Dos genios en busca de un éxito español
La colaboración artística entre el principal compositor de su tiempo, Richard Strauss, y el gran escritor Stefan Zweig, se fijó en Lope de Vega, La Celestina y Calderón para crear óperas que al final nunca llegaron a ver la luz
Richard Strauss y Stefan Zweig estuvieron a punto de colaborar en una ópera española. Volviendo a la conocida correspondencia publicada entre el compositor y el escritor, en 1934 y 1935 ambos consideraron la posibilidad de crear juntos otra nueva obra lírica, después de la enriquecedora experiencia que ambos habían disfrutado mediante la elaboración conjunta, durante esa misma época, de La mujer silenciosa. Strauss estaba convencido de haber logrado hallar en el autor de El mundo de ayer a un ayudante de la categoría de Hugo von Hofmannsthal, de cuya trágica pérdida aún no se había recuperado. Pero había circunstancias adversas que conspiraban contra aquel segundo encuentro.
Como judío, Zweig no era bien visto por las autoridades nazis. El estreno de La mujer silenciosa había resultado un parto doloroso, en ese sentido. Y aunque Strauss confiaba en su influencia como gran figura cultural alemana, y el buen entendimiento con el todopoderoso Goebbels, aquella relación artística, que podía haber legado otros frutos extraordinarios, imperecederos a la historia de la música se truncó abruptamente en 1936, sin ninguna posibilidad de retomar posibles contactos.
Para Strauss, la música había muerto con Beethoven
Las penosas circunstancias de aquellos días aciagos se cuelan entre las líneas de su fluido intercambio epistolar. El escritor sugiere varias veces quedarse en la sombra, mientras propone pasarle los temas sobre los que podrían esbozarse nuevas colaboraciones a otros autores, no contaminados para el régimen. Pero Strauss, ávido de otras aventuras líricas (en una de las cartas asegura que su futuro profesional solo puede hallarse en el teatro, ya que «la música absoluta» carece de sentido desde que Beethoven estrenó su Novena sinfonía), no parece dispuesto a aceptar a otros colaboradores, confiado aún en su poder de convicción y aferrado al talento único de un narrador con la experiencia, sensibilidad y la cultura que representaba Zweig.
Dubitativo (aún más que pesimista por esos días) en lo concerniente a su propio destino personal, el escritor presentía que sus ofrecimientos de asuntos inspiradores caerían en saco roto. Aunque seguramente la posibilidad, por mínima que fuera, de volver a concebir nuevas fantasías junto al autor de El caballero de la Rosa, por el que sentía gran respeto y admiración, le animaba a continuar surtiéndole de ideas. Y entre todas, tres de ellas sobre asuntos que concernían a algunos de los pilares más sólidos de la cultura ibérica.
'La judía de Toledo', una referencia frustrada a Lope de Vega
En primer lugar, en junio de 1934, Zweig le propuso como ideal material operístico La judía de Toledo, la adaptación que el dramaturgo Franz Grillparzer, entusiasta estudioso y divulgador del barroco español, había realizado sobre la pieza homónima de Lope de Vega. Para el escritor, esta obra lo tenía todo: «lirismo y romanticismo, la dimensión trágica y, al mismo tiempo, el cruce de tres culturas, la española, la mora y la judía: es una ambientación única porque reúne todos estos elementos», escribió. Pero Zweig ya parecía darse perfecta cuenta, sobre la propia marcha, de la inoportuna audacia de su propuesta. Posiblemente, el tema no fuese del agrado de las autoridades en aquel clima de hostilidad contra toda referencia a lo judío que se respiraba en Alemania. Y así se lo advirtió él mismo a su interlocutor, que ni siquiera le respondió al respecto.
En las siguientes semanas, Strauss se ciñó a referirle las distintas vicisitudes que acompañaban al estreno de su primera colaboración conjunta. Pero cuando la suerte de La mujer sin sombra pareció definitivamente encarrilada, a inicios de 1935, el músico le solicitó de nuevo ayuda para realizar otro proyecto en común. El autor de Carta a una desconocida, con toda prudencia entonces, evitaría referirse a La judía de Toledo, pero sin abandonar el suelo español. Esta vez, le propondría fijarse en las posibilidades de «La Celestina», centrando su mayor interés en el desarrollo del personaje principal. Incluso llegó a compararlo con una de las más originales creaciones de Shakespeare, «una alcahueta de pura sangre con un insólito don de la palabra, un Falstaff femenino, exuberante y elemental».
A Zweig le fascinaba la capacidad camaleónica, la habilidad para la intriga de una mujer que ejercía como puente entre dos mundos opuestos: el noble y lírico, representado por los amantes, y el zafio, vulgar de los criados. En cambio, en cuanto tuvo ocasión de leerla, posiblemente en la versión de Richard Zoozmann, pero también en la traducción de Edward von Bülow, Strauss no se mostró tan partidario; al menos al principio. Consideraba a la Celestina un «papel brillante», pero solo eso «en una obra que es más débil aún que Las alegres comadres de Windsor».
Creía que el texto de Fernando de Rojas no era «sino una sucesión de escenas, sin duda espléndidas (especialmente las primeras, con La Celestina)». El material de partida era «valioso», pero debería crearse una trama inmediatamente interesante». Deseaba «un final feliz», y «que se evitara cualquier similitud con Romeo y Julieta, una obra mucho más sólida». Pero aún así confiaba en las posibilidades de que el genio de Zweig pudiera crear, a partir del personaje de la mujer, «una obra que tiene que ser mejor que ‘Falstaff’». En su rico material, su fértil imaginación musical se figuraba «piezas encantadoras (tríos, sextetos, …)».
El libretista se mostró entusiasmado en su respuesta, incluso con las observaciones negativas del compositor, que juzgó pertinentes («es cierto que la trama misma es muy rudimentaria, y como usted bien señala, debería reelaborarse y reforzarse»). Pero insistía en las dos primordiales fortalezas que él advertía en el texto: «el suculento personaje de la Celestina, que sería algo ‘novedoso’ en el rígido repertorio de personajes operísticos, una criatura que irradia exuberancia y júbilo en sus formas más elementales; y la segunda, el enamorado, que en su ingenuidad acaba siendo víctima de todos esos sinvergüenzas».
Sin embargo, el escritor no vio claro que él mismo pudiera ocuparse de la adaptación. Y se concedió como plazo hasta ver cómo transcurría el estreno de La mujer silenciosa, si por suerte el antisemitismo imperante no le jugaba una mala pasada. En caso contrario, volvería a ofrecerse de nuevo a servir como correa de transmisión entre el compositor y otro colega de su máxima confianza, con el que podría incluso llegar a colaborar en un discreto segundo plano.
Otro proyecto español con la figura calderoniana de Semiramís
Pasaron las semanas, centrados ambos en las vicisitudes de la puesta de largo de su ópera. Y en cierto momento Strauss le reclamó a su amigo una propuesta sobre La Celestina, aunque introdujo otro tema que en ese punto parecía interesarle aún más. Le perseguía, de algún modo. Quizá conocía del interés y la admiración que Richard Wagner mantuvo siempre por Calderón de la Barca, y tanto él mismo como su entonces colaborador literario, Hugo von Hofmannsthal, habían considerado en otra época llevar a la escena lírica La hija del aire, del mismo autor de La vida es sueño. «No consigo quitarme de la cabeza la idea de ‘Semiramís’. Me fascinan desde el título hasta ‘los jardines colgantes’ (le ruego que no se ría de mí)».
En La hija del aire (1653), Calderón se centra en una figura tan fascinante como controvertida, Semiramís, reina de Asiria y fundadora de Babilonia. La Sammuramat que, según las leyendas griegas, sucedió a su esposo, el rey Ninus de Asiria, como gobernante durante cuarenta y dos años sirvió al escritor como inspiración para un drama histórico con elementos de tragedia mitológica que aún hoy mantiene su absoluta vigencia. No habría más que leer la prensa libre de nuestros días para hallar inmediatamente parecidos razonables entre varios líderes políticos, bien conocidos, con la figura de la temible guerrera que procura a toda costa mantenerse en el poder mediante su astucia, anteponiendo los intereses personales al bien general.
A lo largo de su obra, Calderón ofrece un catálogo de todas las versiones posibles del mal gobierno, desde la tiranía hasta el populismo. «La mujer diabólica como estadista y general está ausente en mi repertorio de personajes femeninos», proclamaba un entusiasta Strauss en una de sus misivas. Aunque se le escapaba lo esencial. «¿Qué aspectos del problema de Semiramís pueden ser relevantes para el pensamiento de nuestros contemporáneos?», se preguntaba. Y sin embargo sabía reconocer en la obra, que Goethe tenía en alta estima, «cosas profundas y grandiosas», hasta el punto de juzgarla digna de un Shakespeare. Lo que le serviría para azuzar a Zweig: «¿No le gustaría ser ese Shakespeare? Yo soy incapaz, solo podría escribir la música».
El escritor se tomaría su tiempo, simplemente para asegurarse de estudiar a fondo la obra de Calderón, aunque ya conocía la «Semiramide» que había concebido Gioacchino Rossini, de la que alababa «algunas escenas impresionantes, y también el ímpetu de la obertura». Más allá de cualquier reflexión sobre el ejercicio del poder, Zweig situaba por encima lo que el material calderoniano pensaba que podía ofrecer de atractivo para el más grande músico alemán de su tiempo: «el gran personaje, la poderosa pasión, la atmósfera heroica, el colorido del exotismo, todo ello casa con la fuerza embriagadora de su música».
El compositor soñaba con una nueva Salomé o Electra
Sin embargo, en sus cartas posteriores pueden percibirse dos cosas: que el escritor no parecía compartir del todo la idea que Strauss tenía sobre el final de la ópera, el mismo que había fijado Calderón. El libretista, pensando en el público de su época, deseaba poder redimir de alguna manera a aquella mujer violenta, cuya ambición no conocía más límites que su propia crueldad. De lo contrario, jamás suscitaría no ya la simpatía, ni siquiera el interés de los espectadores, que nunca se sentirían concernidos por un personaje en esencia diabólico, sin posibilidad de enmienda. Por eso, Zweig aspiraba a otorgarle una cierta dimensión entre espiritual y heroica que, en cambio, el compositor nunca consideró imprescindible; es más, seguramente al creador de Salomé y Electra le inspiraba ese trasfondo tan perturbador como siniestro, envuelto en evidentes capas de erotismo.
Fuese verdad o no (que a la postre lo sería), a medida que la brecha entre los criterios artísticos de ambos creadores parecía no cerrarse, el escritor se valió de los obstáculos que las autoridades nazis oponían a su quehacer profesional, como de sus propias creencias (en cierto modo renegaba del colaboracionismo), para librarse del encargo. Propuso a Strauss que de Semiramís se ocupase un amigo suyo, que además ya había escrito para él los libretos de Dafne y El amor de Dánae, Joseph Gregor.
El compositor aceptó la solución muy a regañadientes, solo para repudiar, más tarde, lo que el menos dotado Gregor había logrado concebir para su ansiada Semiramís calderoniana. Entonces el diálogo de sordos se volvió imposible, con Strauss reclamándole a Zweig una mayor implicación, incluso una versión de La Celestina si fuese menester en contraprestación, y su colaborador excusándose por las trabas de los nazis que le impedían trabajar, sin que el músico repararse sobre las justas causas del abandono: en ese punto, parece claro que lo único que le interesaba ya era poder contar con el intelecto y la sensibilidad del autor.
El músico le reprocha al escritor su «testarudez judía»
En junio de 1935, Strauss escribió a su amigo: «¡Esa testarudez judía, es como para hacerse antisemita! ¡Cuánto orgullo de raza y solidaridad! ¿Acaso cree usted que alguna vez cualquiera de mis actos los ha guiado la idea de que soy germano (quizá, ‘qui les sait’)? ¿Cree usted que Mozart componía conscientemente como ‘ario’? Para mí solo hay dos categorías de personas: las que tienen talento y las que no lo tienen, y el pueblo solo existe en el momento en que se transforma en público. Me da igual que sean chinos, bávaros, neozelandeses o berlineses, con tal de que hayan pagado la entrada. ¡Por favor, deje de atormentarme con el bueno de Gregor!»
Después del lógico desencuentro, la comunicación entre ambos se retomaría durante algún tiempo, incluso se exploraron otras posibles colaboraciones, un par de comedias ligeras, pero ninguna llegaría a buen puerto. Y por supuesto, nos quedamos sin La Celestina ni Semiramís. En una de sus lejanas comunicaciones, Stefan Zweig le había advertido a Richard Strauss que a su obra le faltaba alguna conexión española, lo que redunda en la máxima consideración que uno de los más extraordinarios escritores e intelectuales europeos del siglo XX tenía acerca del peso de nuestra cultura en la civilización occidental.
Lástima que ninguna de estas colaboraciones terminara de concretarse. Desde luego, la época no era la más propicia, emborronándolo todo, incluso esas amistades o relaciones próximas que, como sugiere Bacon (el pintor británico), «nacen y se deshilachan». Pero aún así, como alguna vez llegó a sugerir el propio Strauss durante aquellos años turbulentos, el producto de sus desvelos creativos podía haberse guardado celosamente en una caja fuerte, a la espera quizá de un porvenir mejor. Lo de los egos personales ya tenía más difícil acomodo.