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César Wonenburger
Historias de la música

La diva cancelada y el odioso diplomático

Una nueva biografía destapa detalles inéditos sobre una de las más tempranas y feroces cancelaciones en el mundo del espectáculo, la de la soprano noruega Kirsten Flagstad, considerada «la voz del siglo», la más legendaria cantante wagneriana

La cantante de ópera noruega Kirsten Flagstad

Aquella enigmática viejecita intrigaba a los grandes cantantes convocados para la relevante tarea de grabar el primer «Anillo» completo estereofónico, la tetralogía wagneriana que comprende El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses. ¿Quién era aquella mujer con su extraño sombrero que, sentada discretamente en el fondo de la sala, calcetaba con parsimonia, más allá del bien y el mal, mientras en majestuosa marcha los dioses emprendían el camino hacia el Valhalla entre volutas de sonidos deslumbrantes, trazados en el aire por los miembros de la Filarmónica de Viena?

El misterio comenzó a desvelarse cuando la madura dama, prematuramente envejecida por los infortunios de una vida azarosa, pero aún firmemente erguida sobre su sólida arquitectura escandinava, aparcó durante unos instantes las agujas en el asiento poniéndose en pie para caminar hasta los micrófonos. El efecto vibrante de aquella voz inmensa, que atravesó con la precisa sencillez de una espada láser la masa orquestal, imponiéndose sobre el resto al inundar la sala como un torrente, sirvió para despejar todas las dudas. Su dueña, ahora ocupada en el aparentemente rol secundario de Fricka (la esposa de Wotan), había encarnado idealmente a las Isolda, Brunilda, Senta, Elisabeth y Elsa del inmediato pasado, marcando la última época dorada en la interpretación de las conocidas heroínas de Richard Wagner.

Elegida por Richard Strauss

A la legítima propietaria de aquel diamante, Richard Strauss le había rogado que fuera ella, y nadie más que ella, quien estrenase sus «Últimas cuatro canciones», poco antes de despedirse. El responsable musical de las míticas sesiones de 1958, que todavía hoy ofrecen una «Tetralogía» insuperada en su calidad sonora, sir Georg Solti, supo condensar perfectamente los atributos más señalados de Kirsten Malfrid Flagstad: «Un material increíble, como un iceberg. Una voz natural que era imposible agotar. Nunca en mi vida he oído a alguien con esta cualidad de Stradivarius. En cualquier registro, esta voz tenía esa fuerza (..) siempre flotaba sobre la orquesta y era capaz de subirse a cualquier ola. No hacía falta ajustar mucho la orquesta en función de ella. Ella misma era una orquesta, disponíamos de dos orquestas. Pero su voz no sólo era grande, tambíén podía ser suave y tierna. Era una fantástica soprano dramática, probablemente la más grande del siglo».

Aquella diosa aún era capaz de sonreír cuando le llegaba el turno durante la grabación, pero bajo su expresión dulce, Solti creyó adivinar el poso de una tristeza de raíces profundas y efecto lacerante. No se equivocaba. A pesar de los extraordinarios triunfos logrados en los principales templos musicales del mundo, coronada como la más importante cantante wagneriana de su tiempo (y quizá de todos), su impecable trayectoria artística se truncó casi de un día para otro. Fue la víctima involuntaria de lo que hoy podríamos denominar una temprana cancelación, una horrible caza de brujas, tal como se ha ocupado de contar la ensayista y dramaturga noruega Ingeborg Solbrekken en «Kirsten Flagstad. La voz del siglo», el bien documentado libro, de casi quinientas páginas, que en español acaba de publicar, en estos días, la editorial Fórcola.

Las mayores iniquidades suelen desprenderse de rencores, celos y envidias, resentimientos que degradan al hombre. En este caso, el siniestro personaje que se interpuso en la trayectoria triunfal de la soprano fue un diplomático, un fatuo representante consular noruego que tenía su base de operaciones en EE UU. En el culmen de su carrera, la Flagstad, la mayor artista que ha dado Noruega, dominaba los escenarios norteamericanos, reinando sobre todo en la meca del Metropolitan de Nueva York.

Kirsten FlagstadEncyclopædia Britannica, Inc.

La cantante empeñó su inmenso talento en la consolidación del culto a Wagner y contribuyó, de esa manera, a salvar de la quiebra a la gran institución estadounidense con numerosas representaciones en las que el público volvía otra vez a llenar aquel teatro, noche tras noche, ávido por poder disfrutar del nuevo prodigio europeo. Una legión de partidarios vibraba con su compositor favorito, pero para interpretarlo de la manera más sublime se precisaba de estrellas que, como la soprano o su ideal compañero en tantas funciones gloriosas, el tenor Lauritz Melchior, lograran perpetuar la leyenda. Ambos forman parte de la historia, tanto de la interpretación de las obras mayores del compositor alemán como del propio coliseo neoyorquino, que en su horas más grises se pondría de perfil frente a ella.

Como una buena parte de esos pedantes que a veces conforman los cuerpos consulares, sirviéndose de la relativa influencia que les ofrecen sus cargos (en ocasiones más pompa que otra cosa), Wilhelm von Muntaner af Morgenstierne ansiaba poder pulular entre artistas y celebridades. Sabiéndose alto empleado de Noruega, juzgó como la cosa más natural que la mayor artista de su país, reverenciada en Norteamérica, Kirsten Flagstad, compartiera con él algún acto, cena o similar. Pero ahí chocó con la testarudez de una mujer que solía despreciar todos aquellos compromisos que en ocasiones rodean a su profesión. Ella era básicamente una mujer «de su casa», a la que no le agradaba que le importunaran con los agasajos y vanidades que a menudo conlleva la fama.

Comienza la caza de brujas

Odiaba el «paripé», los juegos de sociedad. Su celebridad era una consecuencia involuntaria de sus casi innatas cualidades artísticas. Jamás la había perseguido ni tenía interés en nada de eso, así que a veces se permitía el lujo de rechazar compromisos que podían resultar un peaje indispensable para asentar las carreras. Ella no lo calibró así, y el odioso Morgenstierne se lo hizo pagar bien caro. En un par de ocasiones despreció sus invitaciones, y en otra, con motivo de un concierto patriótico, incluso se permitió hacer caso omiso a sus recomendaciones sobre cómo debería organizar el programa: en lugar de un recital monográfico dedicado a Grieg, el gran compositor nacional de su país, la intérprete prefirió escoger principalmente obras de su compositor de cabecera, Richard Wagner.

Nadie hizo tanto, jamás, por difundir las canciones del autor de la suite de Peer Gynt como ella, que incluso realizó varias primeras grabaciones de las mismas, pero eso poco importó. Y a Morgenstierne, que se se sintió despreciado por la mujer, menos. En la particular batalla contra su «bestia negra», cualquier arma podía resultar propicia. La mezquindad de un personaje olvidado por la historia (si no fuese ahora por este libro) afloraría muy pronto, en cuanto la vida le deparó la oportunidad de devolverle a su enemiga las pretendidas ofensas. El instante de la venganza le alcanzó con la segunda gran guerra.

Kirsten Flagstad

La Flagstad estuvo casada dos veces en su vida, aunque también mantendría una larga amistad durante el tramo final con el simpático actor y cantante Bernard Miles, el inolvidable John Long Silver de la película La isla del tesoro. En realidad, su mayor aspiración, más que cantar (algo que le inculcó su madre), era convertirse en una anónima ama de casa. El primer marido fracasó en los negocios, así que tuvo que ponerse casi inmediatamente a actuar, al comienzo en operetas y musicales, para sacar adelante a la familia. El segundo, en cambio, era un acaudalado empresario. Pero a este le hacía cierta gracia que su esposa fuese una intérprete reconocida, así que en lugar de ponerse tranquilamente a calcetar (una afición compartida por otras insignes sopranos: Joan Sutherland y, ahora mismo, Jessica Pratt) la artista se dedicó a viajar por el mundo ensanchando su leyenda.

Este último matrimonio causó su particular descenso a los infiernos. Cuando los nazis invadieron Noruega, Henry Jansen decidió quedarse en su país para seguir al frente de sus lucrativas actividades. Si a ello se le suma la afiliación en el partido político que colaboró con las fuerzas de ocupación, su futuro parecía fácilmente comprometido una vez cayera Hitler. En realidad, la vida nunca es de un solo color. El esposo de Flagstad dio cobijo en sus propias fábricas a varias células de miembros de la resistencia, opositores a los alemanes, a los que incluso financió. Podría decirse que en defensa de sus intereses apostó a dos bandos, algo que los empresarios conocen bien cuando lo que verdaderamente peligra es el negocio (¿cuántos de nuestros emprendedores actuales, de esos que en privado crucifican al líder del PSOE, al mismo tiempo, no tienen una o varias velas prendidas en el altar del sanchismo?). Cuestión de supervivencia.

Al concluir la contienda, Jansen se justificó afirmando que al mantener en pie su industria, aunque tuviera que realizar tratos con los alemanes, había podido contribuir desde dentro a que Noruega se mantuviera a flote, ofreciéndoles a sus ciudadanos los bienes y servicios indispensables para continuar con sus vidas. De nada sirvieron sus palabras. Al regresar del exilio, los expatriados tomaron el control de las instituciones e impartieron su justicia: el empresario perdió todos sus bienes y fue condenado a prisión. Mucha de esa suerte la compartió, en gran medida, su esposa, que a requerimiento de Jansen había suspendido su carrera en Estados Unidos para regresar junto a él. Sentía la necesidad de un apoyo firme en tiempos turbulentos, y ella, que en cierto modo se había dedicado libremente a cultivar su don sin reproches, no podía negarse.

Esa vuelta a Noruega, cuando lo normal parecía querer huir de la patria ocupada, unida a su vinculación con Jansen, un empresario traidor, fueron dos de los principales argumentos que el nefasto diplomático atizó para ensuciar la imagen de la soprano, asociándola con éxito al nazismo. Sibilino como era enmascaró sus odio bajo las acusaciones de una pretendida ofensa a la patria, una tibieza moral inaceptable. Los gacetilleros de cotilleos, que gozaban de gran poder en la prensa norteamericana, hicieron el resto. La mecha prendió rápido y algunas instituciones musicales se desentendieron de la soprano, comenzando por el Metropolitan que, lejos de salir en su defensa, buscó rápidamente a una sustituta, la gran Astrid Varnay, para reemplazarla en el fervor wagneriano de su otrora legión de seguidores.

Kirsten Flagstad a los 67 años, interpretando a Dido en 'Dido y Eneas', de PurcellKirsten Flagstad Museum

La persecución resultó tan enconada que, aún reconociéndole que no había dado ninguna muestra de simpatía o connivencia con el nazismo, a la Flagstad le incautaron todos sus bienes. Como esposa de Jansen, estaba legítimamente obligada a responder con su propio patrimonio por las incautaciones decretadas contra él, según un absurdo argumento jurídico. A la mujer, la depresión la perseguiría casi hasta el final de sus días, con un agravamiento progresivo de su salud. Si se mantuvo firme fue por el ansia de volver a reencontrarse con su hija, que seguía con su propia vida en América, y el amor hacia la música.

El regreso al Met de Nueva York

Todo pasa, felizmente. Finalizada la contienda, con los años, las acusaciones de nazismo en contra de la artista fueron perdiendo vigor, pues carecían de asideros. Pero el fuego de la formidable campaña de desprestigio que el siniestro cónsul se encargó de seguir atizando tuvo aún algunas consecuencias nefastas. En varias de sus primeras actuaciones en distintas ciudades de Estados Unidos la artista se enfrentó con la hostilidad de manifestantes que la insultaban fuera de los teatros. Incluso en los mismos, hubo algunos amagos de protestas que concluían en cuanto ella abría la boca para cantar: el prodigio de su aún conservada voz podía convertir a los fieros agitadores de fantasmas del pasado en rendidos admiradores, solo con una frase.

En 1951, Kirsten Flagstad retorna al Metropolitan Opera para interpretar a Isolda en 'Tristán e Isolda'Kirsten Flagstad Museum

Así le ocurrió en el regreso al Met. Ella no quería volver, pero el teatro necesitaba pasar página, rendirle un merecido tributo. La mujer sentía que debía emprender un último viaje al lugar donde había disfrutado muchos de sus mayores éxitos, para reparar aquella injusticia. De nuevo Wagner, su reverenciada, añorada Isolda cosechó un triunfo colosal. El público no la había olvidado, no tenían nada que perdonarle, pero ella decidió que algo se había roto definitivamente entre ellos, para siempre. Tuvo que salir a saludar diecinueve veces, las mayores ovaciones de la historia de ese coliseo. Nunca retornó.

Siguió ofreciendo conciertos, presentándose en óperas en otros lugares (como Barcelona) y colaborando con las nuevas autoridades de su país, donde aún se le observaba con recelo. Dirigió los destinos de la ópera noruega durante varias temporadas, pero su relación con la familia real, por la que sentía devoción desde niña, no volvería a restablecerse. Y los honores públicos que podían haber curado en parte aquella herida le fueron denegados repetidamente. Solo tras su muerte, el 7 de diciembre de 1962, Noruega comenzó a percibir la magnitud de la injusticia. Los reyes enviaron flores no requeridas; ella solo aspiraba ya a despedirse sin anuncios, desaparecer en el definitivo anonimato.

Lo que nunca desaparecerá es el testimonio de su entrega al noble arte que supo defender como muy pocos. De Morgenstierne nadie ha vuelto a ocuparse más, si no como la triste figura del miserable que se empeñó en atormentar a la gran intérprete en el último tramo de una vida plena. Pero basta escuchar la grabación de Tristán e Isolda, quizá el más logrado registro wagneriano de la historia, que grabó con Wilhelm Furtwängler, para seguir disfrutando de «aquel brillante y claro rayo de sol incidiendo en la nieve», el presentimiento de «una madre cósmica que abraza el universo», como dijo en una ocasión Elisabeth Schwartzkopf.