prácticas de esa fobia instalada entre los mandarines de la clerecía occidental, un tipo de manía ritual blindada ideológicamente por el conformismo gregario de la corrección política: la demonología militante contra la llamada «extrema derecha». En la diabolización obsesiva del discurso lepenista, operativa en la opinión pública francesa y en la politología académica oficial desde los años ochenta, observa Taguieff que se manifiesta una de las expresiones más significativas de la supervivencia del arquetipo mental primitivo. Si la demonología es el estudio de los demonios, de sus variantes, historias y modos de acción, «una buena parte de la politología dedicada a la ‘extrema derecha’ remite —según Taguieff— a la tradición demonológica europea. Esta politología especializada puede ser a primera vista descrita como una demonología secularizada».

Y bien, ¿cuáles son las verdaderas ideas de este enfant terrible, de este hombre vilipendiado y diabolizado sin desmayo hasta el punto de evaporar, como por arte de magia, las buenas costumbres democráticas, la defensa del pluralismo político y el respeto a la libertad de pensamiento de las minorías disidentes? ¿Nos tomaremos la molestia de escucharle más allá de las versiones deformadas de sus detractores? ¿Se juzgará digno de interés estudiar las ideas de este diputado en activo que abandona sus privilegios políticos para combatir en el frente de batalla al servicio del mismo país que representa en el parlamento? ¿Se considerarán merecedoras de un análisis sine ira et studio las ideas que justifican el combate de una vida que recorre más de medio siglo de historia francesa, empujando a su familia y cultura políticas desde las catacumbas hasta las mismas puertas del poder?

«El Frente Nacional -escribe Jean-Marie Le Pen a mediados ya de los años noventa- ha nacido de un reflejo natural. Ese gran cuerpo que es la nación ha tomado un día conciencia de que se encontraba amenazado no solo en su existencia sino también, y sobre todo, en su esencia. Las enfermedades que sufre nuestra sociedad, desempleo, inseguridad, inmigración, fiscalismo, laxismo, desculturación, quiebra de nuestro sistema de enseñanza, desarraigo físico y moral, son el producto de una gangrena que corroe nuestro país y que se llama espíritu de decadencia. Sin embargo, las leyes de la naturaleza quieren que todo cuerpo sano que se siente en peligro genere los anticuerpos que le permiten resistir y contraatacar».

Esta declaración resulta ejemplar para describir el espíritu genuino de una formación política que ningún observador de la vida política francesa podrá ignorar si pretende entender las últimas décadas de su historia. No podrá negarse a estas palabras la fuerza retórica de un lúcido catastrofismo que ha terminado por imponerse en el imaginario de muchos franceses y europeos en general. La imaginación del desastre que aguarda a las sociedades europeas que no reaccionen a tiempo para evitar la debacle es el elemento más significativo de la cultura política que se expresa en la concepción política del líder del Frente Nacional. Un partido político originariamente insignificante en sus inicios fundacionales allá por los años setenta, pero que se distingue en sus primeros mítines con lemas que recogen una poderosa visión decadentista, farmacológica e inmunitaria. «Antes de que sea demasiado tarde», se puede leer en alguna de las grandes pancartas que presiden sus primeros actos públicos. Es una visión decadentista no solo de la vida nacional, sino también de la vida europea y occidental. La amenaza es global, lo que dota al discurso de esta formación política abiertamente patriótica de un alcance ciertamente civilizatorio.

El mérito indiscutible de Le Pen es el de ser uno de los primeros en identificar el nuevo tiempo-eje de la política europea. «Aquí se sitúa el corazón del debate. De un lado, el mundialismo. De otro, la identidad nacional. Dentro de poco no quedará espacio para los compromisos o los engaños. Nuestros compatriotas tendrán que decidirse entre clivajes simples, que tienen el mérito de la claridad». Bernard-Henri Lévy, prototipo de intelectual mundialista enragé, no solo no refuta el argumento, sino que parece confirmarlo: «El debate fundamental de los próximos años se producirá entre el cosmopolitismo, por un lado, y el nacionalismo y el populismo por otro». Pero, pese al incontestable veredicto de una actualidad que parece dar la razón en casi todos los frentes a los profetas del colapso multiorgánico de las sociedades europeas, los nuevos censores no perdonan a quienes se colocan en el lado malo de la historia. Como toda ideología en el poder amenazada en sus presupuestos, redobla sus instintos perseguidores contra una disidencia cada vez mejor organizada.

Para colmo de males, Le Pen no canta nunca la palinodia. Figura carismática, tribuno de la plebe, dialéctico temible, posee, y esto es lo fundamental, la virtud que más temen todos los sistemas de terror mental: no tiene miedo y, para mayor provocación, hace alarde de un pletórico sentido del humor que escandaliza a la neoinquisición biempensante. Dieudonné M'bala M'bala, el más talentoso y famoso humorista de Francia, asiste personalmente a su funeral. En su juventud, este cómico genial de origen camerunés, se deja engañar por las campañas antirracistas que, orquestadas desde los centros de poder político y mediático socialista, marcaron a toda su generación. Su juicio, más de cuarenta años después, es muy diferente: «Jean-Marie Le Pen era el diablo cuando comencé en este oficio y nos pusimos a hablar. He sabido distinguir entre la realidad y la ficción que nos presentan los medios de comunicación. (…) Le encantaba bromear y reírse. Ese Jean-Marie se conoce menos». ¿Lograría un reconocimiento semejante cualquiera de los políticos tristones y sin gracia que proliferan en nuestro tiempo? La mayoría de ellos ciertamente nos hacen reír… a su pesar.

Para el establishment, el lepenismo es un mero avatar de las ideas de «extrema derecha» que atraviesan al país de la Revolución desde 1789. La clase político-mediática repite machaconamente el mismo mantra y adopta la estrategia, ya sea por ideología, interés o pereza mental, de la satanización y el maniqueísmo. Sin embargo, si se mira más de cerca, este tipo de análisis revela el desconcierto de los adalides del statu quo ante el surgimiento de una fuerza política difícil de clasificar. Para conjurar el peligro de una enmienda a la totalidad contra los privilegios adquiridos de la oligarquía dominante, el pensamiento único se esfuerza por someter las interpretaciones a categorías conocidas que cree dominar. Emplea, ad nauseam, la reductio ad hitlerum mediante el histérico abuso de una terapia propagandística aparentemente eficaz: al resucitar en el laboratorio ideológico de la memoria histórica al adversario vencido de ayer (el nazi-fascista que se corresponde no solo con el mal absoluto, sino con el derrotado por excelencia) revive fantasmagóricamente el drama de la última guerra y anticipa el desenlace obligatorio de la eterna victoria del Bien.

No obstante, algunos analistas desapasionados y críticos son capaces de ver más allá de las estrategias de indisimulada diabolización y medicalización del adversario político. Así, Pascal Perrineau advierte que «cuando la cuestión nacional sustituye a la cuestión social en la estructuración del debate político, el Frente Nacional toma varios cuerpos de ventaja sobre la izquierda». Y añade: «Las fuerzas políticas que son portadoras por tradición de una idea de la nación —como la familia gaullista y la socialista— se han mostrado incapaces de hacer existir su propia concepción ante la del Frente Nacional».

El mérito de Le Pen consiste en la lucidez, en la intuición visionaria de una banalidad superior. El 23 de enero de 1992, Le Nouvel Observateur destaca en su portada: «Identidad contra cosmopolitismo». Le sigue este comentario: «Es en el Siglo de las Luces cuando comienza el debate entre los partidarios de lo universal y los de la tradición. Hoy en día, los dos movimientos se aceleran como dos trenes lanzados el uno contra el otro». Tal es en el fondo la gran cuestión del momento, como recuerda la filósofa Chantal Delsol en El crepúsculo de lo universal. Y Le Pen es uno de los primeros en intuir esa perspectiva histórica en sus primeras fases, diagnóstico certero en el pródromo de un proceso (des)civilizatorio que nos ha conducido hasta el punto actual. En ese sentido, se trata sin duda del precursor de un cambio de época. La llamada lepenización de los espíritus, tan temida por los chiens de garde de la prensa oficial, obedece a esta constatación elemental, inapelable, de la clave central del momento histórico de Occidente.

Le Pen es uno de los primeros en reunir el valor de señalar en público la presencia de un curioso elefante que se abre paso en la habitación de las sociedades occidentales, entre el silencio de un lado y la complicidad del otro. Dice en voz alta lo que el francés medio piensa en voz baja. Avisa del declive de la natalidad de las poblaciones europeas, un declive que coincide catastróficamente con la explosión demográfica de la inmigración asentada en suelo francés. El derecho francés del Ius soli acelera el proceso de disolución del cuerpo nacional. La conclusión resulta difícil de esquivar, por muy grande y ajustada que quede la venda ideológica en nuestros ojos posmodernos y alegremente multiculturales: el europeo, hoy degradado a su condición de Homo Festivus por imperativo de los Estados del Bienestar, puede convertirse en minoría en Europa. La demografía es el futuro: no se puede expulsar para siempre lo trágico de la historia. Ser extranjero en su propia tierra, he aquí una imagen inédita y poderosa que debemos a Le Pen, mucho antes de que Houellebecq llevara su Sumisión a las librerías de todo el mundo. Por lo demás, el etnomasoquismo occidental arruina las escasas posibilidades de integración de los inmigrantes, que no renunciarán fácilmente a una sólida identidad vertebrada por la religión e identidad de sus ancestros, unos ancestros a los que los occidentales ya no conocen ni, por tanto, veneran. Y mucho menos renunciarán a su propia identidad para abrazar una cultura que se desprecia a sí misma. Una cultura francesa que es, además, si se sigue a pies juntillas el relato que les ofrece en bandeja la educación que reciben en las escuelas de la República arrepentida, la culpable de todo tipo de discriminaciones pasadas y presentes. Esquizofrenia colectiva que también denuncia Le Pen. Pero no se detiene ahí.

Advierte también del fracaso de un Estado Minotauro que devora a sus propios hijos, mientras alimenta generosamente a los hijos de los extranjeros y también (ya que los recursos del Estado son proclamados legalmente infinitos por los adalides del consenso socialdemócrata) de los enemigos declarados de Francia. ¿Acaso no tenían nacionalidad francesa muchos de los terroristas que han derramado, en pleno siglo XXI, la sangre de sus compatriotas en los atentados perpetrados en el mismo suelo que vio caminar a San Luis o Juana de Arco? Y puesto que ni la cultura occidental ni la lengua de Racine tienen mucho que ofrecer, salvo culpa y arrepentimiento colectivos para hacerse perdonar los pecados cometidos por sus antepasados, quizá sea mejor argumento recurrir a ese proverbio árabe que recuerda que «las personas se parecen a su tiempo más que a sus padres». Si esto es así, no queda más remedio que añadir que uno de los padres de nuestro tiempo es Jean-Marie Le Pen, le pese a quien le pese. ¿Por qué ha costado tanto tiempo reconocer a este padre a quien la cultura dominante no ha querido dejar de matar, en cuerpo o en efigie, al igual que lo pretendía en vano Marguerite Duras en sus más homicidas sueños?

Según Hans Freyer, «los viejos conceptos siguen operando, como una resistente malla ideológica, sobre la nueva realidad, y para muchos es no solo un trabajo sutil, sino también una dolorosa renuncia abandonarlos». Todavía marcados por la escatología progresista y mundialista, los observadores tienen tendencia a ver en el surgimiento y desarrollo del movimiento lepenista la anómala reaparición de un residuo olvidado, de una aberración histórica insoportable que contradice las pseudocientíficas predicciones de los profetas marxistas o liberales. Pero salta a la vista que fueron las profecías de Jean-Marie Le Pen, y no las otras, las que acertaron de lleno. Hoy se juega, volens nolens, en el terreno de un juego que Le Pen fue el primero en practicar, y en practicar con maestría.

En cualquier lugar de Occidente asistimos a un renacimiento de los sentimientos identitarios frente a los proyectos de nivelación mundial. El famoso sentido de la historia, si no ha cambiado de orientación, al menos ha encontrado un contrincante. Es la nación y la defensa de la civilización occidental contra el mundialismo. Es el pueblo que no repudia su pasado contra las oligarquías cosmopolitas al servicio del nuevo orden mundial. Es la libertad social, educativa, cultural, civil y económica de los restos de comunidades orgánicas contra el totalitarismo blando de la policía del pensamiento y su terrorismo fiscal, intelectual y moral. Es también la voluntad democrática de cambio contra el milenarismo fatalista social-liberal, el «there is no alternative» que cantan todos los voceros del catecismo plutocrático. Es, en fin, la herencia de la civilización occidental y cristiana contra la barbarie islamista y el caos multicultural, el orden político de la Europa de las naciones contra el preludio de una guerra civil que, de llegar a estallar, podría ser la última. Es, en definitiva, la resistencia contra la decadencia.

En palabras de Monnerot: «Los franceses que rechazan dejar engullir a sus valores, su razón de ser, su identidad, constituyen virtualmente -llamen a esto como quieran- un movimiento, un partido, una resistencia». Este movimiento de resistencia es deudor de una larga tradición política e intelectual, pero también es el resultado de una serie de mutaciones históricas y síntesis doctrinales conscientes o involuntarias que, en buena medida, explican la resurrección de una corriente política que parecía enterrada para siempre. Jean-Marie Le Pen tiene también, por supuesto, mucho que ver en esta historia.

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