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César Wonenburger
Historias de la Música

Tomás Bretón, el músico que reinventó Madrid

El creador de La verbena de la Paloma, fallecido hace un siglo, logró a través de su obra maestra imperecedera influir en la imagen de la ciudad que le proporcionó su mayor éxito

Tomás Bretón, 1904

Tomás Bretón intentó plantarle cara al «invasor» italiano. Pero sus objetivos se dieron de bruces contra la áspera realidad del mercado. Su lucha por imponer una ópera nacional que triunfase primero en España, y lograra después abrirse paso en el extranjero, como ocurría con las de Verdi o Meyerbeer en sus países y más allá, ni tuvo eco en su momento ni lo ha tenido nunca. Salvo La vida breve de Falla y quizá, en mucha menor medida, Goyescas de Granados, pocos han sido los títulos que han alcanzado una cierta repercusión lejos de nuestras fronteras. Ayer, casi igual que hoy, las élites que han ocupado las butacas del Teatro Real prefirieron siempre las obras de autores italianos y, en su defecto, franceses o alemanes, frente a las escasas propuestas autóctonas.

¿Cuestión de gustos, esnobismo, la ley de la oferta y la demanda…? ¿Era posible que el público solicitase un producto que, o bien apenas a existía, o no se le ofrecía en las cantidades y condiciones debidas para que pudiera formarse un juicio? El salmantino Bretón araba en el desierto, pero a punto estuvo de dar un pelotazo con La Dolores, un título que al conmemorarse el centenario de su fallecimiento (murió el mismo día en que vino al mundo Maria Callas, el 2 de diciembre de 1923) ha sido recordado en la reciente temporada del Teatro de la Zarzuela con unas buenas representaciones. La ópera conoció un éxito resonante tras su estreno, el 16 de marzo de 1895, a través de numerosas repeticiones tanto en Madrid como en Barcelona, pero luego cayó en el olvido. Y si ni siquiera en España consiguió consolidarse en el repertorio, qué decir del resto…

'La verbena...', más allá de su tiempo

En cambio, todo lo contrario le sucedería con otro título que él mismo consideraba como una «obrita» intrascendente, de mucho menor empeño, calado e interés, estrenada casi un año antes, el 17 de febrero de 1894, en el madrileño Teatro Apolo. El sainete La verbena de la Paloma, con libreto de Ricardo de la Vega, logró conectar inmediatamente de un modo urgente e imperecedero con los intereses y expectativas del público, más allá de su tiempo. Súbitamente, gracias al directo impacto popular que desde el inició consagró esta pieza, aquel autor aburrido, soso, grandilocuente para buena parte del público, la crítica e incluso sus «malvados» competidores (cuando a Arrieta le interrogaron sobre cuáles eran los pasajes inspirados o agradables de otra ópera suya, Los amantes de Teruel, respondió: «Todos son motivos de disgusto»), pasó a convertirse en el gran representante del llamado «género chico».

El nuevo formato condensado en apenas una hora de música, que causaba furor sobre todo entre las clases populares hasta convertirlo en el espectáculo más demandado de su tiempo, le serviría su mayor triunfo a quien aspiraba a desplegar su talento en dramas musicales inabarcables como los de Wagner, aunque basados en las tradiciones españolas. Esa pesadez que algunos de sus colegas advertían en los pentagramas de Bretón, al tratar un asunto de eterna actualidad como las andanzas de un «Sugar Daddy», el acaudalado y maduro boticario, don Hilarión, que intenta con el oportuno apoyo de una celestina ligarse a dos estupendas chavalas, hijas del pueblo, Casta y Susana, se transformó de repente en ligereza, frescura y vitalidad, dotando a cada uno de sus números de una inspiración renovada y casi desconocida en su creador.

Absoluta modernidad

Imposible no pensar en ella, en sus punzantes diálogos, cuando incluso hoy vemos algunas de esas imágenes de Luismi «el chatarrero» («el pocero», «el turronero», … todo hombre humilde hecho a sí mismo suscita los mismos recelos en un país que sólo concede la posibilidad de la fortuna a los grandes apellidos) con sus invitadas, asistiendo entre ufano y orgulloso a las corridas de San Isidro donde da cuenta de los mejores puros. El casticismo que impregna la partitura de esta obra maestra eterna, y por tanto de una absoluta modernidad, evoca en parte la vida de un barrio madrileño, pero además de atraparla podría decirse que en cierto modo la transforma, tanta llegó a ser su influencia desde su misma aparición.

Como dejó dicho el escritor Federico Bravo Morata : «Llega el caso a la confusión curiosa de no saberse si es La Verbena la que se inspira en Madrid o si es Madrid el que se inspira en La Verbena. Las frases sobre los celos mal reprimidos, los achares, las pasiones, todo lo que compone la letra de La Verbena pasa en pocos meses a ser tan del dominio público que los novios y las novias se hablan con un lenguaje verbenero, y en todas las mujeres bonitas se ve o se cree ver Castas y Susanas, y no hay boticario que no se sepa las coplas de don Hilarión, y no hay hombre maduro o viejo, amigo de faldas, que no sufra bromas de las dirigidas a don Hilarión. El honrado gremio de cajistas de imprenta es elevado al rango de la máxima popularidad, y hasta hay un conato de huelga porque cuatro pesetas diarias de jornal, como gana Julián, es poco para casarse como tié que ser.»

La zarzuela, genuino género español

«Mi propósito es contribuir en la medida de mis fuerzas a echar a los italianos, arrojados ya de la mayor parte de Europa. Seguramente no lo lograré; pero con el transcurso del tiempo esto, que yo solo persigo hoy, será el propósito de muchos, y entonces su triunfo no admitirá duda», escribió Bretón. Los italianos y otros autores europeos mantuvieron incólume su reinado en los teatros de mayor postín, pero su profecía llegó a cumplirse en parte. Al menos, durante ese periodo que abarcaría desde 1848, aproximadamente, hasta las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, la zarzuela, el genuino género de teatro musical español, logró conectar con grandes capas de la población (más allá de las ciudades) que apreciaban y hasta se dejaban seducir e influenciar por ese entretenimiento sin grandes aspiraciones intelectuales al que pronto reemplazaría el cinematógrafo.

En ese sentido, la impronta de La verbena de la Paloma conseguiría fijarse, además, firme y poderosamente en el imaginario madrileño hasta llegar a impregnarlo con sus frases, gracias y situaciones de todo tipo que, lejos de ocultar la denuncia social bajo el impulso de una música irresistible, envuelven sutiles cargas de profundidad revolucionaria casi como las que Mozart y Da Ponte se encargaron de proponer, con un siglo de anterioridad, en sus Bodas de Figaro.