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Crónicas castizas

Historias de juzgados y otras aventuras callejeras

Mascota y Caldi, bajitos pero fornidos, y duchos en broncas callejeras gracias a la escuela de artes marciales de la Transición, repartieron estopa a gusto. Con la llegada de la Benemérita se terminó la fiesta, todos al cuartelillo y de ahí al juzgado

A estas alturas, cuando uno ha nacido a mediados del siglo pasado, se ha visto casi de todo. En los juzgados, donde se aplica la ley de esa manera, siempre los jueces logran sorprendernos con sus sentencias. Paco el de Jaén, bajito, delgado, nervioso… valiente hasta la temeridad, tanto que a veces te hace pensar si no tendrá un punto de locura, tuvo un altercado de orden público con unos municipales.

Los guindillas, tres maromos como torres y con muchas horas de gimnasio, llegaron a las manos con Paco. Al principio no se pudieron bajar del coche patrulla, pues Paco, como el correcaminos, iba de una puerta a otra y cada vez que la intentaban abrir se liaba a patadas dejándolos encerrados. Finalmente, los tres guardias pudieron reducir a su agresor no sin antes haber recibido una buena dosis de puñetazos y patadas.

En el juicio de faltas los guindillas declararon que habían sido agredidos, golpeados y encerrados en su coche patrulla por Paco. Su señoría, que tenía ojos en la cara, viendo a los tres tiarrones, que sacaban cada uno dos cabezas a Paco y nos menos de 30 kilos por barba, no salía de su asombro. A pesar de lo que le contaban los agentes de la ley era bajo juramento, su señoría tomó una decisión salomónica, ignorar las declaraciones de los guindillas pero certificó con su sentencia judicial que era imposible que aquel enclenque hubiese cometido los delitos de los que se le acusaba. Paco es, seguramente, el único español que tiene certificado su categoría de enclenque.

Las historias en que los David vencen a los Goliat son más de las que parecen. Mascota y el Caldi, dos amigotes de los 70, se fueron de juerga a las fiestas de Riaza. Sin quererlo llegaron a las manos con una padilla de ocho mocetones que decidieron darle algo de árnica. Mascota y Caldi, bajitos pero fornidos, y duchos en broncas callejeras gracias a la escuela de artes marciales de la Transición, repartieron estopa a gusto. Con la llegada de la Benemérita se terminó la fiesta, todos al cuartelillo y de ahí al juzgado.

En las declaraciones de los ocho mocetones, con ojos morados y golpe en buena parte de su cuerpo, se decía literalmente que Mascota y Caldi los habían rodeado. El juez, que sabía contar, no salía de su asombro. Sobreseyó el caso antes las protestas de los contusionados.

Belda, un gigante de Gijón de más de dos metros y más de cien kilos de tonelaje, era a un merchero de la cornisa cantábrica lo que Luca Brasi al Padrino de Coppola. Había zarandeado sin misericordia a un argentino por algún tema seguramente menor. Belda nunca daba cabezazos y pocos puñetazos, solo bofetadas, por miedo a matar a sus contendientes.

Con la llegada de la Policía Armada, el incidente terminó en el juzgado. En aquellos tiempos no existían los delitos de odio y otras zarandajas. Belda fue condenado a 3.000 pesetas. Al salir del juzgado, en la puerta, el argentino vengativo y pendenciero, sintiéndose seguro, arremetió verbalmente contra Belda con su acera lengua. Belda preguntó a su abogado: ¿por 3.000 pesetas le puedo dar otra vez? Sin esperar contestación empezó a zarandear al gaucho. Allí mismo le volvió a soltar un sopapo y tan contento se fue a casa. No hubo más juicios de falta por si las moscas. Eran otros tiempos que parece que no volverán.

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