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Sokolov hechiza al público madrileño

Sokolov hechiza al público madrileñoCésar Wonenburger

El mago Sokolov hechiza al público madrileño

El genial pianista ruso regresó a la capital con Bach, Chopin y Schumann para deslumbrar a un abarrotado auditorio en el imprescindible ciclo de la Fundación Scherzo

Los cambios no siempre son oportunos. A veces ocurre que en la observación de consabidas rutinas hallamos ese punto de equilibrio que nos permite vincularnos de un modo más natural, estrecho e íntimo con el mundo. Así sucede cuando volvemos a paladear ese instante de felicidad efímera que con algo de fortuna se repite cada cierto tiempo hasta recordarnos que la dicha, administrada en dosis justas, puede existir. E incluso hallarse ahí cerca, al alcance de la mano, por más que a menudo nos empeñemos en salir a perseguirla en ignotos parajes desoladores a los que nos convocan sugestivos cánticos de sirenas.

«Solo los artistas pueden hacer concebible la magia», proclamaba Leonard Bernstein. Grigory Sokolov es ese supremo prestidigitador capaz de reunirnos, al menos una vez al año, para regalar unas sustanciosas pizcas de alegría con idéntico ritual. A fuerza de observarlo una y otra vez, ya casi podemos hasta escuchar su respiración, cuando el paquidermo que parece encaminar sus lentos pero decididos pasos hacia la última morada del río se deja caer sobre la banqueta, justo antes de sumergirse sin más ceremonial en el marfil del teclado.

Del inagotable zurrón del concentrado nigromante irán brotando las más suculentas viandas, a veces ya olvidadas; miniaturas inadvertidas por otros a las que su honda sabiduría, destilada con paciencia de orfebre, sabe dotar de una vida nueva e inesperada, desvelando sus íntimos secretos, iluminando los pliegues menos conocidos de sus recónditas bellezas. A propósito de los programas de recitales, el gran Arthur Schnabel solía decir que «la condición más importante de un buen menú consiste en que todos los platos estén preparados por el mismo cocinero, o al menos por varios cocineros de igual calidad, que todos estén compuestos a partir de alimentos de primera clase y que el gourmet se haya concentrado en ellos con igual seriedad». Bach, Chopin y Schumann se han ofrecido aquí como supremos administradores de ambrosías a los que el pianista ruso (residente en Málaga) sirve con la ciencia del más acreditado chef a la hora de combinar condimentos y sabores.

Una primera parte dedicada a J.S. Bach

Toda la primera parte estuvo dedicada al cantor de Santo Tomás con una selección de obras que, como suele ser habitual con este genial intérprete, huyen de lo más trillado o convencional. Su curiosidad infinita, su talento a la hora de restablecer valores olvidados, sugerencias a veces insólitas por lo inusual, resultan admirables. No es habitual programar los Cuatro Duetos BWV 802-805, que aparecieron entre las piezas contenidas en el tercer volumen de su catecismo musical” (Clavier-Übung III). Con estas obras se incluyó además, justo después, la más conocida Partita II en Do menor, BMV 826. No hubo pausas ni transiciones. Sokolov se zambulló en ellas con la audaz disciplina del nadador dispuesto a culminar el arduo trayecto sin distracciones ni circunloquios.

Los talibanes prefieren escuchar esta música «al modo original», como si a estas alturas aún fuese posible replicar las mismas circunstancias en las que estas solían tocarse en vida de su autor. En una sala enorme como la sinfónica del Auditorio Nacional madrileño, y a pesar de su soberbia acústica, se requiere de la amplia sonoridad del piano para llegar al oyente en todo su magnífico esplendor. Y aunque no nos hallásemos en el ámbito estricto de una ermita, ante un clave convenientemente restaurado, nada del espíritu original se pierde por el camino. Sokolov sabe plegar sus poderosos medios impregnándolos de los más sutiles matices para cumplir con el doble objetivo que desde el inicio se impuso el compositor para todas sus creaciones: agradar al oído y satisfacer a la razón.

El pianista cumple con creces al servir ambos requisitos. Bajo la arquitectura, ora severa, siempre transparente, refulge el espíritu cantable: no en vano, Furtwängler aseguraba que Bach y Verdi eran los mayores productores de melodías de toda la historia musical. El Bach de Sokolov se ofrece a la vez sólido y flexible, enigmático y moderadamente alegre, según corresponda. Por encima de todo, resplandece siempre diáfana la estructura: cada voz perfectamente distinguible, apreciable en todos sus fluctuaciones, en su sitio, sin detenerse jamas en inútiles adornos propios de otras visiones más edulcoradas, pero aplicando con fantástico criterio sutiles gradaciones dinámicas para enriquecer la expresión. El azúcar no es imprescindible para animar la expresión, lúcida y directa, inmarcesible.

Un Chopin sin alardes, introspectivo y pleno de matices

Casi el mismo criterio se apreció durante su aproximación a la selección de mazurcas de Chopin con la que comenzó la segunda parte del acontecimiento: las cuatro del opus 30 más las tres del opus 50. Frente a las versiones caprichosas de otros intérpretes, plenas de efectos volcados hacia la galería, aquí impera el rigor expresivo, una cierta contención que casa mejor con la genuina naturaleza austera de este compositor que con la falsa imagen que algunos han trazado del mismo como un personaje frágil e intuitivo, especialmente dotado para el retrato en miniatura pero cuyo limitado talento no alcanzaba para expresarse y dar contenido a las grandes formas musicales (no componía sinfonías, ni óperas u oratorios).

Incluso en estas composiciones, con el intérprete adecuado, Chopin se revela todas las veces como un creador pleno de fantasía y recursos, capaz de evocar en formas relativamente menores la absoluta complejidad del mundo, con sus luces y sombras, sin desbordar sus límites. Sokolov las abordó con mimo desusado, como pretendiendo despojarlas de todo asomo de artificio o retórica grandilocuente, sin renunciar a los contrastes pero aplicados con inteligencia. En ese sentido resulta modélico su empleo del pedal, utilizado para colorear, con tacto y contención, sin esos abusos que a veces emborronan el sonido en aras de una expresión más volcánica que se complace en la exageración. El pianista es un cultivador del susurro, de la delicadeza que él sabe convertir en poesía íntima, sin añadirle desgarros impropios.

De Schumann se interpretan más a menudo sus Escenas infantiles pero Sokolov, cómo no, nos dirigió hacia las Escenas del bosque, que en cualquier caso no dejan de traslucir también algo de esa ingenuidad con la que los niños se lanzan a descubrir el mundo y sus cosas. Aquí el asombro o deslumbramiento lo proporciona la revelación de la naturaleza en su esencia más pura y virginal, con esa mezcla de santuario y lugar terrorífico o mágico que puede llegar a anidar en la imaginación, según el caso. A menudo que avanzan las horas, el manto nocturno puede convertir a los acogedores árboles en enigmáticos fantasmas. Cada uno de los matices posibles a la hora de retratar la angustia, la emoción, el misterio o la paz encuentran acomodo en la sutil y variada paleta del pianista, que concluye su prolongado viaje envuelto en un susurro crepuscular, justo allí donde otros hubieran aprovechado para desatar abruptas tempestades hasta levantar al público de sus asientos.

Seis propinas para un público que no dejaba de aclamarle

El artista de San Petersburgo no necesita ese tipo de reclamos para conquistar a sus huestes, que otra vez volvieron a completar prácticamente el recinto, envuelto en una nube de toses y aclamaciones sin fin. El ritual en este tercer tiempo añadido también se repite. Un par de salidas a saludar entre cada una hasta completar seis propinas: las dos correspondientes de Rameau, otras tres miniaturas chopinianas más una de Purcell.

Todo dicho con una pasmosa seguridad y una hondura como surgidos de otro mundo. Sokolov se aparece en la tierra (al menos en esta capital) una vez al año. Hay quienes preferirían disfrutar de sus sortilegios (pueden perseguirlo, está de gira por la piel de toro) más a menudo. Casi resulta mejor así, su mínima pero infalible presencia hace que añorarla constituya uno de esos contados motivos por las que vale la pena esperar.

Por cierto, el achacoso Pollini ha tenido que cancelar su próxima cita. En su ausencia viene la Argerich (con su compatriota Nelson Goerner, que hace poco estuvo con la ONE). No parece mal cambio.

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