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César Wonenburger
César Wonenburger

El mago Currentzis lleva el delirio al público de La Filarmónica en el acontecimiento musical del año

El director griego, Teodor Currentzis, y su orquesta, Musica Eterna, ofrecen, en Madrid, una versión inalcanzable de la Quinta sinfonía de Shostakovich, enriquecida con propinas de Prokofiev y Mahler

Actualizada 09:40

El director griego, Teodor Currentzis, y su orquesta, Musica Eterna, en el Auditorio Nacional

El director griego, Teodor Currentzis, y su orquesta, Musica Eterna, en el Auditorio NacionalTwitter: @lafilarmonicaLF

La música necesita hoy quizá como nunca de talentos extraordinarios como Teodor Currentzis. El director ha vuelto a demostrarlo en la cita inaugural de La Filarmónica, que se ha consolidado ya como uno de los ciclos imprescindibles en España.

El de este martes ha sido quizá «el concierto del año», lo cual es mucho decir teniendo en cuenta la riqueza y calidad de la amplia oferta musical madrileña. Pero resultó así, pocas veces se alcanza tal nivel de compenetración entre orquesta, director y oyentes.

De ese modo lo certificaron las ruidosas ovaciones del público al final del acto. Parecíamos estar asistiendo a la final de la Champions, conquistada por el equipo local, con los miembros del conjunto abrazándose entre ellos como si hubieran alcanzado tal hazaña deportiva; chocando sus manos en alto, repartiendo sonrisas y besos por doquier mientras los asistentes rugían, puestos en pie, aclamándolos desde sus respectivos sectores como héroes ante el resultado final de la última proeza colectiva.

Aplausos del público en medio de la sinfonía

Al concluir el primer tiempo de la Quinta de Shostakovich, algunos de esos espectadores presentes ya se lanzaron a aplaudir. Sus muestras de júbilo fueron acalladas inmediatamente por los siseos recriminatorios de los entendidos, que no admiten este tipo de concesiones extemporáneas: hay que guardar las formas.

Más allá de que a veces resulte difícil contenerse ante la caudalosa exhibición de emociones que parecen surgir espontáneamente del escenario (en un mundo que, cada vez más, carece de ellas), este tipo de manifestaciones revelan cosas interesantes: hay otro público, quizá aun no familiarizado con los a veces rígidos protocolos de las salas de conciertos, pero al que es absolutamente preciso atraer para que se produzca el preciso relevo. Y Currentzis es uno de los escasos demiurgos capaces de propiciar ahora mismo ese entusiasmo contagioso generador de afición.

¿Será la apariencia del director griego, como salido de un filme de Tim Burton, o su aire lúgubre a lo Severus Snape, el mago de sangre mestiza que aparece en Harry Potter, con esa tez nívea sobre la que sobresale el estudiado flequillo de carbón, lo que convierte a Currentzis en un personaje más cercano que alguno de sus colegas y sus reconocibles uniformes de pingüino?

¿O es esa manera expresiva de dibujar la música a través de todo su cuerpo, un poco a la manera de Leonard Bernstein, pero aún más volcado al exterior si cabe, exagerando el anuncio de cada entrada, aquello que hace de él una suerte de chamán que hechiza a los oyentes con ese abundante catálogo gestual que parece traducirse en sonidos nunca antes escuchados? A veces se olvida que el elemento visual también cuenta mucho a la ahora de percibir la música, como saben los vendedores de espejos que surten a tantos jóvenes aspirantes a dirigir.

Un patrocinio polémico, relacionado con Putin

A las polémicas sobre su peculiar estilo, Currentzis ha añadido últimamente la que tiene que ver con el hecho de que la orquesta que él mismo creó durante sus productivos años siberianos, Musica Aeterna, cuente o haya contado con el patrocinio de Gazprom para convertirla en una suerte de embajadora artística de la presente Rusia.

¿Vamos a renunciar, los clientes de la empresa energética manejada por Putin, a escuchar las grandes obras de los compositores de ese país? Sería igual de estúpido que quienes pretenden «cancelar» a Tolstoi o a Dostoievski por sus supuestas ideas imperialistas.

Currentzis eligió esta vez un programa íntimamente conectado con las raíces del país que desde sus tiempos de estudiante le acogió, abriéndole inmediatamente las puertas a su precoz talento de algunas de sus más relevantes instituciones culturales, como la destacada Ópera de Novosibisrk.

Para empezar Verdi, sí, pero el Verdi de La forza del destino en la versión original que compuso para estrenarse en San Petersburgo (y que Gergiev grabó en su día en un interesante registro con el tenor Gregorian, padre de la estupenda Asmik), con algunas particularidades, por ejemplo, en la obertura.

El maestro griego eligió iniciar el concierto precisamente con esta pieza que suele ofrecerse, a menudo en solitario, para subrayar su brillantez.

El brío requerido, ese fuego creciente que la impulsa desde sus iniciales, amenazadores acordes, obtuvo una rutilante respuesta orquestal, no exenta del gusto de Currentzis por los extremos, esas dinámicas que surgen desde el más delicado «pianissimo», recogido hasta lo imperceptible, para luego desembocar en esa suerte de Apocalipsis que suele desatar durante esos «fortes» convertidos en «fortsissimos», rotundos, bien cargados de decibelios, con los que parece poner a prueba la acústica de cualquier sala. Primeras muestras de entusiasmo.

Un Chaicovski sobrado de dulce, algo amanerado

Luego ya vendría Chaicovski a calmar las aguas, con unas Variaciones Rococó en las que Currentzis, ahora secundado por el sonido transparente, algo justo de aliento de la italiana Miriam Prandi, pareció deleitarse en extraer de su morral con las pócimas esa otra capacidad suya para subrayar los contornos más delicados de músicas más dulces, aunque aquí se excediera un poco con el azúcar.

Les salieron unas Variaciones acarameladas de más, amaneradas, con el director convertido en una suerte de bailarín de la corte de Luis XIV, más preocupado por la forma, el trazo esmerado, demasiado fino, de cada frase, expuesta con delectación, que por el contenido de la obra.

La solista cosechó grandes aplausos que dieron lugar a una propina del compositor letón Peteris Vasks, interpretada con mucho sentimiento (sumó su propia voz en una cantilena apenas perceptible) como homenaje a su profesor, el recientemente fallecido Antonio Meneses, aquel chelista brasileño cuya carrera se encargó de impulsar Karajan en los primeros 80.

Pero lo que definitivamente convirtió esta cita musical en la más relevante en lo que va de año vendría después del descanso, con la deslumbrante interpretación que orquesta y maestro sirvieron de la Quinta de Shostakovich, un compositor que encarna como pocos las asperezas y contradicciones del siglo XX, en gran medida dominado por los totalitarismos de distinto signo.

El compositor ruso vivió su particular infierno personal, sobre todo durante la época estalinista, en la que las autoridades (espoleadas por el propio dictador, o las interpretaciones sobre sus gustos) se encargaron de amargarle la existencia con las constantes advertencias, señalamientos y desprecios dirigidos hacia él y su obra.

Shostakovich simplemente deseaba crear de acuerdo con sus apetencias personales, sin tener que someterse a esas consignas que aseguraban que toda manifestación artística debía reflejar fielmente la propia naturaleza de la revolución, la alegría del pueblo ruso ante su nueva realidad.

Una sinfonía para congraciarse con el poder

Preocupado por los comentarios negativos que habían suscitado sus obras anteriores, como la ópera Lady Macbeth de Mtsensk, propuso en su nueva sinfonía una supuesta rectificación contra lo que consideraba «una crítica justa».

Pero a partir de una mayor depuración de las formas, más puras y nítidas, en el fondo de su Quinta sinfonía continúa latiendo la desesperanza, el desencanto, el terror y una cierta rebeldía embridada en las características externas de un cierto clasicismo.

Envueltas en referencias a la fiereza eslava de un Mussorgsky, el pathos que alimenta las grandes creaciones de Chaicovski con sus enfáticos finales y el sarcasmo exuberante de un Mahler, Shostakovich hace aflorar su íntimo drama personal.

Abrumadas quizá por el éxito que entre los primeros oyentes cosechó la obra, y supuestamente convencidas de los esfuerzos de arrepentimiento sincero del compositor, las autoridades concedieron su beneplácito con un oxímoron al alegar que la sinfonía transmitía un «dramatismo optimista», una majadería que no comprometía a nada y dejaba a todos contentos.

El gran admirador de los perfumes que es Currentzis, que aquí sí dispuso que violines y violas tocaran de pie (haciendo levantarse de sus asientos a los metales durante sus intervenciones más destacadas), como suele ser habitual en sus interpretaciones, destapó en esta partitura el tarro de sus más preciadas esencias para servir una versión auténticamente colosal.

El fulgor orquestal logrado puede ser difícilmente equiparable en otros casos a esta versión opulenta, intensa, conmovedora en su patetismo, que no deja dudas sobre las auténticas intenciones de su autor, como reflejo de su atribulado mundo interior. Todo en ella funcionó a la perfección, sin fisuras, con una cuerda cortante o sedosa según el momento, unas maderas de elocuente transparencia, unos metales portentosos, una percusión contundente.

Y al frente de este auténtico festín musical, Currentzis, atento a cada detalle, extremando las dinámicas con fines expresivos, aunque también pueda haber quien los considere meramente efectistas: desde luego, si así fuese, consigue el propósito de no dejar indiferente a nadie ante tal dominio apabullante, el control casi obsesivo del sonido.

Sus lecturas, también esta, pueden tacharse de meticulosamente construidas para abrumar, en esos consiste el hechizo, pero en cualquier caso lo que no resultan nunca es aburridas, fruto de la rutina o la complacencia.

Dos propinas inolvidables y una próxima doble visita

El rugido casi unísono con el que el público sancionó el éxito de la interpretación, y las reiteradas aclamaciones, lograron que el generoso Currentzis regalase dos propinas sustanciosas: una electrizante, sencillamente inolvidable para todos los asistentes, Danza de los caballeros del ballet Romeo y Julieta de Prokofiev, a la que siguió una versión que alcanzó una extraordinaria densidad emocional del célebre Adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler.

En este punto de la noche, y dado el compromiso del programa que acaba de ofrecer, cualquier otra orquesta hubiese tirado del piloto automático, escogiendo una pieza corta, de inmediato y fácil efecto de cara a la galería.

Pues no, Currentzis se marcó un Adagietto de un detallismo infrecuente, paladeado hasta sus últimas posibilidades expresivas, estirando aquí y allí el tiempo, jugando con este a placer, para servir una auténtica pieza de la más delicada orfebrería que terminó por derretir a los presentes.

El año próximo vendrán dos veces, con Mahler (¡la que puede montar con la Segunda sinfonía!) Y Bruckner (Novena). ¿Quién podría perdérselo?

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