Fundado en 1910

Zimmermann recibiendo las ovaciones del públicoCésar Wonenburger

Un Stradivarius de diez millones en el arranque de la Orquesta Nacional

El violinista alemán Frank-Peter Zimmermann triunfó con el Concierto de Elgar en un programa que, además, sumó a otro «retrógrado» para la crítica, Rachmaninov

La temporada de la Orquesta Nacional acaba de comenzar con una excelente noticia: los abonos para este nuevo curso han aumentado en un 11 %, lo cual, en un contexto negativo para la música clásica (la histórica revista alemana Fono Fórum acaba de anunciar su cierre tras siete décadas de enriquecedora actividad), no puede pasarse por alto. Parte del público que había decidido quedarse en casa aún después de la pandemia, al menos en este caso particular, podría comenzar a recuperarse. Algo que seguramente tiene mucho que ver con el excelente momento artístico de un conjunto tantas veces denostado, sin razón aparente.

Al gran nivel profesional de sus diferentes secciones se suma la capacidad de liderazgo del renovado titular, David Afkham, y su ambiciosa visión artística, capaz de proponer programaciones siempre estimulantes, aún cuando en ocasiones podría reclamarse una mayor variedad en las batutas invitadas. Baste apuntar aquí algunos de los «caramelos» que se podrán disfrutar durante los próximos meses: el Paulus de Mendelssohn encomendado a la sabia batuta de Masaaki Suzuki, La Creación de Haydn con Nagano o ese cierre destinado a la Missa Solemnis de Beethoven que se reserva Afkham (sin desmerecer, por supuesto, las audiciones de obras de Takemitsu, Martinu y Colomer, las sinfonías 7 y 8 de Bruckner, el segundo de Brahms por Perianes o la estimulante presencia de Giovanni Antonini, entre otros).

Sur le champ, como gustan decir los franceses, a pie de foyer, tanto el propio Afkham como el responsable del coro, García Cañamero, y Félix Palomero, el director técnico, recibieron el otro día al público, estableciendo animadas conversaciones con varios aficionados antes de dar inicio al concierto. Recuerdo haber vivido algo así con Petrenko y la Liverpool Philarmonic en su sede, hace años, una práctica también extendida a otros conjuntos europeos, empeñados por parecer más accesibles. No me imagino a Karajan, que volaba por la puerta de artistas cuando el público aún seguía aclamándolo en la sala, mientras su chófer le esperaba con el motor del vehículo encendido para no tener que atender a nadie. Eran otros tiempos.

Edward Elgar y Serguei Rachmaninov

Para iniciar el curso se eligió a dos de esos compositores ante los que una parte de la crítica, las más recalcitrante, suele taparse la nariz. «Puaj, son viejunos intentando aferrarse, en un último intento desesperado a una tradición superada», parece oírseles comentar por lo bajo mientras padecen en silencio, el rostro compungido ante ese sentimentalismo trasnochado que, a menudo, se suele atribuir a las grandes obras de Edward Elgar (1857-1934) y Serguei Rachmaninov (1873-1943). Juicios que no toman en cuenta que resulta mucho más fácil romper con todo lo anterior, sin proponer de paso grandes novedades, que, basándose en esquemas y moldes ya probados, plenamente aceptados, trabajar en enriquecerlos y ampliarlos a través de una plasticidad particular, propia.

A eso mismo debió aplicarse Elgar cuando su gran amigo, el mejor violinista de su tiempo, Fritz Kreisler, conocedor además de la personal devoción que el compositor había mostrado siempre hacia este instrumento, le sugirió crear un concierto. El respeto reverencial que el músico británico debía sentir por las máximas aportaciones al género, hasta ese momento, los respectivos conciertos para violín de Beethoven y Brahms, se aprecia en todo momento en su propia contribución que, cómo no, estrenó el propio Kreisler y más tarde alcanzó una relativa difusión sobre todo a partir de que Yehudi Menuhin lo grabase, ¡con apenas 16 años!

Hay en el Concierto para violín de Elgar ambición por encajar su torrente de ideas en una obra monumental en su extensión, capaz de contener un universo entero, pero que él consagra a la evocación de uno, o varios, grandes amores, seguramente los no compartidos, los más fértiles para la creación artística. No poseyendo ni el vigor beethoveniano ni la facilidad melódica de Brahms (Sir Thomas Beecham, el gran director, afirmaba que las obras de su compatriota eran equivalentes sonoros a la arquitectura de una estación ferroviaria), Elgar ofrece un tapiz bastante intrincado para el solista, que debe mostrar un dominio técnico apabullante, con la dificultad de no abandonar en ningún momento la senda del virtuosismo sin dejar de lado el contenido musical. Al intérprete, como a la orquesta, le son concedidos algunos íntimos remansos para atemperar la expresión en busca de un lirismo que nada tiene que ver con lo sentimental o plúmbeo.

Para tocarlo se contó con el acierto de convocar a Frank-Peter Zimmermann, que mantiene con los años esa misma expresión de niño travieso que seguramente le ha permitido permanecer como uno de los primeros de la clase en su competitiva profesión. Mientras otros que empezaron tan jóvenes como él han ido perdiendo algo de aquel inicial empuje y frescura, el violinista teutón parece seguir hallando en la música, como demuestra su rostro y acreditan sus interpretaciones, la misma fuente de goce físico y espiritual.

El sonido de su lady Inchiquin, que luego le acompañaría en su funda durante la segunda parte del concierto (nadie abandona así como así un Stradivarius valorado en más de diez millones de dólares), cuando se sentó entre el público, no defraudó. Nunca lo hace. Zimmermann conserva intacto su dominio técnico, pero la madurez, sin perder una ápice de esa naturalidad referida, confiere además a sus versiones la pátina de lo largamente interiorizado. Algunos se lamentaban por la falta de una propina (¿querrían quizá Salut d’amour?): después de tamaño esfuerzo no parecía pertinente, ni siquiera oportuna.

Sonido compacto, brillante y sedoso

A la misma altura puede decirse que brilló la orquesta, que ya en la extensa introducción al primer movimiento mostró sus credenciales: un sonido compacto, brillante y sedoso, según la ocasión. Afkham cedió voluntariamente el protagonismo al solista, sin dejar de hacerse notar con un acompañamiento flexible y bien trabado, procurando no oscurecerlo con explosiones innecesarias. Más difícil le resultó, en cambio, en la obra escogida para clausurar la cita. En pleno año de conmemoraciones (se celebra su 150 aniversario) es de agradecerse que en lugar de recurrir a su Segunda Sinfonía (la Tercera, que no se hace tanto, es posiblemente superior) o sus omnipresentes conciertos para piano, el titular de la ONE haya recurrido ahora a Las campanas de Rachmaninov.

Quizá esta obra se programe menos por la necesidad de recurrir a una orquesta amplia, coro y tres solistas de fuste, pero su calidad la haría acreedora de una mayor atención. El gran Gómez Amat sostenía que «la diversidad de estilos en una misma época es un bien para las artes», y que «cada uno debe atenerse a lo que cree bueno y bello». A lo que podría sumarse, además, la afirmación de Rubén Darío, más significativa por tratarse de uno de los padres del Modernismo: «¿Quién que ES no es romántico?». Un tirón de orejas para esos juicios simplistas que sitúan a Rachmaninov en el vagón de cola de los retrógrados, identificando su fértil vena melódica, por ejemplo, con el más rancio conservadurismo, música de otra época.

Resulta absurdo ponerle reparos al genial compositor ruso por emprender su propio camino estético, en lugar de lanzarse a abrazar los postulados de un «nuevo evangelio» conceptual que no colmaba sus propias inquietudes; algunos dirán que demasiado vinculadas con la taquilla, en fin... Su éxito no hizo más que agravar las críticas: no se le perdonaba que conectase con el público, juzgándolo como un mero muñidor de obras supuestamente «fáciles», consagradas a la mera excitación de las emociones. Que se lo pregunten a los pianistas que deben enfrentarse con los tremendos escollos de su Tercer Concierto, por ejemplo.

Un tirón de orejas para esos juicios simplistas que sitúan a Rachmaninov en el vagón de cola de los retrógrados

En Las Campanas se aprecia una obra plena de ideas, a pesar de su concisión, una suerte de viaje a través de las distintas edades de la vida que culmina, como todas, después de una mezcla de drama y comedia, en un final incierto, aunque en el caso de Rachmaninov se deje la puerta convenientemente abierta a un último consuelo reparador. El tañer de las campanas, que en el movimiento inicial se equipara al alegre tintineo de los cascabeles del trineo durante los primeros juegos infantiles, sirve aquí para señalar los distintos estados de ánimo asociados con momentos decisivos de las vidas humanas, como el glorioso despertar al amor o la fragilidad que suelen traer consigo las miserias de la ancianidad.

Todo está expuesto con la rica paleta reconocible en este autor, de colores vivos, intensos, a veces sombríos, pero en los que siempre late la esperanza. Un discurso bien armado, además, a partir de su sólido conocimiento de los recursos orquestales, en el que no se aprecian borrones, con esa escritura tersa y transparente, esa sencillez tan difícil de alcanzar. Rachmaninov, que tiene también un puñado de óperas muy interesantes (Aleko, sin ir más lejos, que tanto agradaba a Chaivovski), se sirve aquí además de la voz humana con preciso criterio: el tenor para la infancia, la soprano representante del amor y sus circunstancias y un bajo, el instrumento más profundo y noble, en la triste hora de los infortunios, encadenados con el último mutis.

Todo fluyó sin innecesarias edulcoramentos a través de la batuta clarificadora de Afkham, que contó aquí con la inestimable participación del coro de la casa, en otra prestación brillante. Esta vez, el opulento sonido de la orquesta sí que en algunos momentos engulló a los solistas, sobre todo a los masculinos (el tenor Pavel Petrov y el bajo Anatolias Sivko), ¡pero cuántas veces en estos tiempos se echan de menos instrumentos verdaderamente rotundos, capaces al menos de hacerse escuchar!). Más adecuada, en cambio, en cuanto a caudal y expresión, pareció la soprano, Anush Hovhannisyan. Todos recibieron al final merecidos aplausos, convertidos en estruendosas ovaciones cuando le tocó saludar al director, ya un ídolo de la afición. Queda mucho aún por disfrutar, pero desde luego ha sido un buen punto de partida.