Lise Davidsen, la voz que atormentaba a su vecino
La gran soprano del momento, poseedora de un instrumento que el New York Times definió como «uno entre un millón», aunque no apto para todos los gustos, regresa a España estos días
Algunos puede que aún experimenten un cierto estremecimiento, seguido de sudores fríos, al recordar a aquellos espontáneos que en los días más duros salían a los balcones para cantarle a sus vecinos o tocar algún instrumento, sin que en la mayoría de los casos mediara requerimiento previo, durante la pandemia. Había de todo, esa es la verdad, pero en general se imponía un cierto voluntarismo; lo cual solía redundar en experiencias acústicas no siempre gratas. Aunque a veces, contadas, sonaba la flauta, dicho esto en sentido figurado. Recuerdo a un barítono gallego de carrera interesante, que incluso ha logrado algún triunfo en plazas distinguidas, al que sus compañeros de escalera le reconocían anónimamente el esfuerzo dejándole pollos, y en ocasiones hasta alguna empanada (desde luego, sin eran de zamburiñas, su noble entrega bien habría valido la pena), sobre el felpudo de su piso familiar.
De Lise Davidsen, la soprano noruega que pasa por ser ahora mismo la nueva gran estrella de la lírica, un proyecto de diva como las auténticas del pasado, el New York Times, que no suele regalar este tipo de elogios, cuando debutó en la Gran Manzana, dijo que su voz es de las que solo se encuentran «una entre un millón». Y no exageraba. Pero a su vecino de Oslo, sus reconocidas virtudes jamás lo impresionaron o conmovieron. Nada más mudarse en su nuevo apartamento, la cantante recibió una visita inesperada. Tratándose de un escandinavo no cabía aguardarse un detalle de bienvenida en forma de cestita con brownies, como si vivieran en Wisconsin.
La artista, aclamada en los principales coliseos internacionales, del templo wagneriano de Bayreuth hasta un escenario tantas veces glosado por George Bernard Shaw como el Covent Garden londinense, se vio pronto sorprendida por una temprana, y áspera, admonición. Ella, que había crecido en un pueblito, Stokke, en el que un día descubrió a Bach para cambiarle la vida, seguramente no esperaba toparse tan pronto con la sañuda hostilidad capitalina.
El hombre se plantó ante ella, un mujerón que supera ampliamente el metro ochenta, para decirle que estaba harto de escucharle cantar, o sea, que o cesaba en sus prácticas diarias o fuera pensando en marcharse con la música a otra parte. La figura a la que el Metropolitan corteja sin cesar para que actúe allí durante todas las temporadas futuras le contestó con amabilidad no fingida (en las distancias cortas resulta encantadora) que podía estarse tranquilo. No había nada que corregir, porque por su profesión viajaba constantemente, así que para escucharle debería asistir a alguno de sus compromisos profesionales, algo improbable dada su animadversión.
Ni siquiera se molestó en contarle que la reina de aquel país, una de sus principales fans, se había trasladado hasta Estados Unidos solamente para asistir a su debut en el Met. No era cuestión de amedrentar a aquel señor, que quizá tampoco se encontrara entre los partidarios de la institución monárquica. A la joven intérprete le bastó con asegurar que tenía intención de pisar su morada en escasas ocasiones, más que nada para descansar. Pero el destino suele mostrarse caprichoso en estos lances.
Un confinamiento bien aprovechado
A los dos días de aquel incómodo encuentro vecinal, en Noruega se decretó el confinamiento de la población para combatir los posibles efectos del Covid. El parón, con prácticamente todos los teatros del mundo cerrados, obligaba a la Davidsen no solo a permanecer enclaustrada en su hogar. Ahora sí, debía ensayar allí mismo más que nunca, aprovechando aquella circunstancia aciaga para poner en regla sus nuevos y próximos roles, estudiar con ahínco para estar preparada cuando la actividad retornase, por más que en esos momentos pudiera parecer algo incierto o ilusorio.
Cualquier aficionado, sobre todo esos chiflados que el estupendo tenor Emilio Vendrell retrató en un libro delicioso sobre la profesión, soñaría con la posibilidad de una reclusión semejante. Semanas escuchando a través de las frágiles paredes de los pisos de hoy el arduo proceso de transformación en Sieglinde, Isabel de Valois, Tosca, la Mariscala, Elisabeth… algunas de las heroínas de las óperas que la Davidsen ha ido incorporando a su repertorio en estos últimos años. Un privilegio o un tormento, si uno, además de no compartir el pensamiento de que «la voz es el don más grande que Dios ha otorgado al hombre», como proclama Vendrell, tampoco dispone de la paciencia para escuchar los ejercicios de vocalización, las frases repetidas, las notas más agudas no siempre alcanzadas con pulcritud… toda esa gimnasia que el cantante debe realizar para lograr sus objetivos.
Pavarotti se jactaba de que él jamás había ensayado más de una hora al día. Uno de sus colaboradores más asiduos, el director Marcello Panni, me habló en una ocasión acerca de la legendaria pereza del tenor italiano, que al parecer no era cosa de inventos o maledicencias de colegas envidiosos. A menudo había que sacarlo de la mesa de juego, donde solía compartir largas partidas de cartas con varios de los amigos de su infancia, reclutados con tal motivo, para que acudiera ante el piano y terminara de aprenderse un nuevo personaje. Quizá por eso nunca llegó a abordar Werther, que era la ópera que más ilusión le haría haber interpretado, según me contó él mismo en una ocasión, próximo ya su retiro.
Me da que Lise Davidsen le dedica al estudio algo más de tiempo, sobre todo durante aquellas maratonianas jornadas pandémicas. Así que para ahorrarse los improperios vecinales, hubo de ingeniarse una solución alternativa: en esos días tampoco laboraban profesionales a los que acudir en busca de un remedio preciso. Ella misma, valiéndose de las alfombras que tenía a mano en la casa, forró la pared de una de las estancias, y así pudo continuar su plan de trabajo haciendo resonar su voz, de una potencia y un caudal extraordinarios, como digna heredera de las míticas Kirsten Flagstad o Birgit Nilsson, poseedoras de instrumentos vigorosos, broncíneos, capaces de traspasar el más grueso tejido orquestal como si se tratara de una delicada pieza de seda.
He podido escuchar a la Davidsen en varias ocasiones, y en una hasta tuve la oportunidad de organizar uno de sus primeros conciertos en España. Quizá sea la artista vocal que más me ha impresionado en los últimos años, no solo por lo que ya representa, si no por lo que puede vislumbrarse en ella dadas su juventud, inteligencia y la seriedad con la que aborda y contempla el futuro desarrollo de la carrera.
Ahora que vuelve a visitarnos (este lunes inaugura el «ciclo de lied» en Madrid y luego se presenta en Valencia con un programa exigente y variado, parecido al que ofreció en Nueva York en septiembre, donde cosechó un éxito clamoroso), seguro que al escucharla volveré a recordar la anécdota que aprecié de sus labios, recreándose en cada detalle con esa sonrisa amplia y luminosa. Estoy seguro de que pensaré otra vez en la suerte ignorada de aquel vecino, que pudiendo disfrutar cada día del orfebre en la ebullición de su taller prefirió hacer oídos sordos ante aquella valiosa joya que se le brindaba sin precio.