Fundado en 1910
Un ensayo de la ópera 'Lear', de Aribert Reimann, en el Teatro Real

Un ensayo de la ópera 'Lear', de Aribert Reimann, en el Teatro RealTEATRO REAL /EFE

Crítica de Ópera

Calixto Bieito se inclina ante la grandeza de 'Lear'

Tras haber cosechado estupendas críticas en París y Florencia, el renombrado director muestra uno de sus mejores trabajos en el Teatro Real midiéndose con una de las mayores creaciones de Shakespeare, La tragedia del Rey Lear, convertida en ópera por el compositor Aribert Reimann, hace casi cuatro décadas

«Calamidad de los tiempos, cuando los locos guían a los ciegos». Podría ser una frase perfectamente extraída del análisis de nuestra más acuciante actualidad política, en estos días inciertos. Pero no, se trata de puro Shakespeare, un genio para todas las épocas, que no necesita actualizarse, ya él solo se basta, desde su atalaya privilegiada y remota, para ponernos a nosotros al día sobre nuestras fragilidades. Proviene el aserto de la que para muchos constituye la genuina cumbre de su genio, La tragedia del Rey Lear (me incluyo, aunque mi personaje favorito entre todos los suyos resulte Falstaff, quien conserva hasta el final los dos atributos necesarios como preciso escudo protector ante la constatación de la precariedad humana: sentido del humor y unas pizcas de ingenuo impulso juvenil).

Lear no está hecho para representarse. Lo sostenía bien Bloom, el que fuera uno de los mayores exégetas del bardo. No le faltaba razón, casi todas las adaptaciones (no digamos ya las cinematográficas) ceden ante el monumental texto, que rezuma belleza y lucidez sin parangón, quizá solo uno: nuestro «Quijote», tampoco propicio a salirse de sus cauces literarios. Resulta tarea inasumible, vana, rellenar todas las aristas, iluminar cada uno de los íntimos, sutiles, complejos, infinitos recovecos de unos seres que destilan el proverbial nihilismo de su autor, desbordándolo ampliamente por sus márgenes, como el desbocado Rin al final del «Ocaso», hasta anegarlo todo.

El inútil empeño sería como pretender meter el Himalaya en una botella, aunque esta fuese de Castillo Ygay. Pero la inmensa vanidad de los intérpretes raras veces se detiene en consideraciones que se opongan a sus propios deseos de grandeza y alabanzas. Y de ese modo, Dietrich Fischer-Dieskau, quizá el más destacado cantante de todo el siglo XX, no cedió hasta lograr que su amigo, el compositor Aribert Reimann, le confeccionara una ópera a la medida de su descomunal ego (solo hay que ver sus entrevistas), como un Balenciaga.

Hasta Verdi fracasó en el intento

Reimann obedeció, superadas las reticencias iniciales, sin preocuparle demasiado que otros colegas suyos, con anterioridad, hubiesen dedicado toda la vida a intentar medirse con semejante tarea, hasta fracasar. Fue el caso de Giuseppe Verdi, siempre preocupado por el conflicto generacional, lector voraz de Shakespeare (en su estudio, sus obras, en inglés, permanecían en lugar privilegiado), al que Lear le persiguió siempre como un fantasma, casi hasta el final. Solo llegaría a esbozar alguna posible escena, que permaneció inédita en el cajón. ¡Qué dúo hubiese podido crear para Cordelia y su padre!, de una intensidad, belleza y penetración todavía superiores al de Amelia y Boccanegra, su cima paternal!

Pero quizá, el autor de Aida percibiese con su acostumbrada lucidez esa misma imposibilidad natural a la que aludía Bloom, o no acertase en la resolución del envite, que podía plantearle razonables dudas: el no creyente Verdi siempre dejaba un resquicio para la redención de sus personajes, varios de ellos, enviados a una suerte de instancia superior en la que finalmente pudieran cumplirse sus deseos, ajenos ya a toda fatal intervención humana para quebrar cualquier atisbo de felicidad. El genial dramaturgo inglés no concibe si quiera esa mínima esperanza, la desolación más absoluta acompaña aquí al hombre hasta su último instante, para concluir diluyéndolo en esa nada irreversible que ya anticipaba Jago en su célebre monólogo.

Y bien, a pesar de todo, Reimann cumplió, con la colaboración de un esforzado libretista, Claus Hennenberg, que dejó el poderoso roble casi desnudo, podándolo de algunas de sus mejores galas para condensar la acción en apretada síntesis, eficaz para los resultados requeridos. Eliminó bastantes de sus mayores hallazgos expresivos para centrarse en lo esencial, las relaciones entre los distintos personajes, hasta dejar que la música hiciera el resto. Aquí es donde la improbable misión de poner en pie el Lear como pieza dramático-musical empieza a cobrar sentido, porque si algo tiene de ventaja la música con respecto al resto de sus hermanas es su capacidad de trascender la palabra, de ir más allá tornando explícito lo inefable.

El reto de traspasar el muro orquestal

Por ello, este retrato musical, pese a algunas vacilaciones en su segunda parte, puntos muertos que en cualquier caso anticipan y nos van preparando para el abrumador desenlace, resulta de algún modo cautivador. Reimann se sirve de todos los recursos a su alcance, de su sólido conocimiento de la historia musical para lograr que la nutrida orquesta, un abigarrado tapiz sonoro, un muro a veces casi infranqueable, con sus cuartos de tono, para las exigidas voces, sea capaz de transmitir todo aquello que en el texto no aparece. De esa manera, sumerge al oyente, capacitado o no para percibir las nítidas pero complejas estructuras, en la atmósfera entre alucinatoria, cáotica y opresiva que transmite la escena, a veces con breves remansos de un lirismo teñido de fina ironía, los que se derivan del hábil empleo del cuarteto de cuerda.

Eso en lo que respecta al foso, que aquí parece ir por libre, subrayando, proponiendo, pero de un modo autónomo, sin llegar a tejer ese acompañamiento, un suave colchón sobre el que tantas ocasiones se apoyan las voces en la ópera decimonónica. Los cantantes se enfrentan casi desnudos, en un desamparo que resulta el mismo que deriva de la propia condición errática de sus desorientados personajes, con una declamación expresiva, flexible, que entronca con los inicios mismos del género. No hay lugar para números cerrados o concertantes al uso, aunque es cierto que Reimann lleva a sus intérpretes al límite, exigiéndoles, como particularmente en el caso de Gonerila (fabulosa Ángeles Blancas), ductilidad, poderío y un impecable resgistro agudo.

Calixto Bieito, singular pero innegable hombre de teatro, atempera aquí esas señas de identidad que en la prehistoria hicieron de él aquel pretendido «énfant terrible» que se complacía en desarrollar travesuras con las que meterle el dedo en el ojo a los celosos guardianes de las esencias líricas. La ópera del XIX rara vez le ha interesado, más que como vehículo para su propia promoción personal a través de esos inocuos escándalos que tanto gustan a los periódicos.

Pero cuando toca medirse con un genio inalcanzable, el director de origen orensano, entonces, suele aparcar sus delirios escatológicos, sus balbuceos sangrientos para intentar apurar algún modesto provecho de la grandeza. Ante el más inmenso Shakespeare comparece hasta tiernamente disminuido, deslumbrado, como un niño que se encontrara de repente con su ídolo, Bellingham, y no supiera muy bien cómo reaccionar. A veces amaga con regresar a las andadas (siempre tiene que aparecer un tío en pelotas, aunque aquí no sea todo el coro, como acostumbra), aunque rápidamente recula para intentar mostrarse a la altura. «Lear» le impone, como hombre inteligente, no es cosa de broma. Le abruma, concierne y apela.

De 'La caída de los dioses' a 'Succesion'

A partir de una escenografía sobria, unas maderas que al principio parecen simbolizar el poder de Lear, para luego desmoronarse en una metáfora algo pueril, cuando todo se encamina ya inevitablemente hacia el desastre, Bieito se ocupa de ofrecer la desintegración de la familia (aquí, recuérdese, son dos), espejo de toda una sociedad enferma, o de la propia condición humana, que funda en el amor esperanzas inalcanzables. Algo que recuerda, por ejemplo, a aquel estupendo filme, La caída de los dioses, del gran Visconti, en el que la desaparición de la figura paterna daba rienda suelta al cruel despedazamiento entre esa parentela que solo parece momentáneamente cohesionada ante el temor que sea capaz de inspirarle la autoridad, el poder del «pater familias» (Succesion podría entenderse, en cierto modo, como una eficaz y moderna adaptación, de ahí su éxito); sobre todo cuando este se presenta investido de la promesa de futuras riquezas.

Bieito ilustra obediente el texto y aporta algunas imágenes poderosas, como el reflejo de esa «Pietá» que simboliza el abrazo con el que Cordelia pretende en vano consolar al padre sumido ya en un inevitable desconcierto, el que resulta de la desilusión al comprobar que toda esperanza es vana, que el único amor verdadero, el que se supone que provee la familia, está también sujeto a las veleidades, caprichos y miserias humanas. Así se las gastaba Shakespeare. Por eso, el último suspiro del monarca voluntariamente destronado deja en el público un poso de íntima amargura que flota en el por una vez respetuoso silencio, antes de los homenajes finales.

Ha habido que esperar cuatro décadas

Casi cuarenta años después de su estreno, llega esta obra fundamental del teatro musical del siglo XX a España; siempre vamos rezagados… El Real cumple su misión para la que se ha empeñado adecuadamente. El homogéneo reparto, que procede en buena parte de los que antes ya habían representado este mismo montaje en París o Florencia (por lo que el riesgo ahora asumido es mínimo), resulta mucho más adecuado que los del último Rigoletto. El teatro madrileño suele estrellarse siempre contra la roca del repertorio que, no se olvide, constituye la base primordial de cualquier teatro.

Lo importante aquí es el conjunto, todos brillan a un nivel formidable. Pero es de justicia subrayar la extraordinaria labor de ese gran cantante-actor que es Bo Skovhus, siguiendo las huellas del egregio Fischer-Dieskau. El paso del tiempo no perdona, pero sobre las puntuales erosiones de una voz que tampoco resultó nunca de gran caudal se impone el íntimo, conmovedor retrato que acierta a trazar del protagonista.

Entre las damas, todas magníficas, Erika Suunegardh (Regan) y Susanne Elmark (Cordelia), sobresale la brutal Gonerila de la antes citada Blancas, una artista singular que parece haber superado la época de perseguir inútiles sombras (su madre, la inmensa Ángeles Gulín, poseía otros atributos) para abrazar una deslumbrante madurez: la intérprete feroz, capaz de devorar a todas sus compañeros, mantiene intacto todo su extraordinario magnetismo, pero además la voz le responde como en sus mejores tiempos, fresca, lozana, con un registro agudo poderoso, que permite vislumbrar ya futuras encarnaciones wagnerianas.

Ella resultó la más aclamada, junto a Skovhus y la orquesta, que realizó un trabajo formidable (también el coro) bajo la esclarecedora batuta de Asher Fisch, en una obra que reclama enormes demandas. Gran función de ópera con un lunar importante: nadie del equipo escénico salió a saludar como es la regla en todo estreno. ¿Temían algún abucheo? Para un día que podían haberse adornado de cierta gloria…

comentarios
tracking