Los 'punks', los 'góticos' y los 'grunges': la gloriosa época en que la música la tomaron los «raros»
Los Ramones, The Cure o Nirvana marcaron en los 70, los 80 y los 90, respectivamente, caminos impensables y crearon modas inimaginables
No es que la música pop o rock haya sido precisamente realizada por los «normales». Puede que el fenómeno fan lo comenzara Frank Sinatra, que era casi un delincuente juvenil. Elvis era pobre y también raro. «Antes de Elvis no había nada», dijo John Lennon. Esa nada eran perfectos caballeros cantantes que apenas se movían y entonaban canciones populares con traje y corbata. La revolución de los «raros» cambió todo eso. Johnny Cash era raro, y Jerry Lee Lewis y Buddy Holly y Roy Orbison.
No lo fueron tanto Los Beatles, esos chicos ingleses con traje como perfectos caballeros cantantes cuya diferencia era el flequillo que se agitaba cuando aullaban para hacer aullar al público ansioso por hacerlo. A los raros había que esconderlos un poco, al menos al principio. Y así vistió a los de Liverpool su astuto creador de imagen Brian Epstein. A Elvis también trataron de vestirlo. Le obligaron a salir en televisión sin mover un dedo vestido de frac para cantarle Hound Dog a un perro subido en un taburete. Pero los trajes a Elvis se le deshacían con sus movimientos como a Forrest Gump al correr los hierros en las piernas.
Desde entonces los raros triunfaron en la música gracias a Elvis, antes de quien, como dijo John Lennon, no había nada. Había que ser raro para triunfar en la música. Y cada vez más. La liberalización de la rareza se disparó incluso con Elvis, que terminó demasiado prontamente sus días vestido de astronauta/superhéroe. Los Beatles se dejaron crecer el flequillo y la barba y el mismo Lennon se puso las gafas redondas de raro que gracias a ellos ya no lo son. A finales de los 70 lo raro se dio la vuelta con el punk. Vueltas y vueltas. Golpes y golpes.
Ya nadie escondía su rareza. Los Sex Pistols gritaban con el pelo rojo. Sid Vicious, el bajista que no sabía tocar, se autolesionaba en el culmen de la moda. Era el punk (el vándalo, el gamberro) como una superación de lo raro. Los punks y sus diferentes gradaciones (los Pistols, Los Ramones, The Clash) triunfaron a finales de los 70 como un cañón cargado de metralla. Antes habían estado los mods, y de los punks, de corta vida, aunque de profunda influencia, nacieron los góticos con el pelo teñido y rizado. Eran los punks con las puntas rizadas.
Tan pálidos como Eduardo Manostijeras, representación adolescente de su autor, Tim Burton y, sobre todo, de Robert Smith, el líder de The Cure (impulsado por la normalidad estética del Ian Curtis de Joy Division que se vestía de punk o de post-punk por dentro), que sigue de gira con la misma facha eterna e inacabable cantando que los chicos no lloran. Eso fue en los 80, sobre todo, y desde los 80 todas esas imágenes y todos esos sonidos se extendieron para tocar a los Smiths, U2, REM... e inevitablemente, como en cada década, ya desde los tiempos de Sinatra (incluso antes o por el estilo estaban los bebops que hacían moverse e inspirarse a los beatniks), llegaron los 90 y tenían que llegar unos nuevos «raros».
Fueron los «grunges», el subgénero, como todos los demás, que surgió de los niños, de los adolescentes, de los escolares «grunges» (desaliñados). La música creó una moda impensable sin aquella. Rarísimos jóvenes alienados con el pelo largo y sucio que tocaban una música sucia y sin embargo limpia. Nirvana trajo la alegría de los Bay City Rollers, como dijo Kurt Cobain, con la voz ronca, rota, tan angustiada como la de Jeremy, el niño del primer éxito casi lírico de Pearl Jam. La rareza del rock. Los raros musicalmente gloriosos que conquistaron el mundo no entonces, sino desde entonces para siempre.