Entrevista
El revolucionario método educativo del doctor Kovacs: «Una educación sin represión deriva en sociedades autoritarias»
Francisco Kovacs visita El Debate para presentar a través de su nuevo libro, Aprendiendo a ser padres, un revolucionario sistema educativo basado en el desarrollo cognitivo de los niños y la cultura del esfuerzo
Francisco Kovacs es médico, y fue formado por su padre con técnicas especiales de educación temprana. Con tan solo 19 años se graduó de la carrera de Medicina y a los 22 se doctoró summa cum laude. Gracias a su experiencia personal educativa y al enfoque profesional como investigador médico, ha publicado Aprendiendo a ser padres, una revolucionaria guía para que los padres sepan cómo educar a sus hijos.
El doctor llega a la redacción de El Debate con una puntualidad inglesa, una postura erguida que denota sus grandes conocimientos sobre la espalda y una sonrisa amable.
—Muchos padres, por falta de tiempo o por su horario laboral delegan la labor de educar en los profesores del colegio, de las actividades extraescolares o cuidadores. ¿Cómo cree que afecta esto al desarrollo de los niños?
—El niño se educa mediante la suma de muchas experiencias. El colegio contribuye aportando instrucción académica y un entorno que permite aplicar en la práctica los conceptos que se transmiten en casa. Pero la educación de verdad la dan los padres, y es a ellos a quienes los niños imitan. Es mejor que los padres sean conscientes de ello y aseguren que el ejemplo que le trasmiten es beneficioso para su futuro.
—Afirma usted en el libro que «los niños son niños y las niñas son niñas». Hoy en día esta afirmación le podría suponer un problema en ciertos sectores...
—Si eso es así, es que la sociedad está muy enferma y este libro hace falta más que nunca. Personalmente, creo que la realidad es la realidad y que basar una educación en falsear la realidad no lleva nada bueno. De hecho, el enfoque de este libro es justo el contrario: sepamos cómo se desarrolla biológicamente un ser, y sobre todo su cerebro, para facilitar que ese desarrollo sea tan pleno como el código genético permita.
—Hace además un estudio sobre el desarrollo de los niños por etapas. ¿Estas siguen siempre el mismo patrón?
—Como en todo desarrollo biológico, las etapas son las mismas, pero la duración de cada una varía de un sujeto a otro. En contra de lo que parece creer la LOGSE, la diferencia entre un niño nacido el 30 de diciembre y el nacido el 2 de enero solo existe en la mentalidad burocrática de quien diseñó esa norma. En la práctica no hay ninguna. Dicho esto, sí que, como todo proceso biológico, se suceden unas fases que conviene conocer, y estadísticamente se corresponden más o menos con edades cronológicas. Pero lo importante es el más o menos. Es la educación la que se tiene que adaptar al desarrollo del niño, y no el niño a unos límites de edad burocráticamente inamovibles. Si el niño puede estudiar un curso en el que la mayor parte de los alumnos tienen 11 años cuando él tiene siete, ¿por qué impedírselo? Eso le perjudica gravemente, y no beneficia a nadie.
—Por lo tanto, considera que la educación española no está adaptada a estas fases.
—Si vemos los resultados académicos, es evidente que muchas cosas fallan. Una de ellas es esa. El desarrollo del cerebro, como la mayoría de los procesos biológicos influidos por el entorno, sigue una distribución gaussiana similar al aumento de estatura; la mayor parte de los niños crecen a un ritmo similar, pero unos crecen un poco más tarde y otros un poco antes. No tiene sentido imponerles a los niños un calendario que solo tiene que ser una referencia aproximada. Y si un niño crece más que otro, me parecería una salvajada que se plantearan cortarle los pies. Esto es lo mismo, con el matiz de que desde el punto de vista cerebral las consecuencias perduran incluso más que las puramente biológicas. La facilidad con la que el niño va constituyendo conexiones cerebrales no es constante a lo largo de la vida, con lo cual perder tiempo en esa fase es una muy mala idea.
Olvídese de que un joven hoy en día atienda en un conferencia
—¿Cómo sería el sistema educativo perfecto?
—Básicamente, fomentaría el desarrollo de todas las potencialidades que permite el código genético de cada niño, de tal manera que cuando fuera adulto pudiera escoger qué quiere hacer sin un corsé que previamente hubiera frustrado aquellas capacidades que podría haber tenido, pero que no fueron desarrolladas a tiempo. En la práctica, eso significa tener una idea de cómo se desarrolla biológicamente el niño y su cerebro, y adaptar la educación al desarrollo de ese niño en concreto.
No tiene sentido que la edad cronológica sea el criterio fundamental y determinante. A mi manera de ver, si un niño va por delante de sus compañeros de clase, es mucho más sensato, pasarle a la clase siguiente, que frustrarle y enseñarle a ser o bien un vago o bien un incomprendido para el resto de sus días. Y por otra parte, lo que los padres hagan en el entorno familiar influye, entre otras cosas, en la rapidez y la profundidad con la que esas conexiones se establecen, de tal manera que los estímulos educativos, es decir, la educación que se aporta, puede facilitar el desarrollo del niño. Ese es el objetivo.
—En el libro trata la cuestión del castigo merecido. Es un punto interesante porque en los últimos tiempos parece que está de moda un tipo de educación más suave, sin apenas castigos. ¿Cuáles son las secuelas de que las malas acciones de los niños no tengan consecuencias?
—Las vemos cada día. La educación se basa en la represión; en fomentar unas actitudes y reprimir otras, que es lo que permite vivir en sociedad. Está muy estudiado que los niños educados en un entorno en el que no se les reprime ni se les educa, dan lugar a sociedades autoritarias.
Las normas sirven, entre otras cosas, para que los niños estén sujetos a un marco que premie las actitudes y los comportamientos que se entienden que socialmente son buenos. Hacerlo a la inversa, lleva a vivir en la selva. Nuestro cerebro está constituido neurológicamente con vías que los médicos llamamos de recompensa y castigo. Las primeras nos incitan a repetir los comportamientos que las activan y los segundos, a rehuirlos. Por mucho que mañana se pusiera de moda negar la ley de la gravedad, unos iluminados decidieran que resulta políticamente incorrecto tenerla en cuenta, o unos políticos votaran una resolución en su contra, las manzanas seguirían cayendo de los árboles. Mejor adaptarse a la realidad, ¿verdad?
—¿Hasta qué edad prohibiría usted el uso de los móviles?
—La idea es que en los primeros cinco años el uso de las pantallas sea excepcional. Eventualmente, para comunicarse con los padres cuando están de viaje o para recibir algún programa educativo especial. Pero no tiene que ser habitual y, desde luego, por debajo de dos años, nada. Esto choca con una imagen frecuente hoy en día en la que en un restaurante están el padre y la madre, cada uno de ellos consultando su móvil y el niño enchufado a una tableta.
El niño tiene que aprender a manejar todas las herramientas telemáticas y digitales disponibles, pues le van a ser útiles durante su vida, pero los conceptos se aprenden mucho mejor con papel y bolígrafo, teniendo que leerlos, entenderlos y procesarlos para escribirlos y resumirlos. Por otra parte, someter al niño a una distracción constante a base de estímulos divertidos, diseñados para llamar su atención continuamente, le hace más difícil fijar su atención el día de mañana.
Hace unos años, las clases típicas en cualquier facultad duraban aproximadamente 55 minutos, porque se entendía que la mayor parte de la población joven podía focalizar su atención de manera constructiva durante aproximadamente una hora. En aquella época los maestros hablaban sin proyección, sin vídeos, sin diapositivas. Sencillamente hablaban y transmitían conocimientos que los niños almacenaban, procesaban, resumían y adquirían. Hoy en día es muy difícil que un niño joven sea capaz de mantener su atención más de unos pocos minutos con un vídeo. Olvídese de una conferencia. Sin embargo, a mi manera de ver, el objetivo es que el desarrollo tecnológico contribuya a aumentar las capacidades humanas, no a sustituirlas ni eliminarlas.
—Habla usted en el libro sobre «el culto a la mediocridad» de nuestra sociedad. ¿Cómo define este término?
—La LOGSE (risas). Ha sido una definición rápida, ¿verdad? El mundo es competitivo y meritocrático cuando funciona. Cuando es competitivo, pero no meritocrático, no funciona. Y si no es competitivo ni meritocrático, se hunde. A mi manera de ver es justo que quien se esfuerce más y consiga mejores resultados, tenga mejores premios que quienes no lo hacen. Yo creo que esa es una de las bases con la que la cultura occidental se ha desarrollado en los últimos siglos y no le ha ido mal. Ahora, de repente se plantea que todo el mundo tiene que ser igual en resultados, lo cual es un suicidio y una incitación constante a que los que son brillantes dejen de serlo. Y a que los que podrían serlo dejen de esforzarse.
Llevamos muchos años aplicando un método educativo sin ningún fundamento científico, observando que obtiene unos resultados que, como era de esperar, son malos, y siguiendo adelante con entusiasmo. Si los médicos siguiéramos la misma pauta, los cadáveres invadirían las calles. ¿El paciente empeora? Sigamos con el mismo tratamiento y aumentemos la dosis. No tiene ningún sentido.
—¿Cree que la educación está politizada hoy en día?
—Cuando dice politizada, creo que quiere decir ideologizada. Y sí, creo que lo está y que eso no es bueno. De hecho, no es la primera vez que sucede. Los sistemas educativos implantados en los países comunistas fueron tremendamente eficaces para garantizar el tipo de población adulta que los Estados comunistas querían. Es decir, gente sin concepto de libertad, absolutamente gregaria, sin confianza en sí misma ni en su entorno, dispuesta a denunciar a su vecino en cualquier momento, etcétera. Permitir que se haya ideologizado la educación es una receta segura para el desastre. Dicho esto, la realidad es la que es. Aunque lo ideal sería que colectivamente cambiáramos esa situación, probablemente a corto plazo sea más eficaz que cada uno haga lo que pueda por sí mismo, su familia y la de sus amigos. Ese es el objetivo del libro.