La colilla
Observas al hombre, aunque ya no le ves el rostro, pero sí el pelo, entrecano y descuidado; la ropa gastada y el andar cansado
La vida, casi siempre, es dispar y reparte buenos y malos momentos. Estos últimos, para el común de los mortales, son los más habituales y -en demasiados casos- hay personas en que se les convierte en un continuo.
Los ejemplos de ello están a nuestro alrededor y no los vemos. Con demasiada frecuencia vivimos ensimismados en nuestra propia realidad sin apercibirnos de que hay otras, que pasan como burbujas y aunque nos rozan no las sentimos.
La paradoja se rompe un día sin previo aviso y de la manera más fortuita. Estás de repente en la puerta de un supermercado, mientras esperas a que salga alguien. En esas, aprovechas los cinco minutos para echar un cigarro y miras el móvil con la atención del preso que mira los muros del patio de la cárcel.
El cigarro se consume y lo dejas caer sobre la acera y sigues a lo tuyo con el teléfono, hasta que de repente, por el rabillo del ojo, ves que alguien pasa a tu lado, se agacha, coge la colilla y se aleja mientras se la enciende.
Llegado a ese momento, sales de tu irrealidad y ves la otra, la que hay ahí fuera. Observas al hombre, aunque ya no le ves el rostro, pero sí el pelo, entrecano y descuidado; la ropa gastada y el andar cansado. Dobla la esquina con tu colilla en la mano y no sabes bien qué pensar a la vez que desaparece de tu mundo, tan fortuito como llegó.
Esta historia no tiene moraleja ni lo pretende. Es solo el reflejo de dos realidades en la que vivimos y en la que viven.