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El tenor Francisco Araiza

El tenor Francisco Araiza

Entrevista al tenor

Francisco Araiza, protagonista de la primera grabación de la era digital: «La ópera experimental aleja al público»

El gran tenor mexicano participó en varias de las más recordadas producciones operísticas de la época dorada. Ahora ejerce como experimentado maestro de canto

El tenor Francisco Araiza (Ciudad de México, 1950) participó en la primera grabación digital de la historia, con la Filarmónica de Berlín y el mítico Herbert von Karajan. Modelo supremo de elegancia a la hora de cantar, su presencia era habitual en las grandes citas internacionales de los 80.

De ese modo, participó en varias de las más recordadas producciones operísticas de la época dorada, como su incandescente Manon con Edita Gruberova en la Ópera de Viena, aquella deliciosa Cenicienta cinematogáfica a las órdenes de Claudio Abbado o su extraordinaria Semiramide junto a Montserrat Caballé en Aix-en-Provence. Lejos de retirarse del todo, hoy ejerce como un experimentado maestro de canto para las nuevas (y no tanto) generaciones de intérpretes.

–¿Cómo fue para un joven cantante latinoamericano, casi recién salido de México, entrar a formar parte de la división de honor de la ópera, hasta llegar a registrar La Flauta Mágica con Karajan?

–A Karajan lo conocí porque un asistente suyo me escuchó en «Così fan tutte» durante mi debut en la Ópera de Karlsruhe, en 1975, y le llamó para decirle que había encontrado a un tenor que le impresionaría. El maestro me citó una audición, pero por varios problemas se retrasó hasta 1979. Le canté La Flauta Mágica y Falstaff y después se levantó, vino caminando hasta mí y me dijo: «A partir de ahora usted es un ‘cantante Karajan’. Haremos una grabación de las dos óperas, que también interpretará en el Festival de Salzburgo». Fue algo muy especial para mí porque llevaba varios años deseando poder grabar La Flauta de nuevo, para lo cual había escuchado a todos los tenores de la época, pero ninguno le gustó.

–¿Qué recuerdo conserva de aquella grabación, que marcó la salida para el nuevo formato, los llamados cedés?

–Yo había cantado para Karajan un Réquiem de Mozart en Salzburgo, y a finales de ese mismo año, 1980, registramos esa Flauta. Como ha dicho, era la primera vez que se grababa en digital, y se realizaron dos versiones, también una analógica. Al terminar la primera toma, todos nos fuimos corriendo con él hacia el estudio, donde pidió que le pusieran ambas. La analógica se escuchaba magníficamente, pero la digital era otra cosa, el sonido te envolvía por todas partes. Sin embargo, Karajan dijo que la nueva tecnología tampoco poseía la capacidad de transmitir el espíritu de lo que él conseguía en el escenario. Ese disco fue uno de los hitos de mi carrera.

–En aquellos días, prácticamente solo el tenor peruano Luis Alva, y luego usted, despuntaban como tenores latinoamericanos. Hoy son muchos ya y están por todas partes, pero ustedes seguramente les abrieron las puertas de Europa, pasada la Guerra. ¿Llegó a percibir alguna sensación de racismo o menosprecio, como han contado alguno de los directores de orquesta españoles que se formaron en Austria por esa misma época?

–Jamás me sentí menospreciado en Europa por mis orígenes, ni siquiera en aquellos años en que no éramos muchos. Y sí, es cierto que Luis (Luigi) Alva y después yo mismo pudimos abrir un hueco importante para los que vendrían luego. Aunque en mi caso, mi presencia seguramente resultó algo desconcertante al principio, porque cuando me presenté al entonces célebre Concurso de Canto de la Radio bávara, lo que se esperaba de mí era que cantara un repertorio de arias de óperas italianas, como muchas veces hacen tantos jóvenes sin estar aún preparados para abordarlas. En cambio, yo aparecí interpretando a Bach, Mozart y Schubert. Y algunas reseñas dijeron que finalmente había aparecido el sucesor de Fritz Wunderlich, la gran estrella alemana de los tenores, que había fallecido prematuramente en un accidente.

Aunque ahora a veces se olvida, la voz es lo que entusiasma a la gente en las óperasFrancisco Araiza

–No se puede negar que usted comenzó por lo más alto. En 1980 ya hizo historia cantando en el Festival de Salzburgo «El rapto en en serrallo» mozartiano bajo la batuta de Karl Böhm. Al año siguiente se produjo su «flechazo» con Karajan. Y junto a Claudio Abbado, además de « La Cenicienta» para el cine, protagonizó aquel histórico «Viaggio a Reims» de Rossini con Ronconi. ¿Qué diferencias percibe entre aquellos maestros y los de ahora?

–Karajan era un personaje, la personalidad más relevante de la música de su tiempo, el que concentró el mayor poder por derecho propio. Böhm podía parecer algo rígido, pero en Strauss y Mozart apenas tenía competencia. Le encantaba pasarse las pausas de las óperas en mi camerino, hablando de todo. Con Abbado no tuve un buen comienzo. Me había escuchado en La Scala en el Orfeo de Monteverdi que hice allí con Harnoncourt, y se pensó que yo era barítono. Cuando llegué el primer día para la grabación de La Cenicienta, al verme noté que la cara le cambiaba. Dijo que había cometido un gran error, que en lugar de un tenor habían contratado a dos barítonos. Pero cambió de idea en cuanto me escuchó cantar y después fuimos muy buenos amigos.

–¿Y en el plano profesional, qué les distinguía?

–Algo que hoy ya no se estila. Además de que eran genios, desde el primer día se preocupaban por formar a los cantantes en la interpretación desde el punto de vista vocal, estilístico y dramatúrgico. Se trataba de auténticos maestros, así que cuando uno llegaba hasta ellos y absorbía todo aquello podía decirse que ya estaba preparado para formar parte de aquella élite de cantantes internacionales que solían presentarse en todos los grandes lugares. Ahora, los directores ya no tienen tiempo apenas para nada. Llegan con el tiempo justo, y si el cantante no está preparado como ellos desearían inmediatamente piden sustituirlo, en lugar de mostrarle el camino correcto.

Los chicos no saben nada acerca de quiénes fueron los grandes del pasado. Ni los conocen ni los han escuchado.Francisco Araiza

–Lo cierto es que su generación constituyó quizá la última edad dorada del canto. Las programaciones se parecían a la Champions: Pavarotti, Kraus, Domingo, Teresa Berganza, Renata Scotto, Montserrat Caballé, Marilyn Horne, Piero Cappuccilli, Nicolai Ghiaurov, Sam Ramey, ... ¿Cree haber pertenecido a un momento de la reciente historia musical seguramente irrepetible?

–Definitivamente sí, la época que me tocó vivir a mí fue de oro, y no solamente porque los artistas de esa generación estuviéramos comprometidos al cien por cien en todo lo que hacíamos. Nos sentíamos conectados con los cantantes del pasado pero al mismo tiempo con la moderna técnica de canto. Fuimos intérpretes longevos, capaces de desarrollar carreras casi hasta el final de nuestros días. Había una competencia tremenda, muchos más cantantes que teatros, pero a pesar de que la tarta ya no daba para tantos, todos veníamos con hambre de comernos el mundo, de triunfar en los más grandes teatros. Y si llegabas a formar parte de esa élite entrabas en un conjunto privilegiado de artistas internacionales que protagonizaban las producciones que han pasado la historia. Fue algo irrepetible, sin duda.

–Hace referencia a la longevidad. Es cierto, Alfredo Kraus cantó casi hasta el último día… En cambio ahora las carreras apenas duran un suspiro, los cantantes jóvenes se queman enseguida. ¿Por qué?

–Faltan buenos maestros, la clave de todo, que conozcan y sean capaces de transmitir la técnica, y muy importante, reconocer y atajar los problemas que puedan surgir en el transcurso de una carrera. Y para eso no basta con que un antiguo cantante, que poseía una buena voz, se ponga a dar clases. Es necesario conocer a fondo la pedagogía vocal y ofrecer soluciones específicas para cada caso. Quien crea que cantar es fácil, se equivoca. Además, los jóvenes de hoy no tienen interés en la historia del canto, que es esencial para prepararse. Precisamente ahora, que todo aparece en YouTube, los chicos no saben nada acerca de quiénes fueron los grandes del pasado. Ni los conocen ni los han escuchado.

–También es cierto que, antes, los cantantes y los directores musicales parecían ser los principales artífices del espectáculo operístico, y ahora ese papel preponderante parecen haberlo ocupado los directores de escena. Este cambio de roles, ¿cómo ha afectado a la ópera?

–La ópera padece en estos momentos una enfermedad que se llama «teatro de escena» o «régie-theater», por la cual los directores de escena, que a menudo no desean ni saber de qué van las obras a las que se enfrentan, supeditan todo lo que tiene que ver con la dramaturgia, los personajes e incluso los propios artistas a sus únicas ideas y caprichos. Nada debe oponerse a su creatividad, ni siquiera los títulos que están representando. Pero creo que este grave problema se irá resolviendo por un asunto esencial: no es cierto que sea una consecuencia de la pandemia, la falta de público que hoy se observa en los principales teatros de ópera, en Europa y EE UU, se debe fundamentalmente a que la gente ya está harta de experimentos fallidos, dirigidos a la provocación.

No me parece mal que en los programas actuales se incluya música de autores popularesFrancisco Araiza

–Las consecuencias también las sufren los cantantes, aunque a veces solo lo comenten en privado para no recibir represalias, ¿no es así?

–Con este tipo de producciones no hacen otra cosa que desmotivar a los propios cantantes. Un artista que debe estudiar tanto llega a trabajar a un lugar donde no se valora su preparación, imponiéndole hacer justamente lo contrario de aquello que la música prescribe. Entonces, puede que se limite a intentar salvar aquello que el compositor le ha destinado, pero hasta eso a veces resulta imposible.

–Si esa tendencia se mantiene, y el público comenzase a desertar de los teatros de una manera más clara, como por ejemplo ya está ocurriendo en el Metropolitan de Nueva York, ¿la ópera como forma artística podría desaparecer?

–Si no regresamos ya a al teatro de calidad, la pérdida de espectadores va a terminar causando problemas muy graves. Y eso sería nefasto para la cultura.

–En lo que respecta a los cantantes, hoy se les exige además que transmitan una cierta imagen. Los que tienen sobrepeso o no dan bien en pantalla lo tienen más difícil para triunfar. A veces incluso parece que la voz sea lo de menos, ¿no?

–Efectivamente, estamos en una situación en la que la imagen personal tiene un rol preponderante. El público está acostumbrado al cine, a las modelos de las redes sociales, … Y es cierto, si se trata de encarnar a un héroe romántico, lo más aconsejable es que el cantante se le pueda parecer un poco. Pero dicho esto, y siendo muy importante mantener una disciplina también en la preparación física, lo fundamental es el instrumento. Es a través de la voz como se logra entusiasmar a la gente en las grandes óperas.

–En casi todos los cantantes líricos latinoamericanos, sobre todo tenores, como es su caso, se suele apreciar un cuidado especial en el fraseo, como una dulzura o elegancia natural propia del belcanto, que quizá podría surgir del contacto con los grandes cantantes populares de su época, desde Néstor Mesta Chayres hasta Javier Solís, pasando por Jorge Negrete, Pedro Vargas o Alfredo Sadel. ¿No es así?

–Efectivamente, es así. En el caso particular de Jorge Negrete creo que inspiró a muchos cantantes que también aspiraban a tener una formación en el ámbito específico de la música clásica. Él manejaba de un modo ejemplar algo que para los cantantes es esencial, eso que se denomina «el giro» (una cuestión de técnica vocal). E incluso los maestros de canto nos proponían que lo escucháramos para llegar a comprenderlo bien. Yo lo hice y me resultó de gran utilidad.

–Citaba antes a Bach, Mozart y Schubert como una de las columnas de su repertorio. Siendo usted mexicano, ¿por qué cree que en Latinoamérica no se ha aprovechado la existencia de una literatura tan pródiga y rica, que podría abarcar desde Garcilaso hasta Neruda, Huidobro o Paz para conformar un repertorio propio en la canción de concierto, lo que en Centroeuropa se conoce como «lied»?

–Esto es muy interesante, pero no creo poseer gran autoridad para contestarle. Pienso que desde los tiempos en que ustedes, los españoles, llegaron a México se dieron muy buenas contribuciones a lo que podríamos denominar como música en español. Hay muchos testimonios en la época barroca, clásica… Y en mi país, más adelante, hemos tenido a interesantes cultivadores de algo que podría aproximarse al «lied», como las canciones que crearon Manuel Ponce y Tatá Nacho, el Tosti mexicano. En otro ámbito, el campo de la ópera estuvo siempre monopolizado, en los teatros importantes, por el gran repertorio. Por eso quizá apenas hemos tenido autores destacados en el género lírico, salvo quizá Daniel Catán, algunas de cuyas obras, como Florencia en el Amazonas, han llegado incluso a representarse recientemente en el Metropolitan de Nueva York.

Lo que nosotros mismos percibimos no es suficiente. El sonido nos llega siempre distorsionado.Francisco Araiza

–Algunos cantantes líricos empiezan a reivindicar en sus programas de conciertos a compositores como el español Manuel Alejandro, autor de canciones para artistas como Rocío Jurado o Julio Iglesias. También podría ocurrir con otros autores, como su compatriota José Alfredo Jiménez. ¿Cree que quizá ahí podría encontrarse un equivalente hispano para el más sofisticado lied?

–Lo que usted plantea no es fácil, porque al hablar del lied nos estamos refiriendo a algo que ocupa un lugar preponderante en la literatura musical universal… Componer lied representaba para los compositores de su época una suerte de prueba de fuego para sus propias capacidades de medirse, de encontrar su lugar en el mundo. Y con todo el respeto para los compositores de música popular, estos escriben en otra dimensión, en la que todo resulta quizá más claro porque no existe esa dificultad de ensamblar en una misma pieza un estilo y una dramaturgia que son muy particulares, con unas exigencias muy altas para el intérprete. Pero también le digo, no me parece mal que en los programas actuales se incluya música de autores populares, primero porque los intérpretes cantan de ese modo música de sus propias raíces, accesible y de calidad. Y además, los cantantes clásicos pueden enriquecer a través de su preparación, con sus recursos, esas mismas composiciones.

–En otras épocas no había tanta especialización como ahora. Un tenor podía llegar a interpretar casi todo del repertorio, como le ocurría a Enrico Caruso. ¿Se ha perdido algo por el camino?

–Es cierto que Caruso podía cantar una noche Elisir d’amore y la siguiente Otello. Eso era casi lo normal hasta la Segunda Guerra Mundial. Después, con el desarrollo de la técnica llegó también la especialización en todos los órdenes. Su influencia se extendió hasta el canto, había que sistematizar… Y se produjo ese encasillamiento, que en cierto modo representa una ventaja, porque como decía el gran tenor Franco Corelli «cada voz tiene un cierto número de notas». Alfredo Kraus siempre fue un modelo en ese sentido, cantaba siempre solo su repertorio y si quería probar algo distinto, lo hacía en grabaciones. De todos modos, para saber lo que es más conveniente para una voz, aparte de un buen maestro, es esencial contar con buenos consejeros, un cantante necesita un buen par de orejas, sabias y bien preparadas, porque lo que nosotros mismos percibimos no es suficiente. El sonido nos llega siempre distorsionado.

–Antes ha aludido a los maestros de canto. Usted mismo lo es, muy reconocido. Ha estado al frente de la cantera donde se forman los jóvenes cantantes de la Ópera de Zúrich, y también de la cátedra de canto de la Escuela Reina Sofía, aquí en Madrid. Pero además, creo que por su «taller» suelen pasar, a veces, cantantes ya consagrados como su compatriota Javier Camarena. ¿La formación nunca termina del todo para un cantante?

–Es cierto, suelo trabajar con cantantes que ya están desarrollando sus carreras, y que quizá se encuentren en una encrucijada y no sepan por dónde deben seguir. Cuando en estas ocasiones vienen a mí les hago un diagnóstico general, les explico lo que no está funcionando e intentamos resolverlo, siempre que escuchen y se dejen llevar. No es fácil aceptar que alguien pueda cambiarte la técnica, por eso para solucionar problemas se requiere siempre la ayuda de buenos maestros. Conmigo reciben lo que necesitan. A Camarena le conocí cuando ganó un concurso en México y le aconsejé venirse a Zúrich, al programa para jóvenes cantantes. Llegó con algunos problemas y, como es muy inteligente, pude ayudarle a superarlos. Al poco hizo una sustitución que le permitió cantar con Cecilia Bartoli y ahí ya comenzó a despuntar.

–Ahora que habla de Zúrich, su ópera ha sido un teatro modélico sobre todo cuando lo dirigía Alexander Pereira. Compitió con todas las grandes del mundo, impulsando carreras de nuevos artistas, como usted mismo, y colaborando con otros veteranos. ¿Cómo recuerda su vinculación con esta institución lírica, una de las principales en Europa?

–Definitivamente Zúrich tiene un significado primordial en mi carrera, sobre todo a partir de 1977, cuando me convertí en cantante fijo de la compañía. Desde el principio, todos los directores con los que trabajé estuvieron de acuerdo con mi plan de ir ensanchando mi repertorio poco a poco. La época de Alexander Pereira fue maravillosa porque tuvo la personalidad, la ambición, la capacidad intelectual y la visión para poner a este teatro al nivel de las grandes óperas internacionales, desarrollando las carreras de cantantes jóvenes desde su inicio. Eso sí, tuvo que enfrentarse con grandes protestas del personal del teatro porque exigía mucho trabajo extra. Fue un privilegio trabajar allí, en mi casa, que aún lo es porque sigo viviendo en la ciudad.

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