La Orquesta Nacional cierra su curso con una gran versión de la monumental «Octava» de Mahler
La Sinfonía de los mil, síntesis entre el catolicismo latino y el humanismo germano, arrancó largas ovaciones en los tres conciertos del fin de semana
En 2020 la Orquesta y Coro Nacionales de España tenían previsto conmemorar el cincuenta aniversario de la primera audición de la Octava Sinfonía de Mahler en nuestro país. La pandemia se interpuso y hemos debido aguardar un par de años más para recordar lo que en 1970 debió haber sido ya un auténtico acontecimiento, con Rafael Frühbeck de Burgos como principal artífice (fue el primer director español en ofrecer aquí la integral sinfónica del compositor bohemio, durante una época en la que Leonard Bernstein ejercía su personal apostolado mahleriano en todo el mundo con algunas interpretaciones modélicas, sobre todo junto a la Filarmónica de Viena, y su verbo florido).
El empresario que bautizó a esta obra como Sinfonía de los Mil, por la ingente cantidad de medios humanos y técnicos requeridos para su interpretación, seguramente contribuyó a la popularidad de la misma: ese tipo de hipérboles a veces tienen indudable gancho comercial. Como también la impulsaron los exégetas que llegaron a situarla como el equivalente de la Novena de Beethoven, en su caso la gran sinfonía coral del siglo XX. A lo cual habría que añadir, además, que su propio autor la consideraba como su cumbre creadora, una suerte de compendio de todo lo anterior, aquella con la que habría logrado alcanzar plenamente sus mayores ambiciones personales y artísticas.
Así que no resulta raro que su programación en el concierto final de la temporada de la ONE, ciertamente magnífica, se convirtiese en todo un acontecimiento. Las localidades se agotaron, lo que hizo que alguno se desplazaran hasta el Auditorio Nacional provistos de carteles con el «Se busca entrada». Si hay una pieza que debe ser apreciada «en vivo», al menos una vez, es esta: ninguna grabación, por muy buena que sea, puede rendirle justicia.
Lo primero que hay que destacar de esta brillante última jornada del presente ciclo sinfónico es precisamente ese esperanzador entusiasmo con el que la gente se ha lanzado ahora en busca de Mahler. La música nos sigue apelando en todas sus variadas manifestaciones, aunque últimamente, quizá por la imposibilidad de dar salida a una oferta tan rica y diversa como la del presente, pudiera existir la errónea percepción de que ya no interesa. Esto no solo es incierto, si no que algunos autores, sobre todo del pasado, se revelan en los actuales tiempos convulsos como varios de los antídotos más eficaces contra su radical banalidad.
Vuelve el tiempo de Mahler
En ese sentido, el gran Bernstein tenía razón, el tiempo de Mahler llegó hace algunos años, y aquí lleva firmemente arraigado mientras el vacío de unos días que se afanan inútilmente persiguiendo las sombras de las apariencias le concede toda su razón de ser. Pocos autores han alcanzado tan bien no solo a dar forma, a expresar los males contemporáneos, si no a ofrecerse, además, como posible guía o consuelo, procurando un camino de redención que un auténtico músico-filósofo, cuyas ideas acerca de la ambigüedad que caracteriza al hombre moderno resultan de absoluta actualidad, se permite compartir con su semejantes en unas obras a veces desmesuradas e irregulares, siempre audaces y desconcertantes, pero cuyo mensaje esencial se dirige claramente a quienes estén dispuestos a realizar el esfuerzo de acercarse hasta él sin prejuicios. Al fin y al cabo no pretende aleccionar a nadie más allá de compartir sus propias congojas, incertidumbres e ilusiones, desnudándose honestamente a través de sus pentagramas, sin intenciones dogmáticas, acerca de la condición humana.
En la monumental Octava, con todo su imponente «aparato» de orquesta (enorme), doble coro mixto y de niños, más ocho solistas (cantantes de primer nivel), Mahler se propuso no ya construir un mundo, como él mismo apuntó, si no hacer cantar y resonar el universo entero, según dejó por escrito, de ahí la ambición y prodigalidad de los medios empleados. El arranque, ese impresionante Veni, Creator Spiritus, actúa ya con la fuerza cegadora de un fogonazo que nos pone en alerta preparándonos para el vibrante final de trayecto. La aspiración del compositor de «reencontrar las sonoridades de la antigua música eclesial en el cuadro de la música contemporánea» se verifica del mismo modo que Deryk Cooke definía esta sinfonía: «Un libre encuentro entre la Palabra del catolicismo latino y el humanismo germano de lo Profundo».
Sir John Barbirolli, aquel director con aspecto de «padrino» que tan bien dirigió sus obras (su Quinta preservada en disco es una de las más mejores), solía decir que en sus sinfonías «hay muchos puntos culminantes, pero solo un clímax». El supremo oficiante de estos días, un aclamado David Afkham, que parece vivir un permanente idilio con sus músicos y el público de la ONE, así lo entendió, envolviendo su admirable lectura de una calidez y una intensidad no exentas de transparencia, diseccionando con precisión el sutil entramado polifónico, y encaminándose con fluidez hasta la precisa construcción de esa asombrosa coda que no deja indiferente a nadie, en una suerte de programada ascensión hasta la cumbre de las emociones, anticipo de lo que vendrá en el auténtico desenlace. El desahogo liberador se desbordó en un conato de primeros aplausos que afortunadamente no fue seguido por la mayoría, aún quedaba mucha tela por cortar.
Los detractores de Mahler, entre los que se encontraba el gran Celibidache, no hallan mucho sentido a las dos partes de esta colosal partitura, como si cada una perteneciera a una obra distinta, inconexa. Del conocido himno de Pentecostés, responsabilidad del monje benedictino Raban Maur, pasamos, tras el lírico preludio, al final de la segunda parte del Fausto de Goethe, un drama romántico en el que el compositor halló inspiración para continuar dispensando alegría («¡Hasta el viejo Satán sabrá lo que es amar!»), como se había propuesto. La redención última del hombre solo puede alcanzarse a través de la fuerza infinita del amor de la Madre, la virgen sabia que le enseña a abrazar «el eterno femenino», sinónimo del definitivo reposo divino alcanzado después de las incesantes luchas terrenas, sus cotidianos afanes por afirmarse.
Como si se tratara del concurso de «Maestros cantores» los solistas desfilan entonando sus aspiraciones místicas, la eterna búsqueda de la divinidad en el hombre que desemboca en el himno final, de nuevo un tránsito recorrido por una intensa emoción, construido con esmero como los grandes cierres de acto wagnerianos (Parsifal sobrevuela toda la obra), hasta desembocar en ese desenlace triunfal que se deleita en el dibujo de las glorias eternas del más allá, con todo el esplendor de las masas requeridas para provocar el efecto deseado, esa explosión de un júbilo sincero. El nivel de los solistas escogidos resultó en conjunto bueno, entre una cierta decepción por el presente estado vocal del otra estupendo tenor wagneriano Simon O'Neill, inaudible por momentos, con una emisión dura, retrasada, y la rutilante prestación de la joven soprano Serena Sáenz anunciando el desenlace de manera angelical.
De nuevo aquí, Afkham acertó a delinear todo el dramatismo con pulso firme, pero a la vez flexible, prestando atención a cada detalle, envuelto en un lirismo efusivo de la mejor tradición. La respuesta orquestal alcanzó un notable refinamiento y los coros rindieron al nivel exigido, bien empastados. Adorno afirmaba que «en esta obra todo pende de un hilo; en cada instante puede caerse de la utopía más total en lo grandioso decorativo». No fue el caso. Todos sus recovecos fueron expuestos sin asomo de decaimiento, confusión o innecesario adorno. Hubo firmeza en los ataques, precisión y claridad, sin perder de vista su elocuente mensaje, transmitido con verdadera pasión. Este tipo de retos suelen dar la medida de un conjunto, y solo cabe decir que la OCNE se encuentra en un momento extraordinario, en todas sus secciones. Tanto su director titular como el técnico, Félix Palomero, están realizando un gran trabajo cuyos frutos no dejan de comprobarse día a día. Enhorabuena.