El simpático pianillo de la Coja orquestando junto al muro de la Mezquita-Catedral de Córdoba

El simpático pianillo de la Coja orquestando junto al muro de la Mezquita-Catedral de Córdoba

El portalón de San Lorenzo

La música de aquellos pianillos

Destacó en Córdoba el de la Coja, una mujer muy singular y con fuerte carácter que paseaba su famoso instrumento por toda la ciudad

Hablar del pianillo en Córdoba es hablar de temas antiguos con sabor a nostalgia, de algo que tuvo su importancia y que se ha perdido sin remedio. Como ejemplo, allá por los años veinte del siglo XX, sin alarmas ni cachivaches sonoros similares que tanto nos incordian hoy día, los jóvenes incluso pedían permiso a sus padres para poder «encerrar el pianillo». Tras dejar de sonar aparecía el encargado de la ronda para apagar el gas de las farolas, que solía hacerse el remolón en su tarea y dejar más tiempo para disfrutar de la música. Y es que a la juventud siempre le gustó el baile y la diversión hasta que el cuerpo aguantara.

Años más tarde, entre 1945 y 1965, destacó en Córdoba el pianillo de la Coja, una mujer muy singular y con fuerte carácter que paseaba su famoso instrumento por toda la ciudad, sobre todo por los bares de élite de aquellos tiempos como eran las cafeterías Chastang, Dunia, Gran Bar y La Perla, así como en los alrededores de los Círculos Mercantil y Labradores. Pero de vez en cuando hacía una 'tournée' por los barrios más típicos y populares, y por eso la pudimos ver junto al pilón de San Lorenzo, disfrutando de los bailables dulces y pacíficos que salían de las tripas del organillo a golpe de manivela.

En esa Córdoba de mediados del XX se juntaron pianillos que además de hacerse la competencia generaban graciosas anécdotas. Citaremos la carrera que se pegó la Coja con su artilugio cuando casi fue embestida en 1953 en el Puente Romano por un animal de esos que tienen cuernos, los cuales, aunque nos parezca increíble, era habitual que transitaran por allí. También era una escena típica suya coger la muleta y arremeter contra el 'miembro colgante' del borriquillo que tiraba de su carrito musical. Al parecer, a este noble animal, sobre todo cuando sonaba el pasodoble 'España cañí', se le subían de vez en cuando los vientos, por lo que se enervaba lo que le colgaba a modo de badajo de campana. Esta situación era algo incómoda y ordinaria, rompiendo con el encanto y dulzura que se esperaba de la música, por lo que la Coja no tenía más remedio que llamar al orden al animal de esa brusca manera, particularmente cuando estaba en presencia de inocentes infantes en medio de las Tendillas.

La avioneta y los mirones

La Coja traspasó el pianillo a un tal Juan, apodado El Pelirrojo, quien provocó el primer ERE en el sector de la música ambulante cambiando totalmente a su personal. Apareció por allí un tal Ramples, un hombre polifacético que lo mismo estaba con el pianillo y sus melodías bailables que tocaba en las norias de las populares ferias de los barrios el «chichi pum», «chichi pum».

De un carácter mucho más suave que el de la Coja, era muy accesible con todos, por lo que aprovechando una ocasión que apareció por San Lorenzo con el pianillo le preguntamos: «Ramples, ¿por qué os ponéis casi siempre en la acera de la Telefónica en vez de parar en la acera del Gran Bar como es tradicional?» «Muy sencillo -respondió Ramples-, es que tengo problemas en mi prótata (sic) y tengo que estar muy cerca de los urinarios de caballeros para bajar continuamente a mear».

Y además, cuando el pianillo se ponía en esa acera de la llamada entonces plaza de José Antonio (Tendillas) nos daba la impresión de que tenía mucha más aceptación, pues se veían bastantes aficionados alrededor. Pero el que nos sacó de esta falsa interpretación fue el propio Ramples: «¡Qué va!, son mirones que están más pendientes de la gente que baja a los urinarios que de lo que toca el pianillo”. De esta forma esperaban la oportunidad de ver algún elemento mientras meaban. Por lo demás, esta costumbre era también habitual en los aledaños de los servicios de la estación de ferrocarriles.

A Juan 'El Pelirrojo' le fue relativamente bien el negocio. Además, su hijo prosperó bastante, y en el año 1993 se quedó con un famoso restaurante en la zona antigua de Córdoba, Casa Pepe de la Judería. Se compró, incluso, una avioneta de segunda mano para poder ir diariamente (según decía él) a por la merluza fresca para el restaurante. Tamaña pirueta de piloto resultó poco menos que una especie de locura excesiva, y al final la avioneta, el restaurante y la merluza no tuvieron buen fin y tuvo que vender de nuevo el negocio.

Máquina de calcular Westinghouse (1958-1970)

Máquina de calcular Westinghouse (1958-1970)

El otro pianillo

En esos años, en mi fábrica de Westinghouse llamábamos también pianillo a una aparatosa calculadora que era utilizada sólo por personas muy concretas. De las primeras a las que vi utilizarla con cierta soltura fueron el señor Manuel Jaén Lacalle, jefe de Personal, y el señor Roldán Peñalba, jefe de Presupuestos, al que en la Escuela de Aprendices apodaban El Volteretas. Estos dos profesionales, de cualquier cosa que hablaban le sacaban enseguida su equivalencia económica, y por ello siempre tenían necesidad de utilizar esta calculadora.

Cuando el citado señor señor Jaén Lacalle se marchó ascendido a Madrid, para ocupar el puesto de director de Personal de la Sociedad, dejó a su fiel Antonio Fuentes Parra a cargo de esta máquina tan singular, y bien que la puso a prueba cuando se tuvieron que calcular la mayoría de los salarios de cotización de tantos como se jubilaron en la fábrica durante el período 1978-1985.

En aquellas fechas los trabajadores se jubilaban en torno a los 63 años, por lo que les tocaba a muchos que habían entrado en los primeros años de la fábrica. Algunos aguantaban unos años más y no se marchaban «hasta que no entre mi hijo», caso del educado señor Brox, así como del bueno de Faustino Blanco. A todos estos jubilados la fábrica les pagaba un complemento adicional que cobraban incluso las viudas.

Aparte de los citados, el mayor as en la utilización de esa dichosa calculadora pianillo fue Aurelio Sepúlveda Mora cuando trabajó en Presupuestos. De haber existido entonces una competición de habilidad en el manejo de esta máquina no cabe duda de que hubiese sido el gran vencedor. Al final de su carrera profesional terminó en el Departamento de Caja, colaborando con el cajero Francisco Fernández Pérez, de la calle Almonas de toda la vida.

Castizo de la cabeza los pies, Aurelio se sintió siempre muy orgulloso de sus «Margaritas». Años antes de entrar a trabajar solía coger el autobús de la Universidad Laboral, donde coincidimos cinco años, en el Bar Playa. Aunque era de constitución algo gordita tenía una agilidad asombrosa para jugar al fútbol, que practicaba muy bien, por cierto.

No me dejo atrás al simpático José Roldán Moreno, 'El Chato Roldán', como se le conocía en fábrica, que con esta máquina de calcular asignó tiempos a la mayoría de las numerosas ofertas que sobre cuadros de cabinas se hicieron en la fábrica en sus años de mayor bonanza. Se sentía orgulloso porque le decían con frecuencia «que tenía letra de banco».

Aquella lista 'low perfomance'

En el año 1979 el citado don Manuel Jaén Lacalle, que era sobrino de don Antonio Jaén Morente, estaba ya instalado como director de Recursos Humanos de Westinghouse en su despacho de Madrid, con vistas a la Gran Vía. Allí tenía otro pianillo de estos de calcular como el que manejó tan hábilmente en Córdoba, pero ya eran otros los que hacían por él todos los cálculos, que además en aquellos años echaban humo, porque comenzaron los primeros problemas de reducción de plantilla.

Por este motivo, los americanos, que abundaban en la Casa Central de Madrid, le pidieron que, con la valoración de los diferentes jefes, se elaborase una lista del personal de la fábrica que dependía de ellos. Esta lista fue conocida como 'Low Perfomance'. Con ella querían tener una especie de bolsa de personal supuestamente sobrante o no indispensable, dispuesta para confeccionar los expedientes de reducción de plantilla que fuesen necesarios.

Aquella lista negra, se hizo con criterios totalmente subjetivos. La venganza, el odio, la envidia o la antipatía se habían erigido en criterios principales en la valoración que algunos jefes hacían de sus subordinados. Otros quizás no albergaban estos ruines sentimientos, pero actuaron al grito de «sálvese el que pueda» sin pensar en otra cosa. Otros jefes, en fin, sí que se comportaron como hombres de una pieza.

Aquella lista la metimos en un procesador de textos tipo WANG, que se acababa de instalar como herramienta para las labores de mecanografía con sus posibilidades de Copias, Ordenar y Trabajar con columnas. Esas funcionalidades tan básicas hoy día permitieron ordenar aquella lista en el orden de menor a mayor puntuación que cada jefe había asignado a sus subordinados. Y así vimos de forma evidente que aquella clasificación era poco menos que una locura, pues había muy buenos profesionales que por su comportamiento, antigüedad y seriedad profesional no merecían ocupar, ni de lejos, los primeros puestos de aquella alocada lista de «inútiles» o «sobrantes».

.

Ante aquel dislate, el señor Jaén nos pidió que nos desplazásemos a Madrid varios del Departamento de Personal para analizar con él aquella puñetera lista. Estuvimos toda la mañana en su despacho, al que por otra parte no hacían nada más que merodear los americanos. Ante la injusta relación de trabajadores que contenía, elegidos sin un mínimo de criterios objetivos, el señor Jaén realizó por su cuenta un informe complementario adjunto a la misma para tratar de quitarle rigor.

Terminada la jornada, y como teníamos el Talgo de vuelta a Córdoba para la seis de la tarde, nos invitó a comer. En esa comida estuvimos el señor Jaén, un compañero de Madrid llamado Durán, Juan Arjona y yo, que nos habíamos desplazado desde Córdoba a Madrid. Fuimos al restaurante de los Jiménez en la calle Barbieri, y allí, como el mundo es un pañuelo, pudimos ver al extorero Antonio Ángel Jiménez, como siempre en plan «señorito», mientras su hermano Pepín (antiguo jugador del San Lorenzo) atendía la barra del bar y el servicio de camareros.

Allí, más relajados, nos comentó el señor Jaén: «Ya veis, si esa lista está hecha con poca cabeza que el segundo en la lista para despedir es Pepito Guitarra, un trabajador que es todo un símbolo en la fábrica, en la que lleva tanto tiempo como yo, y que fue el que enseñó a muchos a hacer las primeras bobinas tan complejas de los transformadores acorazados. Lo tuve de compañero cuando en tiempos de la guerra civil nos pusieron a los dos a trabajar en un torno revólver haciendo casquillos y tuercas para las espoletas de bombas que se fabricaban para el ejército nacional».

Al hablar de la guerra, inevitablemente, le preguntamos:”¿Qué relaciones mantuvo usted con su tío don Antonio Jaén Morente?”

Pedro Garfias, Antonio Jaén Morente, Manolete, Juan Rejano y Francisco Azorín Izquierdo, en México

Pedro Garfias, Antonio Jaén Morente, Manolete, Juan Rejano y Francisco Azorín Izquierdo, en México

Suspiró y nos contestó con una espléndida historia, sobre todo de la breve vuelta a Córdoba desde el exilio en 1954 de su famoso tío. Casualmente, uno de los participantes en ese acontecimiento, íntimo amigo del profesor y diputado republicano, fue Alfonso López Garrido (1905-1970), el conocido Marqués del Cucharón, con el que coincidí durante sus últimos años laborales en Westinghouse, y que me confirmó lo que en aquél recibimiento ocurrió, hilvanando y completando más o menos a partir de los recuerdos que nos relatara Don Manuel Jaén:

«Desgraciadamente tuvimos poco contacto, solamente nos escribíamos una carta de vez en cuando. Siempre me pedía que le contara cosas de Córdoba. De cómo progresaba la ciudad, de cómo mejoraba. Me preguntaba por todo. Cuando vino en 1954 yo no pude estar en el recibimiento que creo que fue en la Taberna el Tablón (Deanes), pero sí fui a con mi hermano Rafael a recogerlo en un taxi cuando terminó aquel emotivo acto.

Mi pariente no podía apenas caminar, y menos ver a distancia por su galopante diabetes, y no sé quién de aquel entorno de amigos consiguió un coche de caballos para recorrer Córdoba y poder verla.

En el coche de caballos íbamos con él cuatro personas, Alfonso López Garrido, Rafael Castejón y Martínez de Arizala (1893-1986), mi hermano y yo. Una vez montado en el coche de caballos fuimos a Santa Marina. Allí, de forma irónica le dijo, quiero recordar, Rafael Castejón:

-¡Don Antonio! ahí ha llegado de párroco un cura nacionalista que ha venido desterrado del País Vasco. Se llama don Martín Arrizubieta Larrinaga (1909-1988).

Él, por toda respuesta, contestó:

-Yo siempre he estado por el regionalismo, pero dentro de un conjunto fuerte y potente que es el Estado de todos. En cambio los nacionalismos están por la rotura total con el Estado. Yo nunca estuve de acuerdo con ello.

Más adelante, al encarar la calle Mayor de Santa Marina, volvieron a sacarle de sus pensamientos:

-¡Don Antonio, si hubiera usted visto esta calle el día del entierro de Manolete! Era impresionante. Las calles llenas de gente, y la mayoría daba la impresión de que estaban enlutados. Además todos los balcones se encontraban con crespones negros. El torero era muy querido en este barrio. Incluso ese centenario fresno en la esquina de la iglesia estaba lleno de chiquillos hasta la copa, que no se querían perder detalle alguno del paso del entierro por esta calle.

Don Antonio contestó:

- Manolete, con la enorme categoría humana que tenía, lo buena persona que era, tuvo que ser querido por todo el mundo. En aquellos tiempos de odios y recelos él fue el mejor embajador que tuvo España en Hispanoamérica. Nos dignificó a todos.

Al llegar a la plaza de la Lagunilla mi hermano y yo le recordamos a mi tío que aquel monumento se había levantado en la plaza en que transcurrió la niñez del torero. Nos bajamos todos del coche de caballos y apreciamos el bonito monumento, que llevaba poco tiempo inaugurado. Pudimos apreciar que don Antonio no se perdía detalle alguno del jardín, el busto o el entorno de plantas que le rodeaban, incluso las tres palmeras del fondo.

Montados de nuevo en el coche de caballos subimos por la Cuesta del Colodro para salir a San Cayetano. Allí el profesor de Historia hizo un recuerdo del episodio de la conquista de Córdoba en 1236 (29 de junio), en la que intervino de forma decisiva el tal Álvaro Colodro.

Ya en la avenida del Obispo Pérez Muñoz (Ollerías) se acordó de la simpática calle Solariega, en donde llegó a tener una casita su socio de la Librería Ibérica de las Tendillas. Solariega fue el nombre que tuvo la constructora benéfica fundada por el obispo don Adolfo Pérez Muñoz, (1864-1945) que construyó unas cien casas unifamiliares para los trabajadores por San Cayetano, el Marrubial y la Carrera de la Fuensanta. Fueron inauguradas por don José Manuel Gallegos Rocafull, (1895-1963) canónigo que también se exilió después de la guerra civil en Méjico.

Más adelante, y antes de llegar a la Torre de la Malmuerta, quedó impresionado por la alta cruz negra que colgaba del edificio. Un tanto perplejo comentó:

-Espero que esa cruz represente también los sufrimientos de los muchos españoles que tuvimos que abandonar nuestro país y refugiarnos prácticamente en el aire, a veces sin respiración del exilio.

Nada más pasar por debajo del arco de la torre, al pararse, exclamó:

-¿Cuántos cordobeses saben que este maravilloso rincón, con la Torre Malmuerta, esa taberna de Paco Acedo, la fábrica de Chocolates Gran Capitán y esa pequeña herrería, de alguna forma están representados en un mosaico de la plaza de España de Sevilla? Aquello, fue un empeño de unos cuantos cordobeses, con don José Cruz Conde (1878-1939) a la cabeza, para la Exposición Iberoamericana de 1929.

A todo lo que veía le sacaba punta histórica, prueba de que no le era extraña su tierra, su Córdoba. Al quedarse mirando para el fondo, para la entrañable fachada del Hospicio, rematado por sus almenas, vio la cantidad de tubos apilados que rodeaban por completo el perímetro de los jardines de la Merced. Entonces exclamó:

- ¿Qué es esto? parecen piezas para cañones.

- No, don Antonio -le respondieron. Son tuberías para renovar, ampliar y modernizar la traída de aguas potables a la ciudad.

- Menos mal -contestó, por un momento me creí lo peor.

Por la calle Torres Cabrera entramos en la solitaria plaza de Capuchinos, en donde el Cristo de los Faroles parecía esperarle. Mi tío no era muy elocuente en sus rezos, pero al final se le pudo oír:

- ¡Por fin te vuelvo a ver, qué alegría siento en mi corazón por ello!

Luego quiso entrar en el convento de San Jacinto y dijo antes de hacerlo:

-En mi Testamento de Amor, que es mi 'Historia de Córdoba', me complazco en datar perfectamente la fecha y la historia de este convento y la llegada de la orden servita a Córdoba. La Virgen de los Dolores es testigo de ello, pues muchas veces la invoqué, así como al Cristo de los Faroles, desde mi atlántica lejanía, para que abogara por mí y por todos mis paisanos del exilio. La lejanía y la soledad te hacen más creyente”.

Aun después de muchos años, lo que nos contó aquel día Manuel Jaén sigue tocándonos la fibra sensible, como un dulce pianillo cuya melodía es todo un canto de amor a esa patria chica que solemos echar de menos sólo cuando estamos lejos de ella.

comentarios
tracking