Un genial Volodos destapa el universo íntimo de Federico Mompou
El aclamado pianista ruso ofreció un homenaje a la eximia Alicia de Larrocha en el que brilló con luz propia la música del compositor español
Compareció Arcadi Volodos en la clausura del ciclo con el que la Fundación Scherzo suele traer a Madrid, cada año, a algunos de los más interesantes pianistas del presente. Encanecido, fiel a su espartana silla con respaldo y parco en el gesto, el genial intérprete ruso lleva ya unos años ofreciendo interpretaciones mucho más interiorizadas, como si aquellos «tour de force» del virtuosismo con los cuales, en sus primerizas presentaciones, solía apelar mayormente a quienes suelen dejarse aturdir por la velocidad, propia de la Fórmula Uno, hubieran dado paso a un intérprete más maduro, consciente y, por ello mismo, interesante.
Estos días, superados ya aquellos tempranos furores (hasta la Malagueña de su penúltimo bis posee ahora un sentido poético más hondo), Volodos sigue ofreciéndose como supremo dominador de todos y cada uno de los resortes técnicos de su oficio. Pero al mismo tiempo ha alcanzado a profundizar en la interpretación hasta centrarse en lo esencial, la búsqueda depurada de la expresión en la que lo verdaderamente importante resulta la voz del compositor y las asociaciones que el oyente pueda ser capaz de establecer a través de su mensaje en una suerte de diálogo ideal, con el intérprete como imprescindible transmisor.
No se trataba, por tanto, de ofrecer fuegos artificiales, y lo cierto es que rara vez –en estos tiempos ruidosos– se alcanza un silencio tan espeso y sereno, como si el público (más escaso que el día de Sokolov, quizá por la época) permaneciera durante casi toda la velada absorto en una suerte de trance místico. El privilegiado médium fue Volodos, sin duda, pero el efecto de esa suerte de comunicación con el infinito que se produjo, sobre todo, durante la primera parte, tiene que ver con la descripción de ese universo «engendrado desde el fructífero dolor de la angustia, la luz elemental de la sabiduría y el consciente abandono de la necesidad» (en palabras de Francesc Bonastre), tan particular, asociado a Federico Mompou.
Adquiría pleno sentido, en un recital dedicado a la memoria de Alicia de Larrocha, comenzar el peregrinaje con el compositor catalán, al que la eximia pianista sirvió siempre con un interés y una generosidad encomiables. Ya su temprano ídolo, Rubinstein, solía incluir alguna de las sublimes miniaturas del autor de los Cantos mágicos en los programas de sus actuaciones, pero fue De Larrocha quien más y mejor reivindicó la enorme estatura de un autor cuya ciencia sutil, de apariencia modesta pero a la vez impregnada de recónditos fulgores, Gerardo Diego alcanzó a definir precisamente: «Hay una rara estirpe de artistas para quienes no cuenta la vanidad (…), el impudor de la técnica acumulativa, la ostentación del poderío mecánico, sino la voz íntima y necesaria, rara, preciosa y fortuita del propio corazón».
La búsqueda de la raíz
Hace poco más de una década de la aparición de aquella grabación que Volodos dedicó a Mompou, publicada en Sony. Intuyo (trabajé una vez con él, pero no lo conozco más allá de aquel lejano recital, producido por esos mismos días) que el contacto profundo de este mayúsculo pianista con la obra del compositor durante su estudio ha tenido algo que ver con el enriquecimiento de su propia personalidad artística, y esa voluntad tan palpable por alejarse de todo aquello que lo distraiga de la búsqueda de este renovado enfoque que persigue, sobre todo, la raíz.
Lo que vendría en la segunda parte del programa con Scriabin fue sin duda todo un acontecimiento, pero ese hilo directo que, a través del pianismo etéreo de Volodos, se estableció con los asistentes a través de la selección de varias de las piezas de la Música callada (concebidas entre 1959 y 1967) de Mompou, quedará seguramente fijado en la memoria de los asistentes como uno de esos raros momentos en los que el tiempo se transforma en espacio, alcanzando el alma una suerte de dimensión superior, al menos distinta, un extraño encantamiento que casi nadie desearía abandonar. Los sonidos evanescentes del autor se dibujaban en el aire como si Volodos los estuviera descubriendo para todos en ese mismo instante, improvisando con una concentrada naturalidad.
El hechizo se prolongó luego con el Franz Listz de la Balada número 2 en si menor, S.171, donde afloró el Volodos para el que no existe dificultad ni secreto susceptible de convertirse en impulso artístico. En otro momento, quizá pudiera dejarse deslumbrar (y asombrarnos) con la «bravura» de una pieza que puede abordarse de dos modos: como simple mecanismo de feria para cautivar a quienes aprecian por encima de todo el portento, o más bien, y aquí nos encontramos en este ganado nuevo territorio que tanto nos gusta de Volodos, procurando que su aparente brillo externo no oculte su esencia, esa suerte de exaltación que, como sus Armonías poéticas y religiosas, concebidas sobre textos de Lamartine, resaltaría «la presencia divina en la naturaleza o el consuelo del alma en el abandono místico», como oportunamente señala Ana García Urcola en sus notas al programa.
En un recorrido emocional que evoca los catárticos desenlaces wagnerianos, la intensidad fue aumentando sin perder el hilo de la narración hasta desembocar en uno de esos finales apabullantes, con cascadas de acordes en un despliegue sonoro como de otro tiempo, evocador de los grandes representantes históricos de su instrumento (aquí seguramente un Horowitz) hasta desencadenar una ovación liberadora, casi tan extraordinaria como la cosechada con la pieza de Ernesto Lecuona en la última parte, el público en pie (en el fondo, a la gente «le va la marcha»).
A propósito de las interpretaciones de Schubert que nos legó el gran Sivatoslav Richter, Luca Ciammarughi, autor de El piano soviético (obra más que interesante, publicada estos días en España por Antonio Machado Libros), señala que las mismas reflejan «el pesimismo profundo de aquel que sabe que no existe una meta, pero también la alegría impalpable de quien experimenta de repente el éxtasis sin una razón concreta». En esta frase podría quedar perfectamente resumido el espíritu del exquisito, magníficamente articulado, programa que acaba de ofrecernos Volodos (en agosto interpretará uno similar en Cap Roc, con más Mompou).
Algo de la música extrañamente solitaria del compositor barcelonés, con su «misterioso perfume, enervante y sereno a la vez, muestra definitiva de la armonía, a veces compleja pero siempre de una diáfana claridad», como señaló su compañero de fatigas, Montsalvatge, se encuentra también de algún modo reflejado en el mundo de A. Scriabin. Volodos realizó una inapelable selección de sus Estudios, Preludios, Danzas y Poemas junto a su Sonata número 70, op. 10. Desde su recién conquistado ascetismo, replegado sobre sí como si no buscara ahora más que fundirse con la música, desvelando sus más íntimos misterios, se sumergió en cada una de estas delicadas miniaturas con el mismo poder sugestivo que antes ya había exhibido con Mompou, aquilatando sonidos, distinguiendo planos y aportando un fascinante juego de dinámicas difícilmente alcanzable para otros intérpretes.
En las propinas hubo más de Scriabin y Mompou, y una digamos concesión a la galería, de aquellos tiempos en los que apabullaba con transcripciones propias y ajenas, la Malagueña de Lecuona, expuesta con todo el arrebato rítmico, pero a la vez paladeada finamente en sus recovecos más íntimos. El público enloqueció. En este terreno solo lo iguala hoy el enorme Jorge Luis Prats, que el año próximo actuará en Canarias.