Por qué el Rey Juan Carlos ha dicho basta
El monarca desterrado lanza un mensaje necesario aprovechando los excesos de un cantamañanas
En España sale más barato insultar al Rey que criticar a Bildu y el asfixiante ecosistema sanchista considera razonable la indulgencia con Puigdemont, Otegi o Junqueras, pero no con el señor que, entre algunas sombras evidentes, encendió las luces de la democracia.
Del antiguo Jefe del Estado y arquitecto de la Transición, en compañía de otro puñado de personas que merecen el título oficioso de padres de la patria, puede decirse de todo y en el tono más amargo, despectivo e insultante, que tendrá premio en las televisiones donde tipos como Revilla, un cantamañanas con trienios, prosperan y se vienen a arriba.
Los mismos que se ofenden si recuerdas que Otegi fue terrorista, que ETA desapareció, pero sus sucursales reescriben la historia con tinta de sangre, que Sánchez le debe la Presidencia a un golpista con ganas de reincidir o que el Gobierno de España es un títere del nacionalpopulismo vicepresidido por una señora que pidió en su día guillotinar a un Rey; se ponen estupendos y exigentes con un Rey anciano y exiliado, sin condena alguna, que ya ha pagado con una abdicación y un destierro su falta de probidad.
La persecución a Juan Carlos I nunca ha sido inocente: se trataba de demoler la Transición y, con ella, el llamado «Régimen del 78», para abrir un nuevo periodo constituyente que Sánchez de hecho ya perpetra sin decirlo, por la puerta de atrás, desmontando la Constitución tacita a tacita para abonar el impuesto revolucionario de sus socios, dotarse a sí mismo de impunidad y poner las bases para eternizarse.
Ese es el paisaje donde proliferan tontos útiles como Revilla, un antiguo falangista reciclado en campechano que se hizo famoso regalando anchoas y dándole a las televisiones la mercancía que necesitaban de él para adornar sus espectáculos: siempre que era necesario, allí iba el tuercebotas lenguaraz a pedirle a un presentador que le agarrara el cubata para decir la burrada necesaria para la función.
Que don Juan Carlos le haya elegido a él para lanzar el mensaje de que hasta un Rey puede defender su honor no debe ser casual: si pones en el disparadero a un cargo público célebre, todo el mundo va a entender el recado.
Es lógico que la Casa Real se desmarque, con la velocidad acostumbrada en estos casos, para proteger lo primero que ha de proteger un Rey, que es la continuidad de la Monarquía: no puede mojarse en casi nada, sobre todo si diluvian chuzos de punta antisistema.
Pero es igual de razonable que el padre de Felipe VI diga hasta aquí hemos llegado y recuerde que ya ha pagado por sus pecados, pero no ha cobrado su recompensa por los servicios prestados, que son muchos e infinitamente superiores a sus errores. Quizá todo se resuma en una petición sutil que un país capaz de indultar y amnistiar a los peores de la clase podría asumir sin problemas: dejarle morir en casa, con los honores merecidos y la indulgencia recomendable con los símbolos de un tiempo mejor.