Orfeo reencuentra a su amor para siempre en el Real
En su nueva gira española, René Jacobs culmina con éxito moderado el homenaje a Orfeo que el teatro madrileño ha vuelto a plantear quince años después, con la ópera de C.W. Gluck
«El tiempo pasa», como el barón Scarpia, urgido por el azote inaplazable del deseo, advierte a Tosca hacia el final del segundo acto de la ópera de Puccini. Sin embargo, en el Teatro Real, durante la presente temporada, hemos vuelto a instalarnos en otra muy anterior, celebrada hace ya tres lustros, en idéntico escenario. Entonces, alguien tuvo la acertada idea de dedicar una parte relevante del curso 2007/2008 al recuerdo del reflejo de uno de los mitos esenciales de nuestra civilización, el de Orfeo, a través de algunas de sus mayores representaciones musicales.
En aquella ocasión se eligieron el Orpheus un Eurydike de Ernest Krenek, confiado a la batuta de Pedro Halftter; L’Orfeo pionero del gran Monteverdi, con William Christie en el foso, nada menos, hasta concluir con la versión francesa, Orphée et Eurydice, de la ópera original de C. W. Gluck, que contó en el rol principal con Juan Diego Flórez como reclamo. Aquel Orphée que el tenor peruano sirvió con su habitual embeleso, expresado en un fraseo de calibrada pulcritud, pero algo falto de auténtica garra, de una mayor hondura dramática, clausuró aquella suerte de celebración órfica, en junio de 2008.
En el mismo mes, pero estos días, como transportados por algún fantástico automóvil, aquel de Back to the future, el coliseo madrileño ha clausurado, también, los presentes homenajes al héroe de Tracia con la misma obra, pero en su original versión en italiano, según el libreto de Ranieri de’Calzabigi.
En cualquier caso, resulta siempre un gozo regresar a un compositor que se representa mucho menos de lo apetecible (estos dos Orfeos, distanciados por quince años, se han servido en pulcras, muy estimables versiones de concierto), cuyas obras maestras, particularmente su Iphigenia en Tauride y Alceste, ejercen sobre el oyente, casi siempre, un cierto, benéfico efecto purificador. Pueden resultar como un viaje a la Buchinger después de meses de excesos; al fin y al cabo, el músico bohemio aspiraba, también, a eliminar la incómoda capa de grasa que se había instalado en la escena operística tras décadas de dominio exclusivo de los cantantes, más preocupados por la mera exhibición de sus extraordinarias facultades vocales que de velar por los reales valores dramáticos de las obras.
En lugar de un almuerzo pantagruélico, Gluck sugiere regresar a los terapéuticos calditos: la privación de ciertos nutrientes bien puede derivar en alucinaciones que conduzcan a esos estados casi místicos donde, en ocasiones, es posible experimentar una cierta elevación del espíritu. A través de un proceso de medida contención, suprimiendo personajes, aligerando tramas, simplificando líneas vocales, confiriéndole al coro un lugar preponderante como comentarista, pero, sobre todo, colocando la música al mismo nivel que la palabra, transmisora de ideas y conceptos elevados, aunque no tanto como para despojarlos de su cercana humanidad, el compositor pretendía realizar una revolución que volviera a señalar al teatro musical como ese lugar ideal, genuino transformador de almas y conciencias.
De Mozart a Wagner
¿Pudo lograrlo? Sólo en parte. Conoció el éxito, tuvo una vida fascinante, aunque en algunos momentos necesitara plegarse al deseo de empresarios o cantantes, o de otra manera sus esfuerzos no hubieran pasado del simple reconocimiento académico. Realizando algunos ajustes aquí y allá, a veces para complacer a tal o cual solista que solicitaba un aria más elaborada para una ocasión especial, y sin renunciar a las prescindibles oberturas, su influencia llegaría hasta Mozart y Wagner, que en cierto modo compartieron, persiguieron y, a su modo, hasta lograron llevar a su propio terreno parecidos ideales.
Resulta lógico que para emprender ese camino reformador, Gluck, hombre de cultura, observase en primer lugar por el retrovisor la obra inicial de Monteverdi, ese Orfeo que a través de su lira es capaz de abrir la puerta a nuevos horizontes: el deseo de labrarse paso hasta el más allá también constata la eterna aspiración humana de explorar otras realidades, ya sea la posibilidad de dotar de un renovado sentido al teatro musical como la de instalarse en Marte, algo que Cocteau supo ver muy bien en el filme que rodó con la portentosa María Casares, y que luego serviría de inspiración a Philips Glass para su decepcionante ópera sobre el mismo tema (ofrecida el año pasado en los Teatros del Canal).
Por fortuna, en estos años se ha podido asistir en el mundo a numerosas interpretaciones de la obra de Gluck, de la que existen además varias versiones, como era habitual en su época. La que ahora se ha ofrecido en el Real (parte de una gira por varias ciudades españolas del renombrado director René Jacobs y sus huestes centroeuropeas) parecería corresponder con la que se vio durante el estreno vienés, que resultó todo un acontecimiento mundano hacia 1762. Como corresponde a un músico de su brillante trayectoria, primero como contratenor y ahora director, sin olvidar su faceta docente (uno de los principales talentos musicales que ahora tenemos en el país, Alberto Miguélez Rouco, se pulió en su taller suizo, como los mejores relojes), Jacobs pocas veces defrauda.
Su nueva interpretación de una obra con la que ha convivido durante muchos años, destila sobre todo refinamiento y equilibrio: todos los detalles parecen cuidados al máximo, el empaste entre los distintos elementos resulta ejemplar. En una esmerada labor concertadora, fruto del gran entendimiento, del trabajo previo, se diría que nada sobresale sobre el resto, y todo contribuye eficazmente para ofrecer una visión del drama consoladora, reflexiva, intimista. ¿Cómo pedía Gluck…?
No vamos a descubrir aquí las virtudes de dos extraordinarios conjuntos, sinónimo de excelencia, como la Freibeurger Barockorchester (aunque no nos las imaginamos haciendo Carmen el año próximo), y el RIAS Kammerchor Berlin. Dominan a la perfección este repertorio, plegándose a los requerimientos e indicaciones de Jacobs en una búsqueda de contrastes menos acusados que en otras ocasiones, pero igualmente efectivos: esa mezcla de melancolía que no alcanza a derivar en patetismo, y los acentos más violentos que dejan traslucir una tragedia que tampoco llega jamás a resultar abrumadora en su exposición, resultaron convincentes.
Todo muy terso, luminoso, bello como la voz de la Euridice elegida, la soprano Polina Pastirchak, gran descubrimiento entre el reparto, con ese instrumento que llega cristalino, bien proyectado, reclamando atención también por su modo de expresar. Tampoco desentonaron ni la desenvuelta Giulia Semenzato (Amor), que hasta se marcó unos pasos de baile, ni la protagonista, Helena Rasker (Orfeo), de registro grave algo débil, mucho mejor en el segundo acto, sobre todo en su exquisita interpretación del Che faró senza Euridice, el temido gran hit de la ópera, que han grabado desde Tito Schipa hasta algún recopilatorio de «Opera Chillout». Temido porque el propio Gluck recelaba de que si no obtenía la expresión adecuada podía convertirse fácilmente en una «danza de marionetas». Los críticos del estreno señalaron cómo era posible que después de la nueva pérdida de su pareja, Orfeo interpretase «algo tan alegre» (reflejo del eterno conflicto entre tradición e identidad, que seguramente se trasladó a una interpretación alejada de las verdaderas intenciones del autor).
Qué quieren que les diga… todo estuvo en su punto, sí. Pero quizá el público, que ni si quiera regaló ni un merecido aplauso a la soberbia interpretación que Rasker realizó de su célebre aria, con expresivas variaciones de magnífica ley, esperase algo más. Eso que en otra ocasión, aquel viejo zorro, Peter Maag, al frente de una orquesta con instrumentos modernos, la Sinfónica de Galicia, y la siempre recordada contralto polaca, Ewa Podlés, en el rol protagonista, nos regalaron, hace ya algunos años, con esta misma obra. A lo mejor resultó menos supuestamente fiel al original, pero sin duda de una mayor entidad dramática expresada a través de acentos más vivos e intensos para perfilar personajes de una humanidad más sentida y próxima.
Eso que Gluck seguramente deseaba, y a lo que se empeñó con fortuna aunque tuviera que plegarse a los finales felices, como en Hollywood. Con esta última jornada, Orfeo ha dejado definitivamente atrás el infierno para recuperar a su amor (¿para siempre?) en el Teatro Real.