El portalón de San Lorenzo
La candela de Nochebuena
En las casas de vecinos, tan abundantes en los barrios populares, el patio se convertía en estancia abierta para todos
Desde la antigüedad, el fuego, domesticado por el hombre, ha formado parte del acervo de nuestras costumbres, incluso como símbolo sagrado en determinadas prácticas religiosas. En un plano más materialista, la hoguera, lumbre o candela, que es como solemos nombrarla en nuestra tierra, siempre representó para los hombres un activo esencial, ya que iluminaba, protegía y quitaba el frío. Los hacía sentirse más seguros, más cómodos.
Sea en un caso u otro, no cabe duda de que alrededor de la candela siempre se creaba buena disposición y los humanos se hacían mejores. Así, cuando llegaba la noche de Nochebuena en las casas antiguas de vecinos, donde la intimidad de cada habitación se protegía con una simple cortina bamboleante al aire, la candela era el rito que sellaba la convivencia y la armonía, por encima de las ocasionales peleas entre vecinos por razón del uso de la caña de tender los trapos en los tendederos, el cubo del pozo, la pila, o por cualquier disputa debida a los traviesos e imprevisibles niños, entonces muy numerosos. La candela tenía la extraña virtud de poner todas esas trifulcas a cero.
Las candelas de los patios
Porque ante el fuego de esa candela se sellaba a «fuego», nunca mejor dicho, la relación entre los vecinos, que esa noche lo compartían todo, ya fuera mucho o poco lo que se tuviera. El que no se hablaba con otros aprovechaba la ocasión, quizás con una copa de más, para abrirse de par en par. Incluso aquel que durante el año no se atrevía a declarar su amor a la joven vecina también aprovechaba el fuego para decir lo que otras veces no se hubiera atrevido a decir. Y es que con la candela de aquellas casas de vecinos, el reflejo del fuego en nuestras caras nos ayudaba a disimular malas expresiones y nos hacía mejores. Los que hemos vivido en estas casas sabemos bien el vínculo sagrado que se forjaba con los años entre los vecinos, donde nadie quedaba desprotegido. Un enfermo era un enfermo de toda la casa.
Durante los años de mi niñez, en las fechas previas a la Navidad paseaban por nuestras calles hombres con indumentarias propias de la región manchega vendiendo sus quesos de cabra u oveja. También venían otros hombres de regiones más lejanas, como aquellos paisanos de Fuentesaúco (Soria) que se dedicaban a cambiar sus garbanzos tostados por garbanzos normales, al trueque de cuatro por uno. No se puede olvidar tampoco a los que nos visitaban desde la zona de Extremadura, vendiendo la alhucema y la matalauva para endulzar los braseros y aliviar las «cabrillas». Y, cómo no, en aquellas calles de Córdoba también se vendían los «hojaldres calientes para los viejos que no tenían dientes», y para los más jóvenes aquella miel que vendía un hombre con cara e indumentaria propia de fraile. Al toque de una campanilla se le acercaban los chiquillos, y por una perra-gorda, diez céntimos de peseta, echaba en el pan una gota de miel de su garrafa. No cabe duda de que eran otros tiempos.
Todos junto al fuego
Cuando se acercaba la noche de Nochebuena desaparecía este trasiego, las calles se vaciaban y los cordobeses se recogían en el hogar familiar. En las casas de vecinos, tan abundantes en los barrios populares, el patio se convertía en estancia abierta para todos. Al calor de la candela, con el eco de los villancicos y los cantes, las perrunas, los pestiños, el aguardiente, el ponche y la coñac iban de un lado para otro, y los vecinos rivalizaban en mostrar la mejor botella esmerilada, porque entonces tener una bonita botella de cristal esmerilada era como tener un pequeño tesoro.
Siempre recordaré que mi padre decía que la candela lo elevaba, pues los vecinos, felices, empezaban a llamarlo de forma cariñosa «casero», y eso a él, un hombre sencillo sin pretensiones, lo hacía muy feliz.
Y no puedo olvidar a mi vecino Mariano Páez Rodríguez, el hijo del herrero que estaba junto a la Torre Malmuerta, que casi todos los años se encargaba de encenderla. Solía llegar en esa tarde del día 24 a la hora precisa y con las copas precisas. En él todo era previsto, y empezaba a quemar y hacer astillas todo aquello con lo que tropezaba. Su madre, Felisa Rodríguez Teruel, una encomiable mujer, temía que llegaran estas fiestas, porque su hijo le tenía «echado el ojo» a su vieja cómoda, que le había llegado en herencia de unos Muñoz Teruel, de Cuenca, que participaron en su conquista guiados, dice la leyenda, por una estrella y un toro. Menos mal que su vecino Josele, que le solía ayudar a encender la candela, pudo convencerle una y otra vez de que lo de quemar el mueble de su madre quizás no era buena idea.
Al día siguiente, entre los nenes se establecía una sana disputa por ver cuál era la candela que más tiempo había durado encendida en aquella noche mágica de la Nochebuena. Y también quién de nosotros se había acostado más tarde. Nos sentíamos muy orgullosos de haber participado en aquel ceremonial, aunque no éramos del todo conscientes de la plena felicidad que embargaba estas Navidades de nuestra infancia, y que luego, con el paso de los años, como todos los niños, nos hemos ido dado cuenta.
Las uvas en las Tendillas
Y tras esta Nochebuena, tan familiar, venía la Nochevieja, menos importante, menos entrañable. Quien podía, porque eran muy escasas y caras, seguía la reciente tradición de comerse las doce uvas. Otros se comían doce almendras y algunos más «enterados» decían que, ya puestos, se tomarían doces copas de coñac. En cualquiera de estas modalidades, la gran mayoría se las tomaban en sus casas, al son de las campanadas que nos ofrecía la Emisora EAJ-24, Radio Córdoba, desde sus estudios de la calle Alfonso XIII.
En la taberna Casa Lucas en el Realejo, donde hoy existe una farmacia, había una peña informal de amigos que la formaban Adalberto López, Juan León, Miguel García, Rafael López y Ramón 'El Llaverito', entre otros. De mi entorno, ellos fueron los auténticos pioneros en lo de tomarse las uvas en la plaza de las Tendillas, a donde se desplazaban con sus damajuanas repletas de coñac y otras bebidas propias de la media noche.
Allí se las tomaban al son de las campanadas que daba un reloj ubicado en la parte superior del edificio de la actual heladería David Rico, entre las calles Jesús María y Málaga. Este edificio era propiedad exclusiva de un señor que, entre sus caprichos, estaba el de coleccionar cosas raras, y llegaron a decir que tenía hasta momias. No obstante, había que agradecerle que fuese él quien decidiera colocar un espléndido reloj de campanas de la relojería Tienda como remate de su edificio. El artefacto se inauguró en la Nochevieja de 1929 y se repartieron entonces, para disfrutar de sus campanadas, 4.000 bolsas con las doce uvas.
Este reloj funcionó a satisfacción durante un par de décadas (1929-49) y era el referente para la vida comercial del centro. Un establecimiento que lo utilizaba mucho para cuadrar sus horarios era el Servicio de Correos, ubicado en la calle Jesús María, en lo que luego sería Simago. Allí había un gran mosaico a base de azulejos que representaba la cabeza de Almanzor como reclamo de un anuncio de anís.
A partir de 1949 el reloj comenzó a dar problemas, y por mi amigo Juan Galán he sabido que en las actas capitulares de 1957 del Ayuntamiento, que intentó solucionar el problema, aparece el siguiente texto: «La maquinaria de este reloj está agotada y su reparación por la casa Blasco Boch de Roquetas (Tarragona) supondría un coste de 37.000. Ptas. aproximadamente.»
Visto lo que costaba, se desistió de arreglarlo, y el viejo reloj pasó a mejor vida. Así que en 1961, con todo el boato del mundo, se inauguró por parte del alcalde Antonio Cruz Conde un flamante reloj en la esquina de la calle Gondomar, regalado por la casa Philips Ibérica. A su inauguración asistió media Córdoba, y salió hasta en la televisión. Los toques por soleares que lo caracterizan fueron obra del guitarrista cordobés Juan Serrano Rodríguez, hijo del guitarrista Antonio del Lunar y de la «bailaora» Niña de la Sierra. Con estos toques flamencos acuden algunos cordobeses a tomarse las uvas. Quizás, a día de hoy, es ya lo único que diferencia nuestra Navidad de la de otros sitios.