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Historias de la músicaCésar Wonenburger

El pianista que reunía a multitudes antes que Taylor Swift

Claudio Arrau, uno de los más grandes pianistas del siglo XX, hizo historia en Buenos Aires al congregar a 25.000 personas durante un concierto que, aún en la distancia, podría competir con las grandes aglomeraciones de hoy

El pianista Claudio Arrau

Mucho antes de que Taylor Swift, la nueva amazona del pop de usar y tirar, o Luis Miguel, una voz privilegiada al servicio de un repertorio de saldo, llenasen estadios, existió un pianista capaz de hechizar a multitudes con el único reclamo de su portentoso talento, esa manera sutil de llegar a lo más íntimo de cada pieza susurrándole al teclado, sin vulnerarlo, al servicio de sus adorados Liszt, Chopin, Brahms o Debussy. Se llamaba Claudio Arrau León, era chileno, aunque también podía pensar en alemán e inglés, según el momento, y en 1946 llegó a convocar a 25.000 fieles en el Luna Park de la ciudad de Buenos Aires para escuchar su interpretación del Emperador de Beethoven (el más concurrido en la historia de esa ciudad). Y sin rastro de purpurina.

Cuando Arrau, nacido en 1903, en Chillán, la tierra de otro paisano colosal, el tenor Ramón Vinay, se presentó ante aquella marea porteña, ya era un intérprete consagrado con muchas horas de banqueta. Su primer recital en público lo dio con cinco años, y a partir de entonces ya no dejaría de tocar y tocar al reclamo de audiencias de todo el mundo, en los más prestigioso auditorios, con las mejores orquestas y directores. No sin tener que asumir por el camino ciertos pesares, incertidumbres y sacrificios que, sobre todo al inicio, afrontó con la ayuda de la madre, su primera profesora.

Orígenes franceses y españoles, relacionados con Ponce de León

El progenitor, un oftalmólogo de buena familia, con orígenes franceses, había fallecido joven: su afición a la jarana y a las otras mujeres no le habían permitido ahorrar. Así que cuando el congreso chileno, consciente de que aquel infantil prodigio precisaba de la mejor formación posible para alcanzar su máximo potencial, le concedió una beca, la señora, probable descendiente de Ponce de León, el descubridor de Florida, puso en venta los restos del naufragio para acompañarle hasta Berlín. Y de ahí hasta al altar, solo se lo cedería a la esposa.

En Alemania, la ausente figura paterna, en cierto modo, la ocupó Martin Krause, su mentor musical, y algo más. Antiguo alumno de Franz Listz, aún vivió cinco años para transmitirle parte de su legado artístico y humanista, que intentó exprimir al máximo para que surtiera rápido efecto. Quizá consciente de que no le quedaba mucho tiempo, y que entre sus manos había caído un extraño diamante por pulir, aceleró el paso todo lo que pudo, lo que no resultó lo más beneficioso para un niño que precisaba tiempo para digerir todo aquel torrente de enseñanzas. Aturdido por emociones desconocidas, en un medio en cierto modo hostil: nuevo país, ajeno a la calidez del paisaje y las suaves maneras de las gentes de su patria americana, con un idioma complicado (su madre nunca llegó a aprenderlo) y unos recursos menguantes, que apenas daban para asegurar su educación, aquel nivel extremo de exigencia haría mella en su salud mental.

«La valquiria del piano», una diosa venezolana, su mayor ídolo

Krause no se solo se ocupaba de su preparación, siete u ocho horas diarias para un niño de diez años, sino que supervisaba sus comidas porque pensaba que no tenía suficiente fortaleza y salía a dar paseos con él. No debía resultar una persona fácil; cuando consideraba que alguna de sus alumnas no daba la talla, invariablemente solía soltarle: «señorita, mejor haría usted en casarse». Claro que nunca tuvo como pupila a Teresa Carreño, «la valquiria del piano».

Carreño era el ídolo de Arrau. Aquella aura de mujer hermosa, pétrea y arrojada (sobre el piano de su casa tenía una pistola siempre cargada por si a alguno de sus hijos, previamente amenazados, se le ocurría molestarle mientras estudiaba), poseedora de un sonido que podía llenar sin problemas una amplia sala como la Philarmonie de Berlín, exhibía «una dignidad regia, un orgullo aristocrático» que, siempre según su más rendido admirador, aunaba el «sentimiento latinoamericano con la preparación germana». Una mezcla casi ideal que en cierto sentido también habría de heredar el devoto de la «diosa» venezolana, cuyo nombre aún otorga lustre al principal teatro caraqueño.

Su guía intelectual le dejó pronto, como su padre (tenía un año cuando aquel divertido tarambana murió en un accidente), y eso seguramente forjó una huella indeleble en su carácter. El fallecimiento de Krause sumió al incipiente pianista en el desconcierto, que superó en parte gracias a su férrea voluntad de triunfo, redoblada por la necesidad, y la ayuda profesional. Hoy cualquier joven acude ya al psicólogo como quien va al cine, pero en su momento la decisión de Arrau de buscar ayuda profesional para sus carencias, temores y fragilidades debió de suponer una decisión, como poco, audaz.

Un artículo sobre el psicoanálisis en una revista musical

Seguidor de las teorías de Carl Jung, el artista incluso escribió un interesantísimo artículo, en 1967, en las páginas de la revista musical High Fidelity, en el que animaba a considerar el psicoanálisis, y el arte de la danza, como partes esenciales del programa educativo de cualquier escuela de música. Ahí relata cómo, tras la perdida de su maestro, se enfrentó al periodo más complejo y sombrío de su vida, y la manera en la que su analista, el doctor Hubert Abrahamsohn, le ayudó a superarlo. «Pasar de la divina inocencia de la seguridad inconsciente a la joven adultez de la consciente responsabilidad supone un acto de supremo coraje y heroísmo. Para el joven artista, representa uno de los periodos más difíciles de su vida».

Arrau de niño

Alguno seguramente se pondrá a retozar entre la hojarasca de sus afirmaciones más polémicas estos días, como cuando asegura algo tan lógico como que «la psicología de la mujer difiere de la del hombre tanto como su sexo», pero sus conclusiones arrojan una luz muy oportuna sobre algunos de los conceptos que, por ejemplo, Santiago Ramón y Cajal ya esbozaba en su interesante conferencia, «La psicología de los artistas». «Es el hallazgo de un modus vivendi con el conflicto y el sufrimiento -de como lidiar con ellos y vivir con ellos- lo que importa. Para el artista las tensiones y los handicaps, una vez comprendidos, conquistados o sublimados, son importantes y precisan ser eliminados, porque son estas tensiones las que otorgan al proceso creativo su intensidad y constituyen una fuente vital de poder creativo», sostiene Arrau.

Durante su tiempo libre, que no debía representar mucho (además de los conciertos, el estudio, sus visitas a la ópera y los museos, consideraba que debían consagrarse, al menos, tres horas diarias a la lectura), Claudio Arrau fue un impenitente, a la vez que elegante, bailarín. Le encantaban los saraos, los tangos y las películas de John Travolta. De hecho, situaba a Fiebre del Sábado noche por encima de Grease, al considerar que en esta no se había sacado suficiente partido de las habilidades del actor norteamericano para las coreografías. Por eso, no sorprende su afirmación según la cual debería promoverse entre los artistas de cualquier disciplina «la danza moderna por el uso de sus liberadores y expresivos movimientos en la expulsión de bloques de tensión psicofisiológica e inhibiciones y para la mayor conciencia y proyección del sentimiento».

El piano concebido como danza y ópera al mismo tiempo

El fallecido sir Colin Davis, junto al que llegó a grabar, quizá, su mejor lectura del «Concierto número cinco», el Emperador, de Beethoven (del que ha sido su mejor intérprete, nunca superado), afirmó en una entrevista que su manera de aproximarse al teclado, con «sus manos como largas garras, no acero», le permitía extraer del instrumento sonoridades únicas. Y lo relacionaba con la teoría del mismo Arrau, según la cual «se toca el piano con todo el cuerpo», como al bailar. El director británico también valoraba en él la manera en la que hacía cantar al piano con un sentido operístico, «a imitación de la voz humana, lo que se encuentra detrás de toda la música».

Artista curioso y reflexivo, que podía sumergirse entre las mil páginas de los Pickwick Papers dickensianos únicamente para desentrañar la esencia de una pieza de tres minutos, el Homenaje a S. Pickwick contenido en uno de los célebres Preludios de Claude Debussy, el pianista nos legó, junto a sus numerosas grabaciones, el testimonio indeleble de una vida dedicada a perseguir la sombras ocultas, el significado ignoto de las grandes creaciones humanas. Sobre todo en su etapa de mayor esplendor introspectivo, sus lecturas adquieren una pátina sobria y luminosa, trascendente, que les aportan mayor profundidad. Solía decir que en el segundo tramo de una vida inteligente, fructífera, bien delineada, debía cobrar especial énfasis el cultivo del interior, superada ya la coquetería.

Nada más ridículo que un viejo ocupado en exhibir pretéritas pompas con necio engreimiento. Para él la conquista de la madurez consistía precisamente en «dejar atrás toda vanidad que pueda conducir a la fusión final con el Todo». Por eso conviene rastrear entre sus lecturas de la Sonata Dante de Listz, o en los mismos preludios de Debussy, al Arrau que, desdeñando las arquitecturas muy elaboradas, los juegos florales, se concentra en lo esencial: la pureza, la claridad, la hondura alcanzadas a partir de unas pocas notas, «la religiosidad, el éxtasis, del exaltado Listz (…) porque la expresión musical es menos egocéntrica cuando resulta menos difusa».

La reconciliación con su país, más allá de la política

En ese último tramo de su recorrido, Arrau hizo las paces con su país. En realidad, nunca se había peleado con sus compatriotas, que además le dedicaron, casi desde el principio, un buen puñado de homenajes en forma de calles y doctorados … Pero como poseía la ciudadanía estadounidense, este admirador de John F. Kennedy, durante un tiempo, renunció a su propia nacionalidad como protesta por la ausencia de democracia en época de Pinochet. Aún así, en los 80 regresó a Chile para recibir varios tributos cívicos y reencontrarse con amistades, familiares y una legión de admiradores, cuando aún vivía el general.

Claudio Arrau en 1929

La magnitud de los tributos dispuestos, el fervor de la gente de toda condición, que se le acercaba para saludarlo orgullosamente como a un prócer o humildemente como a una divinidad, sirvió a algunos para plantear una solapada protesta contra el régimen. En cambio, la oficialidad no opuso ninguna resistencia a los actos programados, como aquel concierto con el Emperador en el Teatro Municipal de Santiago, un evento excepcional casi con la consideración de una gran celebración nacional, al nivel de las grandes gestas deportivas, y retransmitido por las televisiones.

Cerca de Nueva York tenía su vivienda, en Estados Unidos había ofrecido miles de conciertos, labrándose buena parte de su sólida reputación y merecida fortuna, compartiendo breves momentos de dicha con gente como Leonard Bernstein y su esposa, Felicia Montealegre, a los que él mismo había presentado durante una fiesta en su domicilio… Pero su verdadero hogar nunca había dejado de ser Chile, al menos así volverían a demostrárselo sus compatriotas en la hora definitiva. Sus exequias parecían extraídas de un relato de García Márquez, aunque José Donoso también podría haberlas dotado, en caso de glosarlas como se merecían, de una mezcla de emoción, lirismo, fantasía y verdad.

Arrau había planeado pacientemente su retorno a la también amada Europa. Cerca de Viena, en el Museo Brahms de Mürzzuschlag, estaba previsto que diera su primer recital en dos años. Durante esos días, el barítono Dietrich Fischer-Dieskau tenía que entregarle la Medalla de Oro de la Real Sociedad Filarmónica de Londres. Pero el 9 de junio de 1991, a los 88 años, el artista falleció sin poder cumplir sus últimos compromisos. Cinco días más tarde, la Catedral de Santiago de Chile acogió su funeral, donde se escuchó el Réquiem de Mozart.

Una despedida digna de la prosa fantástica de García Márquez

A la mañana siguiente, estaba previsto el traslado de su cuerpo, en un vehículo escoltado, desde la capital hasta Chillán. El trayecto de unos 300 kilométros estuvo sembrado de una multitud reverente que ni siquiera se arredró frente a las fuertes lluvias. Los niños arrojaban flores a su paso, los campesinos de las poblaciones próximas agachaban las humildes cabezas desprovistas de sus sombreros, mientras el sonido de las sirenas de las fábricas distantes se colaba entre el rugido de las motos que encabezaban la comitiva.

Al llegar la caravana, prácticamente toda la población de la ciudad, unas 150.000 personas, aguardaba ya en la calle, mientras al unísono, desde los balcones de cada casa, se hacían sonar sus inmortales grabaciones de los Nocturnos de Chopin. Habría que remontarse al entierro de Giuseppe Verdi, en Milán, o a los cortejos fúnebres de los compositores José Serrano y Jacinto Guerrero, en Madrid, con las calles de la capital atestadas de gente, para alcanzar a figurarse si quiera algo parecido. Qué tiempos, cuando las grandes naciones aún sabían honrar a sus principales hijos, los de verdad.