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Ensayo de 'El Turco en Italia'

Ensayo de 'El Turco en Italia'Teatro Real

El público del Teatro Real se perdió a su favorita en un 'Turco en Italia' falto de brío

Lisette Oropesa no cantó finalmente en el estreno de la ópera de Rossini, lastrado por una dirección musical anodina, una puesta en escena superficial y una apañada compañía de canto

Aguardaban los aficionados madrileños del Real, con el mayor interés, la presencia de una de sus favoritas, la soprano de origen cubano Lisette Oropesa, largamente aclamada en este mismo escenario durante sus anteriores comparecencias. Pero esta vez se han quedado con las ganas. Al menos los asistentes al estreno, la función con las localidades más caras. Si la artista se recupera de su catarro, seguramente volverá para encarnar a Fiorilla, como estaba previsto, en varias de las próximas funciones, porque no cabe duda de que esta nueva producción de El turco en Italia de Rossini, confiada al prestigioso director de escena Laurent Pelly, surgió a partir de la idea de poder contar con la Oropesa (para algunos la gran belcantista actual) en el rol que Maria Callas rescató a mediados del siglo pasado propiciando un paulatino retorno a los escenarios.

En ocasiones semejantes, la historia está llena de ejemplos de jóvenes cantantes que, gracias a una sustitución de última hora, lograron aferrarse a ese golpe de suerte sobre el que comenzar a labrar sus futuras leyendas: le ocurrió a Domingo con Franco Corelli, a Pavarotti con Giuseppe di Stefano y a Renata Scotto con Callas (en una Sonámbula programada por el Festival de Edimburgo). Aquí y ahora no se ha producido milagro semejante, aunque la cantante encargada de reemplazar a la Oropesa, la catalana Sara Blanch, cumplió el difícil compromiso sin tacha, mostrando una absoluta adecuación en la parte actoral, según las exigencias de un Pelly que adora el movimiento, y sorteando con éxito las aristas vocales de un personaje más complejo de lo que parece, por su rica carga psicológica.

¿Qué le faltó entonces para cuajar una de esas actuaciones memorables, de las que impulsan definitivamente una carrera? Más allá de una voz más amplia, que no sestreche en las alturas, destellos de personalidad, ese algo indefinible que va mucho más allá del carisma, y que solo poseen los grandes de verdad, aquellos que no se conforman con lo meramente sobresaliente y persiguen lo excepcional hasta sus últimas consecuencias, aunque eso implique a veces probar cosas distintas, asumir riesgos para asomarse a los abismos de la verdad dramática. Algo que hoy tanto se echa en falta en los escenarios líricos. A partir de aquel renacimiento increíble de los 80, cuando Rossini pareció revivir fruto del tesón, la inteligencia y el talento de una nueva generación de cantantes, entre los cuales figuraban Lella Cuberli, Marilyn Horne, Chris Merrit, Rockwell Blake, Samuel Ramey, Francisco Araiza o Lucia Valentini-Terrani, lo que ha venido más tarde ha sido como «cuesta abajo en la rodada».

'El turco en Italia'

'El turco en Italia'Teatro Real

Con ejemplares excepciones, por supuesto, ahí están los Flórez, Barcellona, Mei o Jiménez para atestiguarlo. Pero en general, el Rossini de estos últimos años cabría definirlo como de «bajas revoluciones», algo que preocupaba sinceramente a Alberto Zedda, uno de los puntales de aquel resurgir del siglo anterior, ya casi olvidado si no fuera por los testimonios audiovisuales que se conservan de hitos como Il Viaggio a Reims por Abbado, La donna del lago que Muti dirigió en La Scala o aquella memorable Semiramide de Aix-en-Provence con la pareja Caballé-Horne. Lástima, pero aquel Rossini ya no parece que vaya a volver, y lo que nos queda ahora, más allá del recuerdo, son solo pálidos reflejos, sombras sin alma como las que ofrece estos días el Real, o lo que hoy representa Pésaro con su prestigio malgastado.

¿Cómo comparar lo que en sus día fueron los citados Raúl Jiménez, Francisco Araiza o hasta Ernesto Palacio, por citar a tres estupendos tenores latinoamericanos, con lo que ahora se nos presenta a través del canto débil, escaso de proyección, servido con un timbre pobre e impersonal y claras dificultades para abordar el registro más agudo que nos ha servido Edgardo Rocha? ¿Un Narciso que en realidad, en otro tiempo, sería seguramente más apropiado como el notario de Don Pasquale? Lamento mostrarme tan duro, pero en algún momento habrá que volver a situar el listón donde siempre estuvo si no deseamos seguir retozando en un conformismo de corto alcance, altamente improductivo, descorazonador.

Pero el problema de esta aburrida sesión de un bel canto «desnatado» que propone el Real no cabe atribuírsela únicamente a la selección de las voces: Misha Kiria, dueño de un canónico canto silábico, tan bien sumergido en su rol como Alex Exposito, poseedor del único instrumento que llegaba plenamente liberado al patio de butacas, cumplieron sin problemas. En definitiva, «no hay más cera que la que arde», y dadas las circunstancias es preciso arar con lo que se tenga más a mano. Otro asunto sería abordar seriamente el origen de los males presentes: que en pocas ocasiones los mejores cantantes se escuchan hoy en los principales escenarios, se encuentran a menudo refugiados en los circuitos provinciales, a donde en ocasiones es preciso acudir en busca de ese «click» que aun raramente se produce, de tarde en tarde, hasta destapar el tarro de la esencias de la emoción genuina. Ha pasado estos días en Málaga con Adriana Lecouvreur, y parece que también en Canarias y esa Lucia di Lammermoor que protagonizaron allí Jessica Pratt y el fenómeno Xabier Anduaga.

A Sagripanti, director al que Zedda le dio su primera oportunidad en Pésaro, cuando aún era muy joven, parece seducirle, también, esta concepción de un belcantismo que, pretendiendo eliminar excesos y exageraciones, puliendo al máximo la expresión, se deja entre los matices la sangre, el pulso, esa alegría de vivir que en Rossini, si se hurta, desvirtúa su mensaje, lo empequeñece y adultera tornándolo soso, plano, banal. Todo lo contrario de lo que este representa.

Desde la misma obertura, estaba claro que al «Turco» le iban a faltar chispa, burbujas, gracia, algo que se hizo evidente en la precaria construcción de los crescendos, desprovistos de garra, energía, ímpetu para asomarse hasta el precipicio y casi atravesarlo pero sin perder nunca la perspectiva, a partir de un control férreo del ritmo y la dinámica, algo que Zedda bordaba como nadie. En el segundo acto las cosas mejoraron un poco, se apreció un mayor brío al definir las escenas de conjunto, pero al final resultó una lectura demasiado plana, distanciada, desprovista de imaginación. Con esos mimbres, la Sinfónica de Madrid se mostró rutinaria y apática, lo mismo que el coro en algunos momentos, destacando sin embargo en esos remansos de transparencia en los que brilla la delicada instrumentación que Rossini atribuyó a esta obra. Solo ahí destacó la austera batuta de Sagripanti.

Y es cierto, esta ópera se encuentra atravesada por un aire de serena melancolía que la impregna de principio a fin, lo cual no ofrece una coartada para hacerla pesada. Aún en sus horas más tristes, Rossini siempre encuentra una salida a través de la fantasía que nos conecta de nuevo con lo mejor de la vida. Si La italiana en Argel podría compararse con los mejores logros de la disparatada screw-ball comedy, en manos de un Howard Hawks, su reverso, El turco en Italia, más moderna, incluso, en fondo, forma y ambiciones, podría tener su equivalente en alguno de los filmes de Billy Wilder, El apartamento, quizá, por sus dosis de desencanto asociadas a los sinsabores que suele portar consigo la experiencia amorosa.

Lisette Oropesa, gran ausente en el estreno de 'El turco en Italia'

Lisette Oropesa, gran ausente en el estreno de 'El turco en Italia'EFE

Laurent Pelly muestra la misma tozudez que otros directores actuales, que cuando parecen haber descubierto una idea ya no la sueltan. Su concepción de la comedia rossiniana como un homenaje al fenómeno de las fotonovelas de los años 50 agota todas sus limitadas posibilidades a los pocos minutos. La reiteración en el despliegue del universo fotográfico, con amplia exposición de marcos de todo tipo, si no acaba resultando insoportable del todo es por las capacidad de Pelly para mover a sus actores. En cierto sentido, sus puestas en escena se basan sobre todo en esa férrea concepción coreográfica y su manera de explotar el «gag». Es más un notable ilustrador de historias que un profundo narrador de las mismas, se limita a subrayar, pero no va más allá ni siquiera cuando tiene delante un material tan jugoso como el que ofrece Il Turco, propicio para bucear en las interioridades de la psique femenina.

Su momento más inspirado, aparte del dúo entre el marido y el amante, más obvio, resulta aquel que parece recordar el instante en el cual Jeff Daniels traspasa la pantalla del cinematógrafo para consolar a su solitaria espectadora, Mia Farrow, otra mujer incomprendida, en La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen. Aquí es Selim el que abandona un instante su existencia fotográfica para reencarnarse en los sueños de un exotismo que la evada si quiera momentáneamente del tedio conyugal, asociados con la naturaleza voluble y las ansias de aventuras, de una recobrada libertad, de la arrebatadora Fiorilla. Por cierto, lo que en Callas, a través de su conocida grabación del personaje, resulta un prodigio de caracterización a través de sus amplios recursos vocales para sugerir todo un abanico de matices, desde la fingida ingenuidad hasta la picardía, la cólera y el arrepentimiento, se pierden en buena medida aquí, sustituidos por la mera acción, movimiento y gestos, pasos de bailes o simulados coitos con los que Pelly ilustra la historia.

En definitiva, el Real pierde otra oportunidad más de recuperar a Rossini en toda su grandeza (¿para cuándo un Guillaume Tell como es preciso mostrar en un principal teatro español?), lastrado por una dirección musical plana y anodina; una puesta en escena superficial, más centrada en lo accesorio (mover en todo momento a los personajes) que en lo esencial (iluminar desde dentro los complejos recovecos de su psicología), y una compañía de canto cumplidora, pero en la que no se encuentra ningún gran representante de un estilo, el belcanto rossiniano, alejado de sus momentos de esplendor.

Resultó poco para lo que debe exigísele a un teatro que busca situarse entre los primeros de Europa. Buena parte del público abandonó las sala nada más caer el telón y los aplausos fueron moderados a la espera de la estrella de esta producción, la ausente Oropesa. A poco que se recupere seguramente provocará el alboroto de sus seguidores madrileños cuando cante la última de sus arias, concebida para arrasar. Ayer no ocurrió.

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