La cabra Carmela en la Universidad de Córdoba
«El presentador incluso tuvo que rogar silencio a los asistentes para poder continuar presentando participantes»
Aquel primer curso de Historia del Arte contaba con un vocal de fiestas cuyo peso específico era mayor que el de los vocales de cada una de las asignaturas. Mayor, incluso, que el del delegado de clase.
Obviamente, no era una vocalía oficial; nos la inventamos nosotros. Pero es que la realidad y sus necesidades mandan. Así que ruego a mi querido lector que no infravalore la responsabilidad del cargo. Quien lo ocupaba, primero debía recoger empáticamente las inquietudes de los más de cien compañeros de cara a la quedada del jueves por la noche. Luego, meditar un fallo salomónico para fijar el encuentro. Finalmente, salir a la palestra en una lección del propio jueves con el fin de comunicar dicho veredicto a la muchedumbre, poniéndose junto al profesor que le había autorizado previamente para ello y que observaba la escena con cara de circunstancias. Había que tener valor. Y, para qué negarlo, también guasa.
A pesar de tanto protocolo, el lugar y la hora de la cita no variaban mucho de una semana a otra. Nos veíamos junto al 24 hrs. de la esquina de la avenida Gran Vía Parque con la calle Maestro Priego López, hacíamos botellón en el paseo (me declaro culpable, la postadolescencia es muy mala), luego íbamos a Capote, un pub de la calle Julio Pellicer, y más tarde a Qú (en el local del actual Góngora Gran Café).
Rescato todo ello ahora porque, si en el anterior PaTEO contaba que en 2024 se han cumplido veinticinco años de que terminase COU en el Colegio Cervantes, lógicamente también lo han hecho de que empezase la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras, por lo que hace ahora veinticinco años de aquel primer curso. Y, si en dicho escrito señalaba que se ha conmemorado el medio siglo de la llegada de los Maristas a la Fuensanta, igualmente han transcurrido cinco décadas desde la creación oficial de la que fuera mi facultad.
Efectivamente, la entidad nació en 1974, aunque las clases en el antiguo Hospital del Cardenal Salazar habían comenzado algo antes. Un hospital (para no dejar las efemérides) de cuyo nacimiento se han celebrado hace pocas semanas trescientos años, ya que el proyecto fue iniciado por Fray Pedro Salazar (malagueño obispo de Córdoba) en 1704 como colegio para los niños del coro de la catedral, pero, ya avanzada la obra, se cambiaría su futuro uso y empezaría a funcionar veinte años después.
A ello se deben espacios icónicos del edificio como la maravillosa botica, en mis tiempos núcleo del departamento de Historia del Arte, Arqueología y Música, o el aula que en su día habría sido la morgue. Diferente es el origen de la tan restaurada capilla San Bartolomé, parte de una iglesia comenzada (y nunca terminada) a raíz el asalto que sufrió la judería en 1391 y que se consagró a San Bartolomé por ser el primer judío converso. Sería el propio Cardenal Salazar quien impulsara la unión del templo con el hospital.
Pero quizá el asunto más conocido de la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba (en cierto modo por desgracia, ya que deja en lugar secundario el valor histórico del inmueble) sea otra consecuencia (en este caso, supuesta consecuencia) de sus siglos funcionando como sanatorio: los sucesos, digamos, inexplicables.
Especialmente se ha hablado de la presencia de un niño correteando por los pasillos durante la noche. Hay quien lo llama Luisillo. Yo siempre digo que ni creo ni dejo de creer en estos asuntos; que todo puede ser. Pero en lo que se refiere al espacio que nos ocupa, lo tengo claro, ya que estoy totalmente de acuerdo con algo que me dijo un profesor de la propia facultad: en dicho templo de vanidad y petulancia, los fantasmas están vivos.
Residí a escasos metros de allí durante el año 2014 y ni siquiera por sus ventanales vi ningún fantasma (de los que están muertos). Tampoco en mis diversas vivencias profesionales en el lugar. Ni siquiera cuando organicé con Érase una vez Córdoba, en Halloween de 2013, la primera visita nocturna al mismo, estreno al que incluso asistió el entonces decano, Eulalio Fernández.
Pero ninguno de esos eventos, ni tampoco ninguna de las míticas salidas de los jueves, llegarían a hacer sombra al episodio que a la postre se convirtiera en mi gran momento de gloria en la facultad: la Fiesta de la Primavera el año 2000.
Celebrada en un patio, en ella hubo un concurso de imitaciones (sobre todo coreográficas, ya que en la mayoría la voz era playback). Junto a las de Madonna, Shania Twain, Martirio o Azúcar Moreno (dúo este interpretado por dos de mis compañeras de clase), aparecimos cinco individuos del susodicho primer curso de Historia del Arte (entre los cuales se encontraban el ínclito vocal de fiestas y quien esto escribe) recreando el espectáculo, ya extinto (o casi), de la cabra y el organillo.
Paradójicamente, el que hacía de animal era el menos (que no con menos gracia) caracterizado: a sus pantalones vaqueros y camisa de manga corta sumaba unos cuernos rojos de plástico (de disfraz de diablo), una campana de barro (a modo de cencerro) y un cartel de cartón colgado del cuello que rezaba «Soy la cabra Carmela». Y andaba a cuatro patas, claro.
Nuestro show incluyó petición de dádivas al público (ojo, recogimos bastante dinero) y que Paquito el Chocolatero sonase por megafonía. Al terminarlo y retirarnos del escenario, tuvimos que volver al mismo por aclamación popular y a modo de bises cantamos a capela We will rock you como lo interpretaban Cruz y Raya parodiando a Manolo Escobar.
El presentador incluso tuvo que rogar silencio a los asistentes para poder continuar presentando participantes. Un compañero de cursos superiores de Historia del Arte nos repetía, poco menos que en estado de shock, «¡Que estáis en primero! ¡Que estáis en primero!», en referencia a que, tras lo acontecido, poco más nos quedaba por hacer en años sucesivos.
Cruzando el mítico episodio con las efemérides, cabe señalar que esta primavera se cumplirán veinticinco años del show de la Cabra Carmela. No sé si su fantasma rondará por el antiguo hospital, como el de Luisillo o los que (todavía) están vivos. Pero a todo se le pone ahora una calle, un aula o una estatua. Y yo echo de menos, en mi querida facultad encantada, una estatua, el nombre del patio, o una placa, que recuerde, si no a los cinco que fuimos del patíbulo, al menos a la cabra Carmela. La única cabra universitaria de la historia.