1.700 años
Este año 2025 se cumplen 1.700 años de la celebración del Concilio de Nicea (19 de junio- 25 de agosto del 325). Este Concilio de los «318 Padres» fue convocado por el emperador Constantino y presidido por Osio, Obispo de Córdoba. El Símbolo del Concilio de Nicea es la primera definición dogmática de la Iglesia.
A través de esta fórmula Nicea quiere responder a la doctrina de Arrio, quien situaba al Padre en una posición única y consideraba al Hijo una mera criatura; eso sí, superior a todas, creada libremente antes del tiempo, no eterna y dios por participación. Arrio acentuaba los sufrimientos de Cristo, y al no considerar «alma humana» en Cristo mismo, atribuye al Verbo lo que, por tanto, debe ser propio de una criatura. Es importante notar por ello que para Arrio Cristo no sería ni verdadero Dios ni verdadero hombre, pues carecía de alma humana.
En palabras de J. Ratzinger, «las grandes decisiones fundamentales de los antiguos concilios, que cristalizaron en los credos o confesiones de fe, no tuercen la fe convirtiéndola en una teoría filosófica, sino que dan formar verbal a dos constantes esenciales de la fe bíblica: propugnan el realismo de la fe bíblica y rechazan una interpretación puramente simbólica o mitológica; propugnan la racionalidad de la fe bíblica que sobrepasa, sí, lo propio de la razón y de sus posibles ‘experiencias’, pero apelan, no obstante, a la razón y se presentan con la exigencia de enunciar la verdad: de abrir para el hombre el genuino núcleo de la realidad».
Es precisamente esta meta de «abrir para el hombre el genuino núcleo de la realidad» a través de la enseñanza del Concilio de Nicea lo que quisiera al menos esbozar a través de una serie de ejemplos, cinco en concreto, por los que mostrar que el paso de 1.700 años no ha restado vigencia ni claridad.
Antes de la ejemplificación es oportuno identificar una cierta dificultad. Es un hecho fácilmente constatable - véase en la predicación o en la catequesis -, el Misterio de la Santísima Trinidad ha tendido y tiende a ser visto simplemente como el misterio incomprensible sobre el que es mejor no especular demasiado, más que como el fundamento y el principio de nuestra salvación y el ámbito mismo en el que se desenvuelve la vida cristiana. El aislamiento de la este aspecto central de nuestra fe implica el que, una vez que se ha afirmado que Dios es Uno y Trino, esta verdad ha sido luego dejada de lado, o al menos no ha tenido las debidas repercusiones en la reflexión sobre otros aspecto del dogma: tanto en lo que respecta a la visión cristiana de Dios y de la salvación del hombre como a la participación en la vida del Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por contraste, la cuestión es que un dato teológico, el más teológico que pudiera ser concebido, tiene verdadera relevancia para la concepción del hombre, de la sociedad y de la historia. Pongo los ejemplos.
Primero. Es un «Dios Tripersonal» el principal garante de la más genuina identidad de la persona en su inalienable libertad y en sus derechos fundamentales. En este sentido es oportuno notar la relación entre el olvido de la imagen trinitaria del Dios de Jesucristo – o por lo menos de su relevancia filosófica y antropológico- social – en la doctrina y en la piedad cristiana de los últimos siglos, y una visión claramente reducida del cristianismo como mera carga autoritativa e impositiva. Adentrarse en el misterio trinitario ayuda a la promoción del verdadero rostro de la persona.
Segundo. La manipulación del concepto libertad propio de nuestros días tiene su más clarividente contrarréplica en la oferta gratuita de la verdad del Dios trinitario revelada en Jesucristo y testimoniada de modo maduro, creíble y dialógico por la comunidad de sus discípulos.
Tercero. Adentrarse en el misterio trinitario es la mejor vacuna frente al neognosticismo en el que estamos inmersos. Un teólogo como Sundbrack destaca que solo la verdad y la experiencia de Dios ofrecida por la revelación trinitaria – encarnación del Hijo de Dios y su muerte/resurrección, con todo lo que comporta para la comprensión del destino humano; paternidad universal del Dios trascendente; acción sanadora y divinizadora del Espíritu Santo en el espíritu y en la carne del hombre – puede y debe desenmascarar la actual tentación gnóstica y responder en positivo a las instancias presentadas por las nuevas formas de religiosidad.
Cuarto. Subrayar lo trinitario, el dato más original de nuestra fe, es el punto de partida más certero para adentrase en el conocimiento de otras religiones en el único plan divino de salvación que tiene su centro en Jesucristo, y para entablar con ellas relaciones sinceras y personales de diálogo sin que merme la fe en la unicidad y universalidad del mismo Cristo, sino más bien convirtiéndose de este modo en un testimonio suyo creíble y radical. En este contexto, la verdad de la imagen de Dios que brota de la revelación cristológica ha de medirse no tanto sobre la capacidad que tiene de excluir las demás tradiciones religiosas, sino sobre la capacidad de mostrar en ellas el positivo – aunque parcial y provisorio – significado teológico y la intrínseca relación con Cristo en virtud del Espíritu que, por caminos que solo Dios conoce, alcanza a todos los hombres (cf. GS 22).
Quinto y último de los ejemplos. La abigarrada secuencia de los hechos que han constituido el pasado siglo XX nos ha dejado el eterno y universal grito de Job que se ha hecho más crudo y angustioso. Es un grito que interpela a la revelación de Dios en Jesús y a la experiencia y el testimonio cristianos. Un grito que solo a través de la escucha desarmada de otro grito, el de Jesús en la hora nona – «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (cf. Mc 15, 34) – puede abrir a la teología el camino para testimoniar una palabra y una praxis que manifiesten la proximidad y omnipotencia del amor de Dios, más fuerte que cualquier mal y que la misma muerte.