Los juicios que conmocionaron a España (II) El pudiente Jarabo, el último condenado a garrote vil por la justicia ordinaria
El hombre que protagonizó lo que se conoció en la prensa de la época como «el crimen del siglo» asesinó en 1958 a cuatro personas. Su juicio ocasionaba colas diarias en los juzgados
José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris, conocido únicamente como Jarabo, nace el 28 de abril de 1923 en el seno de una acomodada familia madrileña. Tras la Guerra Civil –que marcó a Jarabo por presenciar «tiros en la nuca» en su propio jardín– estudió el bachiller en el prestigioso colegio madrileño de Nuestra Señora del Pilar. En su juventud se marchó a Puerto Rico y a Cuba, y tras contraer matrimonio, con 23 años acabó siendo condenado por un jurado estadounidense por trata de blancas. Los antecedentes de la Policía española recogían que transportaba a mujeres de otras localidades con las que «bebe y las hace beber, las droga, y en el momento álgido de las aberraciones en que se enfangan, acciona las máquinas y obtiene fotografías pornográficas».
Tras tres años en prisión –en los que aprendió artes marciales, consumió marihuana, opio, cocaína y morfina y se divorció– Jarabo es puesto en libertad bajo fianza. Entonces se traslada a Nueva York, donde entra en contacto con el mundo del tráfico de drogas. Sin embargo, en 1950 quebranta su condicional y retorna a España. Durante ocho años lleva una vida de ostentación y lujo, gastando sumas exorbitantes para la época.
El «garrote» de Jarabo le produjo una larga agonía y provocó las lágrimas del verdugo y del director de la cárcel
El libro Jarabo, 1958, publicado en 1985 por el periodista experto en sucesos Francisco Pérez Abellán, afirma que durante esos años Jarabo «buscaba en la noche como un lobo estepario, convenientemente saturado de euforizantes, la diversión del placer». Asimismo, se le define como un «demonio del sexo, que exigía a sus parejas mucho más que la entrega total y mucho más que los ejercicios gimnásticos inusuales de una sociedad atrasada», lo que le provocó que acabara «agarrando la sífilis». Para poder llevar a cabo ese tren de vida se gastó un patrimonio que le había otorgado su madre de 15 millones de pesetas, y cuando se le acabó el dinero empezó a empeñar objetos de valor, lo que acabaría siendo el móvil de su crimen.
Los juicios que conmocionaron a España (I)
«El ángel de la muerte», el asesino en serie que se deleitaba envenenando a ancianos
Los hechos: cuatro asesinatos
En 1956 Jarabo, que gracias a su dominio del inglés se codeaba con gran parte de la alta sociedad anglosajona que pasaba por España, conoce a la inglesa Beryl Martin Jones. Jones, casada con un francés con el que tenía dos hijos, se describe en las crónicas de la época como «una hermosa desconocida, de la que se supone una apariencia atractiva y un cuerpo hermoso». No obstante, para que pudieran seguir manteniendo una relación continua e intensa, de placer y diversión, se vieron obligados a empeñar uno de los brillantes que lucía Jones. Ambos acudieron juntos a Jusfer, una tienda de compraventa y empeños regentada por Félix López y Emilio Fernández. Los prestamistas les otorgaron 4.000 pesetas por una alhaja valorada en 35.000. Sin embargo, la relación de los amantes terminó, y Jones le solicitaba continuamente el anillo y el dinero que Jarabo le debía.
El sábado 19 de julio de 1958 Jarabo llama por teléfono a la joyería con la intención de recuperar todos los objetos que tenía prendados. Sin embargo, cuando llegó al local –situado en la madrileña calle Alcalde Sainz de Baranda 19– eran las diez menos cuarto de la noche y estaba cerrado. En ese momento, se dirige la casa de Emilio Fernández, uno de los dueños, creyendo que el anillo se encontraría allí. Al llegar al domicilio despacha brevemente con Fernández y le comunica su intención de recuperar el anillo, pero, tal y como recoge la sentencia, este le dice que los asuntos de negocio «debían tratarse en la tienda estando presente los dos socios», y le invita a salir. Cuando Jarabo estaba a punto de abandonar la vivienda, y mientras que Fernández se encontraba de espaldas dirigiéndose al baño, el invitado sacó su pistola y disparó a quemarropa contra el cráneo del joyero, causándole la muerte en el acto.
No sé si soy un psicópata o no. Ni me importa. Lo único que sé es que soy el autor de cuatro muertes; dos quizás un poco más justificadas, aunque, en realidad, ninguna puede serlo
La criada, Paulina, se encontraba en la cocina preparando la cena. Al oír los disparos salió al comedor, y tras contemplar el suceso, se puso a gritar pidiendo auxilio. Entonces Jarabo fue hacia ella, la agarró por la espalda tapándole la boca, y la llevó hasta la cocina. Jarabo decide coger uno de los cuchillos que estaba utilizando la criada, y se lo clava en el corazón «dejando el arma incrustada hasta la empuñadura de la misma, produciéndole la muerte instantánea». Al poco tiempo, el asesino se da cuenta de que alguien abre la puerta del hogar, la dueña de la casa y esposa de Fernández, María Alonso Bravo, embarazada de pocos meses. Jarabo consigue convencerla de que es un inspector de Hacienda, manteniendo con la señora, gracias a su labia, una conversación de alrededor de diez minutos. Pero la mujer se percató de las manchas de sangre en la ropa de Jarabo, por lo que sale corriendo hacia su habitación. En ese momento, el asesino saca su pistola y dispara en la cabeza a su tercera víctima, causándole la muerte. Para simular el crimen, Jarabo pinta de carmín algunas copas, limpia sus huellas de los picaportes, roba unas gafas de sol, un reloj, dinero en efectivo, y además se apropia de las llaves de la casa de empeños.
Tras un domingo bebiendo en un bar del barrio de Salamanca, el lunes se dirige definitivamente a Jusfer para apropiarse de todos los objetos que tenía empeñados. Llegó a las ocho de la mañana y esperó más de una hora y media a que llegara Félix López, el otro dueño del local. En cuanto entra le dispara dos tiros en la nuca, lo que le propició la muerte. Jarabo tuvo que llevar el cadáver hasta la trastienda, y echó serrín sobre la sangre para evitar que saliera a la calle. En dicho momento, buscó las llaves de la caja fuerte, y al no encontrarlas –por lo que no pudo recuperar el anillo– decidió llevarse una serie de plumas estilográficas, un maletín, y algunos relojes. Al día siguiente, y tras haber cometido cuatro asesinatos y varios robos, Jarabo, que había sido identificado por varios testigos, es detenido en la puerta de una tintorería de la calle Orense, a la que había llevado el traje manchado de sangre.
Aficionado a las bebidas alcohólicas y al empleo de drogas, sin que una ni otras le privaran de la consciencia de sus actos
Jarabo confesó los cuatro crímenes al día siguiente de ser detenido, el miércoles 23 de julio de 1958. Su juicio se convirtió en uno de los más mediáticos de la España de Franco. La prensa no hablaba de otra cosa, llegando a calificar el suceso como «el crimen del siglo». La expectación fue tal que había colas diarias para acceder a la sede judicial. De hecho, figuras sociales de la época, como la actriz y cantante Sara Montiel acudieron a algunas de las sesiones. Durante el mismo, el acusado pronunció su frase más célebre: «No sé si soy un psicópata o no. Ni me importa. Lo único que sé es que soy el autor de cuatro muertes; dos quizás un poco más justificadas, aunque, en realidad, ninguna puede serlo». Finalmente, Jarabo fue condenado a garrote vil el 10 de febrero de 1959, sentencia que se cumpliría el 4 de julio de ese mismo año.
Sentenciado a «garrote»
Lo primero que determina la resolución judicial es que Jarabo era una persona imputable: «aficionado a las bebidas alcohólicas y al empleo de drogas, sin que una ni otras le privaran de la consciencia de sus actos, sabe distinguir perfectamente entre lo aceptable y lo permitido». Los magistrados de la Audiencia Provincial de Madrid condenaron a Jarabo a pena de muerte «como autor de cuatro delitos de robo, de los que en cada uno de ellos resultó homicidio, con la concurrencia de las circunstancias agravantes de alevosía y premeditación en todos, y el desprecio del sexo en dos».
La condena se ejecutó mediante garrote vil, mecanismo empleado en España desde la Edad Media hasta la Constitución de 1978. El «garrote» consiste en una silla con un collar de hierro acabado en una bola. De esta manera, al girarlo se causa al ejecutado la rotura del cuello, produciéndole la muerte. Dependiendo de la habilidad del verdugo el mecanismo funcionaba a la primera o no, prolongando la agonía del agarrotado. De hecho, la condena de Jarabo fue bastante accidentada. La alta edad del ejecutor de la sentencia, unido a la fuerte complexión física del ajusticiado, provocó que el sufrimiento se alargara demasiado. Finalmente, Jarabo murió en una celda de la cárcel de Carabanchel el 4 de julio de 1959, tras una larga agonía, y bajo el llanto tanto del verdugo, como el de la defensa y el director de la prisión. Así terminó la vida de uno de los asesinos más famosos de la historia de nuestro país, el último condenado a garrote vil por la jurisdicción ordinaria.