editorialLa Voz de Córdoba

Una virtud arrinconada

Actualizada 04:30

El caso de Íñigo Errejón, además de ser combustible para las redes sociales y seguramente una nueva maniobra de distracción para no reparar sobre asuntos mayores, se está quedando en el debate público solo acotado como un problema de violencia hacia las mujeres, y vuelve a padecer la manipulación que el actual feminismo radical promueve: criminalizar a los hombres por el mero hecho de serlo. Errejón solo padece, lo que por otra parte, él y otros muchos han alentado en este sentido abanderando alianzas feministas, aunque ahora sabemos que con espurias intenciones.

Sin embargo el problema de fondo no es una violencia supuestamente estructural o algo que salte de una orilla ideológica a otra. Ese modo de vida desquiciado, vacío y sucio que presuntamente ha ejercido (y sufrido) el político no es sino el resultado, cada vez más palpable, visible, y generalizado de una filosofía nihilista que coloca al hombre como centro del mundo, disfraza la libertad como un fin en sí mismo y reduce a las personas a meros seres sujetos a sus pasiones y deseos con la falsa promesa de que siempre pueden elegir, sin advertirles, claro, de las consecuencias. En el fondo, los que promueven este tipo de vida prometen una liberación - sobre todo a través del sexo y cómo vivirlo- pero solo buscan esclavizar a la gente, cada vez más incapaz de llevar una vida sencilla, con anclajes verdaderos y sanos en instituciones como la familia - es el Estado el que secuestra ese papel- y donde toda virtud, sobre todo cristiana, se combate con ferocidad. Ocurre que con ese ideario, al ser mercancía averiada, también ellos mismos sucumben ante su propia falacia.

Es este un momento oportuno para hablar de la castidad entendida en su sentido profundo y no limitado solo al ámbito sexual, como una virtud que abarca toda la manera de vivir y es esencial para construir una vida ordenada, guiada por la moderación y la pureza de intención. En la tradición católica, esta virtud es un camino para la libertad interior, pues invita a que las personas sean dueñas de sí mismas y actúen desde el amor verdadero y la dignidad humana, más allá de los impulsos o los deseos inmediatos.

San Juan Pablo II, en su Teología del Cuerpo, explica que la castidad es un «camino de amor verdadero». Esta perspectiva no busca reprimir los deseos, sino orientarlos adecuadamente, colocando el bien de la persona por encima de la satisfacción momentánea. La castidad ayuda a la persona a ser coherente en pensamientos, palabras y acciones, no significa solo mantener abstinencia sexual, sino un control pleno que incluye el vivir con sencillez, honestidad y desinterés por el materialismo, el egoísmo y la superficialidad.

En nuestra sociedad esta virtud es, a menudo, vista con desdén o interpretada como algo anticuado e incluso dañino, dado que el hedonismo y el consumismo suelen dominar la cultura contemporánea y esta ha encontrado en la política un aliado ejecutivo. Sin embargo, esta libertad sin restricciones frecuentemente termina siendo una «libertad para algo» que lleva a la autoindulgencia y al vacío, como ya se ha apuntado.

La castidad, por el contrario, orienta hacia una libertad más profunda, una «libertad de algo» —de ser esclavos de los deseos—, lo cual permite amar con mayor autenticidad y ver a las personas, hombres o mujeres, no como objetos de placer, sino como sujetos dignos de respeto y afecto sincero.

Y esto no es algo diferenciado por sexos o género: todos pueden ejercer una virtud que ha quedado arrinconada en la sociedad actual y que precisamente por ello hace más esclavos a los hombres de sí mismos. Errejón solo es un ejemplo mediático de un mal mucho más generalizado. Y un hombre nada libre, desde luego.

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