El rodadero de los lobosJesús Cabrera

La cultura y la política

Hoy día, ejercer esta responsabilidad es hacerlo desde el enfrentamiento de unos contra otros. Es muy difícil encontrar a quien lo haga sin banderías

Actualizada 04:05

Desde que en 1958 el general Charles de Gaulle decide crear el Ministerio de Cultura y encomendárselo a André Malraux, los términos cultura y política han estado, para bien y para mal, indisolublemente unidos porque aquel chispazo, que no se le había ocurrido antes a nadie, prendió la mecha y todo el mundo quiso tener, aunque fuese una Concejalía de Cultura, en su vida.

Efectivamente, la cultura institucionalizada ha sido, a grandes trazos, positiva para el patrimonio histórico y artístico de todos cuando se han hecho bien las cosas. Otra cosa distinta es cuando esta responsabilidad cultural se ejerce desde desde el más añejo sectarismo, como hemos tenido no hace mucho algún ejemplo en la provincia o como hace ahora Ernest Urtasun, paradigma de lo que no debe ser un ministro de Cultura.

Alguien con la cabeza tan bien amueblada como el arquitecto Óscar Tusquets, destacado representante de la izquierda caviar catalana de toda la vida y por tanto nada sospechoso de reaccionario, se lanzó al barro hace unos años en una entrevista y pidió abiertamente la desaparición de los ministerios de Cultura. Lo argumentaba en que habían tomado una deriva que en nada beneficiaba a esta materia.

La cultura, dividida hasta el infinito en corrientes, tribus, sensibilidades, bandos y demás fracciones que no dejan de crecer, se ha convertido en un terreno ingobernable. Tusquets ponía el ejemplo de que si se premiaba o se subvencionaba a algo figurativo se ponían de los nervios los abstractos. Y es así. Hoy día, ejercer esta responsabilidad es hacerlo desde el enfrentamiento de unos contra otros. Es muy difícil encontrar a quien lo haga sin banderías.

Rafi Valenzuela era una de ellas. El hueco que deja en el terreno cultural es muy superior al de la política, porque hiciese lo que hiciese y estuviese donde estuviese la cultura, entendida en su más amplia y generosa extensión, tenía la prioridad.

Esta cualidad, que en la actualidad se prodiga con especial cicatería, no es exclusiva de unas siglas políticas, en este caso las del PSOE. Es la persona la que impregna de ese talante todo lo que hace. Es el caso de Juan Miguel Moreno Calderón, del PP, o de Alberto Gómez, de IU, que, junto a Valenzuela, han dejado huella allá donde estuvieran.

Rafi, que pasó por la administración local, la regional y la nacional como subdelegada del Gobierno, hizo que su sello, al igual que su afabilidad o su sincera sonrisa, se convirtieran en marca de la casa.

Quienes la conocieron saben que su vocación de servicio iba siempre más allá de lo que otros harían. Nunca buscó la foto, el titular de prensa o el ‘reel’ que tanto se lleva ahora, porque su objetivo estaba fijado en un resultado concreto, nunca en una rentabilidad personal.

Ella sabía como nadie dónde estar y qué hacer, como Malraux, que estuvo diez años en el cargo. Personas así son las que honran la política y es ahora, con la muerte de Rafi Valenzuela, cuando se ve en perspectiva una labor tan minuciosa como prolija que tanto fruto ha dado. Descanse en paz.

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