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Gerhaher y Huber aclamados por el público

Cristian Gerhaher y Gerold Huber aclamados por el público

Christian Gerhaher conmueve al público con el Brahms más introspectivo

El «Ciclo de Lied» se despidió con éxito, por este año, con la actuación del barítono alemán, uno de los cantantes más aclamados del género

Si «el concierto soy yo», como proclamaba Franz Listz, también podría decirse que, al menos hoy, el lied es Christian Gerhaher. Seguramente hasta la estupenda Anne-Sophie Von Otter, que el otro día asistía arrobada desde un palco al nuevo recital que el barítono alemán ha ofrecido en el Teatro de la Zarzuela, se mostrará conforme con esta aseveración.

Nadie cultiva con tanto esmero esta forma elevada de comunicación como Gerhaher estos días, que no solo se limita a llevar por el mundo los ciclos de Schubert, Schumann o Mahler, si no que ha dedicado cientos de páginas a escudriñar los secretos de esta compleja fusión entre música y poesía, logro mayor de la hoy denostada civilización europea, que tan nutritivos frutos nos ha procurado a lo largo de la historia. En esto también parece seguir los pasos de su maestro, para algunos el mejor cantante del siglo XX, Dietrich Fischer-Dieskau, autor de obras tan imprescindibles como «Hablan los sonidos, cantan las palabras».

El binomio Gerhaher & Huber

Afortunadamente Gerhaher no es infalible, y el otro día incurrió una vez más en esa dichosa práctica que se ha convertido en lugar común entre tantos cantantes de la actualidad cuando flojean las piernas: hizo anunciar por la megafonía interna, antes de comenzar su actuación, una indisposición que luego, durante el desarrollo de la sesión, no pudimos comprobar. Estuvo soberbio, como siempre, pero el demonio de los nervios a veces impone este tipo de vendajes preventivos frente al público. En todo caso, en alguna ocasión se le notó incómodo sobre el escenario, pero jamás perturbado por molestias que pudieran afectar a la franca emisión empañando un canto siempre directo, variado, pleno de inflexiones y colores con los que ilumina sus meditadas interpretaciones, servido todo por una voz ligera, de timbre acariciador, bien proyectada.

Tanto él como el pianista con el que suele colaborar habitualmente en recitales y grabaciones, el magnífico Gerold Huber, comparecieron esta vez con un programa monográfico dedicado a Brahms, sin innecesarios aditamentos, como es propio de quienes no ofrecen mayor concesión que la de contribuir a saciar la curiosidad de los espíritus más inquietos. «Cuando uno realiza un viaje, tiene ya algo que contar», sostenía Matthias Claudius, uno de los escritores de cabecera de Schopenhauer. El binomio Gerhaher & Huber ha completado el suyo del brazo de Brahms a partir de su profundo conocimiento del compositor alemán, y se ha permitido conformar una propuesta original, obviando lo que en principio podría parecer más lógico, dejar para el final las piezas de mayor enjundia, ya que en este caso, además, los llamados Cuatro cantos serios se sitúan en el ocaso del autor, destilando un cierto aroma testamentario, como de meditada despedida, que podría acaso conectarlos con las posteriores Cuatro últimas canciones de Richard Strauss, de un espíritu ciertamente más sereno, melancólico y resignado.

Tanto barítono como pianista contribuyeron a fijar esas sutiles diferencias de estilo, pero sobre todo de temperamento, establecidas desde los mismos pentagramas

No, Gerhaher y su leal escudero prefirieron otro enfoque, destinando a la conclusión de la primera parte del recital las piezas más sombrías y dejando para la segunda, tras la pausa, otras evocadoras de un clima distendido, luminoso, casi jovial y que, justamente, se corresponden con otros periodos de la vida de Brahms. De este modo, pareció como si el barítono aspirase a dejar flotando en el aire un mensaje de optimismo que abriera si quiera una pequeña rendija a la luz en estos tiempos doblemente nublados.

Fuera esa su intención o no, la distinción anímica entre las dos secuencias programáticas resultó evidente, y tanto barítono como pianista contribuyeron a fijar esas sutiles diferencias de estilo, pero sobre todo de temperamento, establecidas desde los mismos pentagramas. La sensación de congoja quedó disipada, los ánimos se templaron y el público abandonó la sala encantado por haber asistido, una vez más, a una suprema lección de canto y de vida.

«Nostalgia del absoluto»

De todo lo escuchado, sin duda lo medular de esta velada vino a través de los Cuatro cantos serios, que son como una prolongación y síntesis del Réquiem alemán del compositor, pero teñida de una amargura más honda, de un sentimiento más pesimista acerca de la condición humana, que si siquiera la última apelación al amor, como único refugio de esperanza y consuelo, logra disipar del todo. Sobre estas cuatro joyas, muy particularmente las tres primeras, flota esa sensación que Steiner acertó a definir tan bien como «nostalgia del absoluto».

«¿Es esa turbiedad brumosa de reflejo siniestrado que a menudo oscurece sus últimas creaciones el precursor de un penetrante sol, o de una oscuridad todavía más densa, más ińhóspita?», se interrogaba Eduard Hanslick, uno de los más célebres estudiosos de la obra de Brahms. El presentimiento del derrumbamiento final de una de sus personas más queridas, Clara Schumann, como el de su propio desenlace, parecían tenerlo sumido en un cierto, penoso abatimiento que, en lo concerniente a los Cuatro cantos serios, contribuyó sin duda a trabar una relación más íntima, estrecha y fecunda entre los textos luteranos escogidos y su música, algo que no siempre había ocurrido antes, desde luego no de una manera tan clara, en otros «lieder» de este autor. La poesía siempre se cuela entre su páginas, como en sus sinfonías o conciertos, pero el compositor prefería para sus canciones poemas no demasiado bellos ni sofisticados cuando se trataba de iluminarlos él mismo a través de su propia música. Salvo en casos como este.

Hubo mucha más música, pero nada comparable con el nivel de hondura expresiva con el que ambos intérpretes lograron alcanzar

Como en el resto del programa, Gerhaher y Huber unieron sus superiores talentos para exponer, con toda suerte de precisos matices y delicadas esfumaturas, desde el pesimismo más desesperado, casi nihilista («Entonces alabé a los muertos, que ya habían muerto más que a los vivos que aún tenían la vida)») a la posibilidad intuida de un postrer consuelo («Ahora restan, pues, fe, esperanza y amor, estas tres; pero la mayor de todas es el amor») en el que Brahms no parece tan confiado. Desde luego hubo mucha más música, pero nada comparable con el nivel de hondura expresiva con el que ambos intérpretes, espoleados por el sincero patetismo de estas canciones, lograron alcanzar. Los asistentes a esta última jornada del año del fundamental «Ciclo de lied» correspondieron al esfuerzo con generosos aplausos a los que siguieron dos nuevas propinas… también de Brahms. A estas alturas, y con el riguroso Gerhaher, nadie esperaba otra cosa, ni siquiera la famosa Canción de cuna del mismo autor. Eso pertenece más bien a otras voces, otros ámbitos.

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