Plácido Domingo cosecha ovaciones en Madrid, aunque no cante
El público que asistió a Doña Francisquita esta semana, en el Teatro de la Zarzuela, dedicó una espontánea, larga y emotiva ovación al tenor, que continúa recibiendo homenajes fuera de España, cuando descubrió su presencia entre el público
En algún momento de la espera para el comienzo de Doña Francisquita, el pasado miércoles en el Teatro de la Zarzuela, el público se percató de la presencia de Plácido Domingo en la misma sala donde la autoridad no le permite actuar o despedirse, con justo homenaje, de sus seguidores. Junto a su mujer, Marta, y un matrimonio amigo, el tenor se disponía a seguir la obra maestra de Amadeo Vives sentado curiosamente en el mismo palco de la dirección del coliseo madrileño: «nobleza obliga…», no le dejan cantar allí, pero sí ocupar los asientos reservados para los propios responsables del coliseo.
En cuanto los asistentes tomaron nota de la visita, estalló el homenaje popular: primero unos tibios aplausos, que poco a poco fueron cobrando fuerza a medida que la gente comprendía el motivo de aquel espontáneo alborozo, hasta convertirse en una interminable ovación. Tan cerrada, tan prolongada que el propio cantante tuvo que ponerse en pie y pedir por favor, moviendo sus brazos, que cesaran las aclamaciones en ese punto. De otro modo peligraba el inicio de la función, que ya iba con cierto retraso.
La admiración popular
Algunos se maliciaban de que podía ocurrir como en la Ópera de Viena, donde en cierta ocasión, Domingo recibió media hora de aplausos ininterrumpidos al término de una de sus actuaciones. Y así habría ocurrido seguramente esta vez, pero aquí sin haber cantado ni una sola nota, si el propio interesado no se hubiese ocupado él mismo de zanjar los vítores. Si el poder político no lo entiende y persiste en sostener una condena pública por delitos desconocidos que no ha sancionado ningún tribunal, la respuesta anónima de la calle parece clara, dispuesta a reiterarle la admiración popular a uno de los principales artistas españoles del último siglo.
A pesar de que la caprichosa, confusa, a ratos ininteligible puesta en escena del director de escena Lluís Pasqual cercena los diálogos (inspirados en La discreta enamorada de Lope de Vega), obligando a los espectadores que no conocen la obra a echar mano del libreto para así poder entender algo, si quiera, de lo que ocurre sobre el escenario, la representación de Doña Francisquita comenzó con aplausos desde las primeras intervenciones de los cantantes. La fuerza, la variedad, la enjundia de la música del compositor catalán («me propuse solamente agradar, interesar y conmover») puede, una vez más, como suele ocurrir en estos malhadados y cada vez más frecuentes casos, con todo.
Pero ni siquiera la reiteración de conocidas seguidillas, pasacalles, fandangos, tangos o mazurcas con sus romanzas, dúos, coros y escenas danzables impidieron que los asistentes olvidasen en ningún momento al huésped distinguido que ese día había decidido seguir la obra sentado discretamente, desde los asientos posteriores de su emplazamiento. A poco que se encendía la luz de la sala, con cada nuevo entreacto, aquello se convertía en una suerte de desfile, un interminable besamanos en el que, por cierto, la presencia femenina fue mayoritaria. El público se abría paso entre las butacas peregrinando hasta el lugar mismo en el que se encontraba situado el artista para reiterarle su apoyo, solicitarle fotos y autógrafos, entre sonrisas y gestos cómplices, cariñosos y a veces resignados, como si le dijeran: «son los tiempos… ya pasarán». Sí, pero para cuando, el año próximo, se celebren 55 años del debut en el teatro de su querida ciudad, el tenor de los milagros (puede que también de este) ya habrá soplado 84 velas.
La «Francisquista» en el patio de butacas
La cola ante el palco, en algunos momentos, parecía el Metro en hora punta. Y hasta alguno de los bedeles del coliseo se sumó a la fiesta prestándose felizmente a realizar las fotos con los móviles de los interesados en retratarse junto a su ídolo: el protagonista accedía solícito y complacido a todas las peticiones, siempre con una sonrisa amable. El ambiente del momento, natural, espontáneo, relajado confería a la escena algo del tono de comedia lírica con el que Vives tituló su «Francisquita»: su espléndido homenaje a los bulliciosos, alegres, encantadores habitantes de Madrid se había traslado por un momento al patio de butacas, transformado en improvisada verbena.
Solo que aquí parecían los propios madrileños quienes le rendían tributo a uno de sus conciudadanos más ilustres, como pocas semanas antes ya le había ocurrido en Salzburgo. En la cuna de Mozart, el festival más prestigioso del mundo acaba de ofrecerle una gala lírica para conmemorar el medio siglo de su debut allí. El artista les cantó zarzuela, entre otras cosas, como ha hecho estos días, y siempre, también, en Uruguay, Tokio y Baden-Baden. Porque el único sitio donde le impiden cantar, en estos momentos, son los teatros públicos de su propia tierra, y en los de Estados Unidos: pero allí bastante tienen ya con su propia comedia, o tragedia shakespeariana (los locos parecen guiar a los ciegos), como acabamos de apreciar en el primer debate presidencial donde un fanfarrón ha vapuleado a un anciano incapacitado, que apenas es capaz de recordar ya el nombre de sus nietos, destinados, uno de los dos, a liderar la primera potencia internacional (con permiso de la peligrosa China, que está dando todos los pasos para reemplazarla en breve tiempo) durante los próximos cuatro años.
A las pocas horas de este acontecimiento, un nostálgico Domingo colgaba en sus redes sociales imágenes de un paseo por la ciudad, el mismo día de su debut en el Teatro de la Zarzuela, con una «Gioconda» junto a la gran soprano gallega Ángeles Gulín (cuya hija acaba de triunfar ahora, como Medea, en la inauguración del Festival de Mérida). A estas célebres funciones de 1970, le seguirían 21 intervenciones en otras tantas producciones de las óperas que el coliseo de la Jovellanos albergó hasta 1995, mientras el Real permanecía cerrado. El cantante encontraba siempre un hueco en su repleta agenda de requerimientos en los mejores escenarios internacionales para actuar en su ciudad. Y hay quien incluso sostiene que su entrega durante esas ocasiones era siempre mayor, más cálida y esforzada, empleándose al máximo de sus posibilidades, como si reservara para los de casa lo mejor de su cosecha.
El público le dispensa el tributo sincero que le niegan las autoridades, mientras los responsables de los teatros se escabullen mirando hacia otro lado
En la temporada de 2020, estaba previsto que al cumplirse medio siglo de aquel debut, la Zarzuela programase varias funciones de Luisa Fernanda, su favorita, como homenaje. No pudo ser porque el ministerio de Cultura se opuso entonces, prohibiéndole actuar en sus teatros, sin ningún motivo más allá de unas acusaciones que nunca se han probado. En 2025 hay una nueva oportunidad de resarcirle por aquel desaire, al conmemorarse, esta vez, los 55 años de su primera aparición madrileña.
Pero la programación del Teatro de la Zarzuela se ha presentado ya y no hay rastro, entre sus espectáculos, de ese posible acontecimiento: la felonía se ha impuesto de nuevo mientras sus seguidores aguardan quizá, pacientemente, que un cambio de gobierno, y de funcionarios, les permita algún día, no muy lejano, ovacionar a Domingo sobre las tablas, como se merece, y no medio oculto en un palco.
Mientras, el artista seguirá acudiendo, siempre que se encuentre en Madrid, a los espectáculos donde actúan muchos de los cantantes cuyas carreras él mismo impulsó, en los mismos lugares que con su propia leyenda contribuyó a hacer aún más grandes. Y seguramente en más de una ocasión, el público, a poco que advierta su presencia, volverá a dispensarle la cálida acogida, el tributo sincero que le niegan las autoridades, mientras los responsables de los teatros se escabullen mirando hacia otro lado, o le confiesan al oído que son sus jefes, que por ellos nada de esto estaría ocurriéndole. Una pena.