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José Manuel Otero Novas

La libertad de enseñanza en crisis

Aunque el intervencionismo de los políticos es una plaga que afecta a todos, incluidos los liberales, y Bruselas es un buen ejemplo de esa «diarrea» normativa que está perjudicando al buen gobierno en Occidente, yo en modo alguno discuto el deber de los Poderes Públicos de regular las materias que es preciso estudiar para obtener un título

Actualizada 09:25

Aquellos Programas de los años 30 según los cuales la escuela está para educar en la lucha de clases (Llopis) –por los que en 1932 se cerraron por Decreto todos los centros privados de enseñanza–, la libertad de cátedra solo puede invocarse para enseñar la Verdad (Azaña), o la escuela ha de formar en la doctrina de la Falange (Movimiento Nacional), quedaron felizmente superados en los pactos de la Constitución que, siguiendo la Declaración Universal de los Derechos Humanos, establecieron la libertad de enseñanza sin más límite que el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales, la libertad de creación de centros docentes, el derecho prioritario de los padres para decidir el tipo de educación que quieren para sus hijos (art. 27), así como la no discriminación de los españoles por ninguna razón personal o social (art.14).

A mi me tocó desarrollar en el Parlamento esos principios, mediante el Estatuto de Centros Escolares (LOECE) y, tras lo vivido en la Transición desde Presidencia, me lancé a consensuar la ley con todos los partidos. Lo intenté por mil medios y no lo conseguí, porque la izquierda no aceptaba el principio de que pudieran existir centros docentes con ideario o carácter propio. Fue una lucha política muy dura. Pero, al tiempo que puse en funcionamiento 930.000 nuevos puestos escolares públicos y gratuitos para que nadie tuviera que ir por necesidad a la enseñanza privada, conseguí aprobar la ley que consagraba la libertad de opción ideológica en los centros de iniciativa social y la igualdad de todos los ciudadanos ante las ayudas públicas a la educación. Lo cual debería significar la gratuidad de toda la enseñanza pública y privada en los niveles obligatorios, y el mismo trato –para pública y privada– en los no obligatorios; ello supondría para los no obligatorios, o gratuidad total o parcial si era posible y se juzgaba conveniente; o pago del 100 % en todos los centros, con becas, completas o parciales, según renta, también para los alumnos que lo necesitaran, indiferentemente en unos u otros centros. De hecho, cuando yo salí del Gobierno en Septiembre de 1980, ya había anunciado públicamente un nuevo Sistema de Becas y dejé en el Ministerio los talonarios de «cheques escolares» que íbamos a implementar aquel curso, por vía de ensayo, en la provincia de Logroño.

Afortunadamente, el PSOE impugnó la ley al TC y éste, al sentenciar el recurso, dejó consagrado que el derecho a existir de centros ideológicamente libres no sólo no violaba la CE, sino que era condición indispensable para el ejercicio del derecho fundamental a elegir. Asimismo, consagraba que los Poderes Públicos, por su necesaria neutralidad, no pueden promover en la enseñanza una orientación de entre las varias que en una materia permita la Constitución. Y que los profesores, en centros con ideario, han de respetar el carácter propio del centro.

Cuando el PSOE ganó las elecciones, asumió el pronunciamiento del TC sobre los idearios. Pero en la LODE, al tiempo que derogaba toda la Ley de la UCD, estableció un sistema que se acercara en lo posible a sus tesis. La acción del poder, en vez de contemplar a los ciudadanos, mira a los centros, que son los que bajo esa ley reciben las ayudas, lo cual permite otorgar esos apoyos (los «conciertos») no en proporción a lo que los ciudadanos demanden, sino por otros motivos (no solo políticos y presupuestarios, sino también por existencia de oferta pública en la zona).

Al mismo tiempo, condicionando la elección de centro por criterios ajenos a la libertad (y en la ley también, la de los profesores), la libertad de enseñanza no se suprimió, pero quedó notablemente reducida.

Y la igualdad, si bien al menos teóricamente, quedó consagrada en los niveles obligatorios de enseñanza para los alumnos admitidos en centros concertados, fue eliminada para los restantes niveles (hoy en algunas comunidades autónomas se intenta extender los conciertos a los Bachilleratos). En la enseñanza pública posobligatoria, los alumnos reciben una ayuda que ronda el 80 % del coste de su enseñanza; mientras que en la privada posobligatoria, el alumno ha de pagar el 100 % de la enseñanza (aunque también algunos reciben becas a costa del propio centro privado); hay pues, en este nivel, una desigualdad ante el Estado por ejercitar un derecho fundamental de elección.

Sé que en muchos casos la renta del alumnado en la pública es inferior al de la privada. Mas también hay supuestos en que el «rico» prefiere la enseñanza de una universidad pública y la disfruta prácticamente gratuita, al tiempo que el empleado del «rico», por diferentes razones (por ejemplo porque quiere que su hijo vaya a un colegio que eduque en la heterosexualidad o en el que se evite realmente la circulación de la droga o que enseñe una religión determinada), tiene que pagar el 100 % del coste de la enseñanza.

Algunas autoridades tratan en lo posible de corregir las cosas en su ámbito de competencias en pro de libertad e igualdad. Pero, en esencia, el sistema implantado por la LODE permanece inalterado. Aunque no del todo, ni necesariamente para bien. Ya comenzando el siglo XXI hubo un Gobierno que estableció la llamada Educación para la Ciudadanía que, como quedó claro con su desarrollo, buscaba adoctrinar a la juventud española en principios gratos a los redactores de aquellas normas. El Tribunal Supremo no anuló las normas, pero dejó claro que si efectivamente se aplicaban como los recurrentes decían, el mismo Tribunal lo anularía tras adoptar inmediatamente medidas cautelares.

Pese a lo cual, fuerzas políticas ubicadas en el Gobierno –que no han leído ni la Declaración Universal de Derechos Humanos ni la Constitución española– han proclamado que los padres no son quiénes para vetar las enseñanzas morales que han de recibir sus hijos en la escuela.

Y ahora, políticos aún mejor situados en el poder, de un poder que mantiene la situación de desigualdad que fuerza a las clases inferiores a acudir a la enseñanza pública casi gratuita, atacan a una enseñanza privada a la que acusan de vender títulos a los hijos de los pudientes, mientras (dicen) los pobres van a la pública y han de recibir becas para sus estudios. Es un mensaje incorrecto: primero creas una desigualdad, obligando a los alumnos de la privada a pagar la enseñanza que, haciendo uso de un derecho fundamental, eligen y reciben –lo que para la inmensa mayoría representa un notable sacrificio económico–, mientras a los de la pública se la das gratuita; y a continuación acusas a los de la privada por «comprar» sus títulos, mientras que elogias la posición, supuestamente más ética, de los de la pública, porque no «compran» la enseñanza porque se la paga el Estado.

Aunque el intervencionismo de los políticos es una plaga que afecta a todos, incluidos los liberales, y Bruselas es un buen ejemplo de esa «diarrea» normativa que está perjudicando al buen gobierno en Occidente, yo en modo alguno discuto el deber de los Poderes Públicos de regular las materias que es preciso estudiar para obtener un Título, ni el de exigir mínimos de calidad en todos los centros de enseñanza.

Tampoco puedo negar que haya casos en que un Centro Privado «venda» inmoralmente un título; en estos últimos años se nos ha hablado de un muy famoso «doctorado» a una alta personalidad; pero eso mismo, incluso judicialmente probado, también lo hemos conocido en universidades públicas.

Y no pretendo generalizar mi experiencia personal, que no tiene que ser la regla, pero yo, que estudié con gran satisfacción en la universidad pública cuando la provisión de las cátedras era mucho más competitiva y no endogámica; y que actualmente soy miembro del Patronato de una Fundación Docente Privada, sé que el esfuerzo por la calidad y el rigor es bastante mayor en la privada en que ahora participo.

Dicho lo cual, ¿por qué es necesario imponer un mínimo de equis miles de alumnos para la existencia de una Universidad? ¿Consideramos esencial para la enseñanza universitaria la bella y espectacular liturgia de algunos actos académicos? ¿Nos damos cuenta de que con ese criterio no existirían las más punteras universidades del mundo, Oxford, Harvard, Cambridge, Salamanca, Imperial, Bolonia…? ¿Recordamos que la doctrina de las dimensiones mínimas es la que imponen los poderosos para impedir que les nazcan competidores molestos?

Y aun dando por bueno el dogma de que las universidades deban ser al mismo tiempo centros de investigación, ¿tiene sentido exigir un número igual y mínimo de proyectos, a Universidades con miles de profesores y todas las enseñanzas posibles, y a otras con sólo cientos de profesores y pocas especialidades docentes?

Los movimientos políticos actuales a los que con simpleza llamamos «populistas», que están reproduciendo tendencias que en los años 30 del siglo pasado nos condujeron a la barbarie, que propugnan regresar a la dialéctica amigo-enemigo, que giran hacia los liderazgos carismáticos, que hacen volver a los nacionalismos y proteccionismos, que desprecian la división de poderes…, son los mismos que en materia educativa nos quieren hacer retornar a lo que se proclamaba en los preámbulos de la segunda guerra mundial.

Realmente nos sitúan, cada vez más, al margen de la Constitución.

  • José Manuel Otero Novas es exministro de la Presidencia y de Educación y presidente del Instituto de Estudios de la Democracia de la Universidad CEU San Pablo

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