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Mujeres esperando turno para obtener un plato de comida en los jardines de la embajada alemana de Madrid, en 1936Otto Wunderlich / IPCE

Crónicas castizas

Mujeres de armas tomar

Lolín era de una generación de mujeres de armas tomar que no necesitaban ser feministas. Tenían muy muy claro el papel que tenían los hombres en sus vidas, para llevar las maletas

Existe una generación de españolas, nacidas en fechas próximas a la guerra del innombrable, que sin hacer gala de feminismo ni nada parecido sabían estar. Seguramente el haber crecido en los duros años de la primera postguerra les imprimió una decisión y un carácter valiente y decidido que ya les gustaría tener a sus nietas.

Lolín no sabía cocinar ni falta que le hacía. Siempre afirmaba que los hombres solo valían para llevar las maletas en los viajes. Una máxima que aplicaba en casi todas las cosas de su vida. Tenía un sensacional automóvil deportivo que le costaba muchísimo aparcar. Cuando veía que el sitio encontrado superaba sus habilidades como conductora, sin una sola muestra de pudor, elegía una víctima en la calle y, con su mejor sonrisa, le pedía que le aparcase el coche. Entre el coche, un Ferrari Dino carrozado por Pininfarina, y un cierto parecido con Elisabeth Taylor, la presa elegida como aparcacoches voluntario procedía al aparcado sin rechistar para, una vez hecha su misión, ser dejado tirado en la calle.

Regresando de un viaje al extranjero con sus amigas Consuelo y Bejarano, esta última se había comprado un sensacional abrigo visión por un precio muy módico, arribaron a Barajas. España aún no era un país comunitario y la Guardia Civil esperaba en la salida de internacionales con la libreta de tasas e impuesto de importación en ristre. Bejarano, ante el riesgo de tener que abonar una mordida legal a los de la Benemérita, salió con desparpajo por la puerta dejando sus maletas sobre la mesa de los guardias y con el visón en el brazo:

–Voy a dar un beso a mi marido, que está esperándome ahí fuera.

Enganchó a un señor que no conocía de nada, pero con buena pinta, le soltó el visón, ahora que ya estaba en España, al tiempo que le decía:

–¿Me lo guarda un momento que tengo que coger mis maletas?

Cinco minutos después, tras sortear la aduana recogía su abrigo, le dio las gracias al caballero y si te he visto, no me acuerdo.

Lolín no conducía mal, sino peor. Un día, por la zona de Princesa, cerró a un Land Rover para luego arrancarle de cuajo el parachoques. En otra de sus andanzas automovilísticas cerró nuevamente a un varón conductor. Parada en su semáforo el sujeto se bajó del coche hecho un basilisco soltándole la retahíla del error de dejar que las mujeres condujesen, etc.

El incinerado varón, que no estaba en su día de suerte, mientras gritaba y gesticulaba, llegó un coche con cuatro mocetones, para más señas amigos de su hijo, que viendo la situación cogieron al gritón por el fondillo de los pantalones para darle un buen zarandeo. El hombre tenía toda la razón, pero está claro que no era su día.

Viuda desde los treinta y pocos se volvió a casar diez años después. Su marido, un político solterón y fascista de verdad fue convenientemente domado, aunque es necesario reconocer que con mucho esfuerzo. Juan, fiel a su apego al régimen del innombrable, conspiró todo lo que pudo contra la que a sus ojos a España se la venía encima con la Transición. Organizó la campaña para impedir que la Guardia Civil perdiese su carácter militar, cosa que logró. Unas andanzas en las que entabló buena amistad con un oficial de la Benemérita andaluz por señas y con bigote. De unas cosas a otras Juan terminó preso en Carabanchel por su activa participación en un golpe de estado.

Lolín, que en aquellas fechas se había ya deshecho del Ferrari, cambiándolo por un Ford Fiesta verde matrícula SE-U mucho más discreto, llevaba una vez por semana en dos cubos de plástico con tapa comida para Juan a prisión. Al principio de sus visitas a la cárcel, haciendo cola con las familiares de los inquilinos de aquel balneario con todos los gastos pagados por el Estado, esto le suponía un rato largo de insulto y desplantes.

La verdad es que su traje de Chanel no pegaba nada con sus colas carabacheleras semanales. Lolín, lo dicho, decidida y valiente como un legionario de la IV Bandera, al cabo de un tiempo terminó siendo comadre y amiga de las mujeres, madres e hijas de alguno de los compañeros de hotel de Juan. Las tertulias en la cola se convirtieron en parte de sus quehaceres semanales y cuando llegaba a casa venía con la sonrisa del deber cumplido, pero sobre todo de haber cruzado una vez más con éxito el Rubicón.

Lolín era de una generación de mujeres de armas tomar que no necesitaban ser feministas. Tenían muy muy claro el papel que tenían los hombres en sus vidas, para llevar las maletas. Cuando murió, su hijo le dedicó el siguiente epitafio: «Lolín, de valor ciego y temerario como los viejos legionarios. Hija y nieta de soldados, nació cuando empezaba nuestra Guerra Civil, siendo condenada a muerte a los pocos días de nacer, lo que sin ella saberlo marcó su carácter. Era capaz de actos increíbles, que demostraba un firme y decidido carácter, y de otros completamente ilógicos e incomprensible, propios de un veterano legionario de segunda. Murió como vivió».