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César Wonenburger
César Wonenburger

La Filarmónica de Viena deslumbra en Madrid con su programa ruso

Una de las citas más esperadas de la temporada musical en España no defraudó: la orquesta austriaca, siempre una de las mejores del escalafón, triunfó plenamente con obras de dos autores fundamentales del siglo XX: Stravinski y Shostakovich

Actualizada 00:59

Final del concierto de la Filarmónica de Viena en el Auditorio Nacional

Final del concierto de la Filarmónica de Viena en el Auditorio Nacional

En 1962, Stravinsky dio una fiesta en su hogar de EE. UU. tras regresar de un viaje por la Unión Soviética. Hacía casi cincuenta años años que no pisaba su patria, y cuando los periodistas norteamericanos le preguntaron acerca de lo que más le había gustado de su país, contestó: «El vodka y el visado de salida».

El autor de 'La consagración de la primavera' había escapado rápidamente del delirio revolucionario, al que pronto le adivinó sus intenciones: sus ansias de control sobre la vida de las personas hasta en sus aspectos más nimios (el Arte), y optó por salir al extranjero para someterse a los imperativos de otra dictadura, la del mercado. No le fue mal, arrimándose casi siempre a los ricos y poderosos pudo desarrollar su obra, siguiendo los designios de su propia personalidad y cultura, sin realizar grandes concesiones.

En cambio, Shostakovich vivió siempre en Rusia

Shostakovich permaneció en su país, posiblemente persuadido de que su talento sería reconocido allí mismo, permitiéndole llevar una vida fácil, consagrada a la creación que habría de depararle honores y distinciones: ¿quién podría pensar que el Estado, encarnado en la figura protectora de Stalin, un líder providencial, habría de inmiscuirse hasta en el improbable significado de una sinfonía, siendo además la música la más abstracta entre las artes?

A la vista de su azarosa existencia, el hombre se equivocó. Stalin, que le tenía cierta admiración, prefería la música más sencilla y simple, asociada a las bandas sonoras de las películas, que la que él tenía en su propia cabeza. Así que Shostakovich utilizaba dos cajones: uno con las obras concebidas según los criterios y gustos del dictador, y otro en el que guardaba celosamente sus creaciones más personales, aquellas en las que a veces plasmaba sus pensamientos íntimos, a la vez que establecía diálogos con los autores de su predilección, aunque estos no tuvieran la aprobación del régimen, sin atenerse a consignas.

La Filarmónica de Viena que, en su momento, fue creada para asegurar el predominio y garantizar la perdurabilidad de las grandes creaciones de Mozart y Beethoven entre los suyos, se ha convertido en estos casi dos siglos de fecunda vida en una de las orquestas más aclamadas y pretendidas por los aficionados, muchos de los cuales sólo la conocen a través del célebre Concierto de Año nuevo.

El nivel de sus interpretaciones se aproxima en ocasiones a la tantas veces pretendida como pocas hallada perfección, soliendo asegurar el máximo nivel de excelencia. Lo cual puede acreditarse no solo en sus versiones de los autores citados, como también de Bruckner y Mahler. Durante su ejemplar, ya larga trayectoria también ha ampliado lógicamente la base de su repertorio, que algunos confunden únicamente con el único y relativo a la familia Strauss (en su último concierto madrileño una señora le comentaba a su acompañante si acaso no se interpretaría, tal vez como propina, la popular Marcha Radetzky).

Un programa de extraordinario interés, para la gira española

De ahí el extraordinario interés que ofrece el programa de esta nueva gira española, que reúne precisamente obras de Stravinski y Shostakovich, este último consagrado quizá como el último gran cultivador sinfónico, y unos de los mayores creadores musicales de todo el siglo XX. La extensión de la Décima sinfonía de Shostakovich, la más amplia entre las suyas, con casi una hora de duración, invitaba a emparejarla con otra obra más breve, y que quizá no comprometiera desde el inicio a toda la plantilla.

Por eso probablemente se eligiese para la primera parte de este auténtico festín musical la ligereza de la suite del ballet Apollon Musagète, que Stravinski compuso por encargo para una nueva sala de conciertos en EE. UU., financiada por una de esas mecenas que tanto llegaron a abundar por aquellas tierras cuando la cultura aún gozaba de cierto prestigio. El compositor tuvo que atenerse, en esta ocasión, a las limitaciones de bailarines e instrumentistas impuestas; pero para él, acostumbrado a lidiar con este tipo de requerimientos, no supuso ningún problema.

En su Poética musical, Stravinski afirma que «una renovación no es fecunda más que cuando viene acompañada de la tradición», lo cual se observa en su concepción de un ballet que en su programa hunde las raíces en la Grecia clásica para luego buscar referencias musicales en Lully, ampliadas durante su desarrollo a los matizados destellos (qué lejanos quedan ya aquí la anarquía, la exuberancia, el sentido de lo grotesco de sus primeros ballets) de autores franceses de su propia época, como podía serlo Satie.

La cuerda, sedosa y acariciadora, con ese sonido pleno vienés

En un diseño que podría incluso evocar la austeridad formal de un Cherubini o un Gluck, el autor va destilando, aquí y allá, pequeñas gotas de cierto aroma impresionista unidas al recuerdo de su personal vinculación con los grandes autores de ballets de su país, como su siempre admirado Chaicovski. Y todo ello sin perder el pulso original, reconocible en su aprecio por los contrastes, aunque en este caso bastante más controlados, magníficamente administrados por la batuta férrea, y a la vez, flexible de Daniele Gatti, al frente de la legendaria cuerda de los filarmónicos vieneses. Esta se mostró sedosa, acariciadora, aunque también precisa y cortante cuando se requiere, con ese reconocible sonido pleno, bruñido, redondo. Soberbias las intervenciones de la concertino, Albena Danailova (las mujeres ocupan su merecido lugar desde hace tiempo en esta orquesta que antepone siempre la excelencia frente a cualquier otra circunstancia, como debería ser siempre).

Después de las sutiles correrías de las musas, la orquesta recuperó a su plantilla de las grandes conmemoraciones para desvelar con toda intensidad la monumental sinfonía que Shostakovich compuso tras la muerte de Stalin. Resulta siempre tentador recurrir a las interpretaciones que suelen agazaparse entre cada tema musical, y más en este caso, porque el dictador, los temores que infundía su peculiar empleo del poder, influyó de un modo determinante en la obra del creador.

Los comentaristas sugieren que el segundo movimiento ofrece un implacable retrato del tirano, y que tanto tanto en el tercero como en el cuarto, el acrónimo del compositor surge convertido en reconocibles notas para erigirse finalmente en claro triunfador: «el que resiste, gana…» (Shostakovich sobrevivió a su pesadilla, aunque ni mucho menos sus diferencias con el régimen, que se mantuvo durante bastante tiempo, terminarían ahí ). Más allá de la anécdota biográfica, que al parecer también contiene la referencia al posible romance del autor con una admiradora o colega, el poderoso fresco estrenado en 1953 resulta el más acabado entre sus aproximaciones sinfónicas (Karajan solo le concedía primordial interés a esta misma, entre las de su autor).

Una respuesta orquestal apabullante, sellada con ovaciones

Daniele Gatti y los filarmónicos vieneses, apoyados en las extraordinarias contribuciones de sus solistas, en una obra que los precisa del mayor nivel, acertaron a transmitir el clima opresivo que comienza a vislumbrarse desde el misterioso inicio y se extiende hasta el liberador final, con ciertos aires triunfales. Todos los demonios surgidos durante la atribulada existencia del autor, sus peores fantasmas encontrarían reflejo en esta música tensa, grotesca, desgarrada, voluptuosa, excéntrica, desaforada pero fascinante en su conjunto por su honda, directa e inmediata carga expresiva. La respuesta orquestal fue sin duda apabullante, y así lo reconocieron los presentes que aclamaron al conjunto dedicándole prolongadas ovaciones, con buena parte de ellos puestos en pie.

Y no, no hubo Marcha Radetzky como reclamaba la señora, pero sí la Radetzky de todas las propinas orquestales, la más sobada entre todas, la celebérrima Danza húngara número cinco de Brahms, que aquí podría tener quizá cierta lógica (la orquesta estrenó alguna de sus sinfonías, él mismo la dirigió en varias ocasiones). En cualquier caso, tocada así, con tal despliegue de matices, constituyó un regalo muy apreciado. El sonido de las palmas aún debe resonar como eco en el Auditorio Nacional.

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