Pateos por CórdobaTeo Fernández

El mihrab que hicieron los cristianos

Ya sabemos que estamos construyendo un mundo en el que afirmar algo que es verdad provoca revuelo si no coincide con el discurso

Actualizada 04:00

La mayoría de las tradiciones (religiones, filosofías, escuelas...) del mundo coinciden en muchos puntos de sus doctrinas. No me refiero solamente a cuestiones relativas al exterior, como la imprescindible atención al prójimo, sino también a otras que corresponden al trabajo interior. Por ejemplo, el «famoso» alejamiento de la dualidad; mejor dicho, la aceptación y superación de la misma. O el igualmente renombrado «no-juicio».

El paradigma de que ambos asuntos nos los pasamos por el forro es esta España nuestra que se va al garete (si no económico, al menos moral), en la que no podían faltar las alienantes polarización y opinionitis. Claro que de ellas viven muchas personas, pues aquí siempre hay más gente opinando que haciendo. Y están justificadas, como no podía ser de otra forma, en la supuesta libertad de expresión. ¡Qué nos habrá hecho la libertad para que la prostituyamos continuamente! Ya sabemos que casi todo lo chungo (empezando por las dictaduras) llega en nombre de la libertad.

Pero, aunque en España los llevemos al extremo, a fin de cuentas hablamos de comportamientos humanos. Yo también caigo a menudo en ellos. Recuerdo, en lo que se refiere al juicio excesivo o precipitado, uno de mis más llamativos patinazos sobre patrimonio histórico cordobés, que se destapó hace algo más de una década en una visita a la Mezquita-Catedral guiada por Mari Ángeles Raya Raya, mi profesora de Arte Musulmán (y también del Renacimiento) en la carrera de Historia del Arte.

En realidad, fueron dos visitas. En la primera, Mari Ángeles repasó la evolución del edificio andalusí: Cómo Abderraman I, el príncipe Omeya huido casi milagrosamente del golpe de estado y matanza sufridos por su familia a mitad del siglo VIII, consiguió llegar a Córdoba y edificó la nueva mezquita aljama. Desde ese momento hasta dos siglos después se realizaron, espaciadas entre sí, cuatro grandes intervenciones que la irían ampliando (una de ellas solo el patio) y que fijarían el perímetro actual del conjunto. El resultado, como hace poco leía en 'De París a Cádiz' de Alejandro Dumas, fue un espacio onírico, etéreo, casi fantasmal, digno de «sueños fantásticos».

Si cada una de esas fases reflejó el momento que vivía Al-Ándalus, resultó inevitable que la más esplendorosa fuera la de Alhakén II, segundo califa de Córdoba. La riqueza y simbología de la misma es sintetizada por Susana Calvo Capilla con la hermosa idea de casi «una mezquita dentro de otra». Para la decoración del fabuloso mihrab, que señala el muro de la quibla y recuerda al espacio que ocupaba Mahoma en la primera mezquita, el califa, como la propia Calvo señala refiriendo las crónicas, pidió al emperador de Bizancio «los materiales y los artesanos necesarios para realizarlo». En el mismo sentido, en la 'Guía Arqueológica de Córdoba' (la azul, de Plurabelle) se dice que este elemento fue «realizado por maestros y con materiales bizantinos». De ser así, los artífices de tal maravilla serían, curiosamente, cristianos. En fechas más recientes, un análisis de los materiales llevado a cabo por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico confirmó que estos procedían de la zona que ocupó Bizancio.

Hace unos años, en una entrevista para un periódico digital mencioné dicha curiosidad, que fue (en mi opinión, acertadamente) elegida como titular: «El mihrab de la Mezquita lo hicieron cristianos». Ello dio lugar a mucha polémica. Nada nuevo. Ya sabemos que estamos construyendo un mundo en el que afirmar algo que es verdad (aunque admitamos que pueda estar simplificado, como corresponde a un titular) provoca revuelo si no coincide con el discurso. O con el relato, como dicen los modernos.

Hagamos un ejercicio. Consideremos que dicha afirmación de quien esto escribe (aquella de que el mihrab lo materializaron cristianos) fuese reduccionista o imprecisa. Es más, consideremos que fuese de dudosa veracidad, o incluso que fuese totalmente errónea. Pues ni siquiera esta última opción justificaría la vehemencia de las reacciones que hubo.

Sin embargo, es así, por emociones (aunque supuestamente abanderando lo contrario), como funciona el nuevo Ministerio de la Verdad, una Inquisición popular de retórica laberíntica que cuenta con su interminable retahíla de palabras-resorte terminadas en -ista. De hecho, alguna me cayó, claro, aunque no tuviese nada que ver. No podía faltar. A estas alturas de manoseo de las mismas, han perdido su sentido original y yo ya me las tomo como un halago. Además, todo ello no deja de ser buena señal. La publicidad nunca es mala, decía Oscar Wilde. Traducido a hoy: Si no eres 'haters', no eres nadie. Además, posicionan y dan tráfico.

Volviendo a las actividades con Mari Ángeles Raya, días después de aquella disfrutamos de la segunda visita guiada, que completó la primera al centrarse en el exterior del edificio. Tras repasar las portadas, también señaló que existieron sucesivamente dos pasadizos privados (sabat) que comunicaban, por comodidad y seguridad del califa, la zona del mihrab (maqsura) con el vecino alcázar omeya a través de sendos corredores.

Puerta del sabat en el muro occidental de la Mezquita Catedral

Puerta del sabat en el muro occidental de la Mezquita CatedralLa Voz

El segundo sabat, que es el que me interesa, corresponde a la intervención de Alhakén II, y su puerta interior aún se encuentra a la derecha del comentado mihrab. Dicho pasillo transcurre por un buen tramo del interior del (doble) muro de la quibla, que hoy contiene el archivo y los aseos, y salía por encima de la calle hasta alcanzar la actual fachada del Palacio Episcopal. Puede verse la puerta elevada en el extremo sur del flanco occidental de la mezquita. Por cierto, este sabat tenía dos alturas, estando la superior dedicada probablemente a las mujeres del alcázar.

Del segmento exterior del sabat, que pasaría sobre la calle, nada queda, claro está. Pero Mari Ángeles nos explicó que en la reforma que poco antes (de nuestra visita guiada) había sufrido el pavimento de la zona aparecieron restos de los dos grandes pilares que sostenían los tres arcos en los que se apoyaba. Y nos señaló los testigos que, al poner el nuevo empedrado, se habían colocado para recordarlos: los típicos adoquines dorados marcando el perímetro del vestigio en cuestión.

Su dibujo, supongo que por tener un contrafuerte, es de parrilla. Concretamente, un rectángulo con un apéndice en uno de sus lados cortos. Cuando Mari Ángeles nos dijo lo que esos adoquines eran (testigos de los apoyos del sabat), no supe dónde meterme. Por la forma que tienen, había creído durante mucho tiempo que se trataba de espacios delimitados para que aparcasen los coches de caballos. Y que los cocheros desobedecían estacionando fuera de ellos, junto al Palacio Episcopal. Y yo pensaba: «Qué rebeldes. Mira que se lo han puesto claro, y ni así hacen caso».

Pero no. Los cocheros aparcaban bien. Yo era el que se había precipitado al juzgar. Aquel día me di cuenta de que yo había dictaminado, y patinado por ello. Quizá yo era más equino que los que ellos conducían. Y no precisamente (yo) un pura sangre española. Aquel día me di cuenta de que al fin era un iluminado que había superado la dualidad. Había llegado directamente a algo que está mucho más allá de la misma: el único e indiscutible error universal.

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