Por qué Sánchez está perdido y lo sabe
Todo lo que hace es propio de un culpable que intenta escapar usando abusivamente sus poderes en declive
Pedro Sánchez dice que todo lo que canta Aldama lo desafina, y que de esa boquita zamorana solo salen inventos: no como de la suya, que expele tratados de alta política, vanguardistas reflexiones filosóficas y cánticos humanitarios sin precedentes. Que nos lo quitan de las manos.
Pero hay algo en lo que, siquiera provisionalmente, quizá tenga razón: la palabra de un arrepentido en busca de beneficios judiciales no es la verdad revelada y no puede ser tenida, por sí sola, como una prueba de cargo definitiva.
Una máxima que se merecen incluso quienes luego no la respetan y convierten el testimonio del Villarejo de turno, cuando les conviene, en un mandato irrevocable: ya si eso es un chorizo cuando el cacareo perjudica, con la coherencia habitual de quienes asustan al personal con el cambio climático pero luego consideran un asunto doméstico su manifestación en Valencia.
Hasta que Aldama no presente pruebas, pues, su testimonio ante el juez vale lo mismo que el de Pedro Sánchez las pocas veces que se rebaja a dirigirse a la ciudadanía, siempre para mentir o presumir.
El problema de Sánchez es que, además de las delaciones autoinculpatorias de Aldama, hay una ristra de hechos consumados de las que la UCO y los jueces sabrán tirar para explorar los caminos que, como siempre, conducen a Roma.
Porque desde aquella foto de 2019 del ya presidente con el luego intermediario se produjo un milagro de difícil explicación: todo lo que necesitaba Aldama del Gobierno, el Gobierno se lo concedía, de manera directa o a través de terceros.
Aldama logró un permiso gubernamental para comercializar hidrocarburos, intermedió en el millonario rescate de Air Europa en tiempo récord, consiguió que varias comunidades y ministerios socialistas le compraran cargamentos de mascarillas a sus amigos; intermedió con Venezuela sin desmentido del Gobierno e hizo de anfitrión de Delcy Rodríguez y, de momento, aunó voluntades comerciales a favor de la cátedra de Begoña Gómez.
Todo eso no da para condenar preventivamente a nadie, pero sí para establecer una relación de causa y efecto entre los deseos de una parte y la satisfacción de los mismos por la otra, que suele engrasarse con el reparto de beneficios entre los socios, aquí pendiente de demostrar.
Un presidente no mide sus responsabilidades con el calendario procesal de un ciudadano más: los atributos y privilegios del cargo comportan también unas exigencias mayores, éticas, estéticas y públicas, aquí pisoteadas por un siniestro personaje que se queda siempre con la parte del binomio que le interesa.
Porque a estas alturas, el mismo dirigente que inició su carrera con una moción de censura infame para regenerar España, la prosiguió con el plagio de su tesis y la mantuvo con bulos contra la prensa, insidias para los jueces y mentiras para los ciudadanos, no solo no ha tenido a bien comparecer para intentar explicarse de algo.
Además ha desatado una feroz campaña de ocultamiento y represión a los contrapoderes que, bien mirado, es una confesión de culpa: solo se oculta y huye quien, en el fondo, no tiene más escapatoria que quemar la tierra bajo sus pies para salvarse. Y lo sabe.