La Casa Azul y el fin del mundo
En el ambiente flotaban las palabras de García Márquez, las formas de Gaudí, los fotogramas de Buñuel o los cuadros de Dalí
Estamos viviendo el fin del mundo. Al menos, de un mundo. Se extinguen muchas cosas. Por ejemplo, la privacidad, las cartas escritas a mano, la familia (y no solo la familia tradicional), los cascos históricos habitables en las ciudades, la salud (estar saludables no es negocio para terceros) o el ir andando por la acera sin riesgo de ser atropellado por algo de dos ruedas. Incluso estamos contemplando el epílogo de cosas que creíamos que serían eternas, como el diesel o Luka Modric.
Cuando yo me saqué el carné de conducir, por cierto, los condecorados como expertos nos decían que el diesel era lo ecológico. Y era indiscutible porque así lo señalaba la autoproclamada ciencia. Los expertos y la ciencia también nos decían, recuerden, que para cuidar el medio ambiente había que usar bolsas de plástico. Y, si lo cuestionabas, eras conspiranoico, negacionista y toda la retahíla. Pero lo sorprendente no son los vaivenes; la mayoría entendemos que se deben a la fluctuación de los intereses particulares de quienes los provocan. Lo sorprendente es que, según me cuentan, existen algunas personas que todavía les compran la moto y hasta la defienden.
También estamos viendo (y es lo que nos ocupa) el fin de la creatividad y la fantasía. La supuesta razón y la supuesta objetividad se han convertido en armas de imposición masiva, excusas comodín utilizadas para obligar a lo demás a ceder ante la subjetividad y la emotividad propias. Una de las pruebas del uso interesado que se hace de la supuesta razón la encontramos en el hecho de que se extiende hasta condicionar dimensiones que poco o nada tienen que ver con ella. Por ejemplo, el arte, que queda deshumanizado y se llega al punto en el que, a día de hoy, una obra parece una tesis doctoral, tanto en la concepción como en la lectura (explicación) de la misma.
Pero, frente a este sinsentido, hay lugares que son islas de creatividad. Por ejemplo, el centro de producción cultural la Casa Azul de Córdoba, en la calle Muñoz Capilla, junto al Palacio de Viana. Dicho espacio, por si alguien se lo pregunta, nada tiene que ver con el que refería Duncan Dhu. Y se encuentra gestionado por la asociación que toma su nombre del inmueble, que tiene su sede en el mismo y que fue constituida en 2020 (y que es diferente, por tanto, de la que igualmente allí desarrollaba su actividad hasta 2017).
Con anterioridad (en la segunda mitad de los años ochenta), la casa fue adquirida por el artista Salvador Morera, original de Peñarroya-Pueblonuevo y que volvía a Córdoba tras pasar una una larga etapa en el extranjero, para convertirla en vivienda-taller-museo. No solo la recuperó (pues estaba en estado semiruinoso), sino que a él debemos su fascinante decoración de murales cerámicos, mosaicos en el pavimento del patio y la integración de algunos elementos históricos. Así como el monumento a la paz que hay frente al edificio.
Tuve la fortuna de residir allí, en la Casa Azul, durante varias semanas en la primavera de 2021. Como todo el que haya vivido en la Axerquía cordobesa, disfruté los atardeceres templados que corresponden a esa época, en los que el sol ilumina con timidez y se habita entre el silencio monástico (roto puntualmente por los sonidos de las campanas de las iglesias) y la sensualidad floral. Y en los que, si uno tiene azotea y salud ocular, divisa a lo lejos, en torno al campanario-alminar de iglesia de Santiago, a las brujas de aquel barrio volando sobre sus escobas.
Si al lector le parece asombroso este hecho, para los que vivíamos en la Casa Azul era solo el aperitivo. Pues, cuando llegaba definitivamente la noche y cerrábamos nuestras cerúleas puertas, surgía una casa diferente. Los duendes salían de sus escondrijos y encendían las velas de la inspiración. Las paredes parecían sustituirse unas por otras, que eran las mismas pero no eran las mismas; como un Transformer que, una vez trasformado, luciera igual que antes pero no fuese igual que antes. Nunca tuve claro si estos fenómenos eran mecanismos implantados secretamente por Morera como parte de la reforma o fruto de algún tipo de hechizo. Quizá de las brujas de un par de parroquias al sureste. Más aún: podían deberse a que la construcción tuviese vida propia.
En el ambiente flotaban las palabras de García Márquez, las formas de Gaudí, los fotogramas de Buñuel o los cuadros de Dalí. Y, sobre todo, su arquitectura parece haber salido de un grabado de Escher o haber inspirado a Borges para describir la ciudad de los inmortales: «el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas.»
Curiosamente, en el propio relato de Borges, el narrador añade que ignoraba si lo que describía era real o fruto de sueños posteriores a la experiencia. Algo parecido me pasa a mí con aquella etapa en la Casa Azul. Disculpen, pues, si lo que les cuento tiene más de onírico (que no de falso) que de vigilia.
Pero la cuestión es que, si el mundo tiene que acabarse, o si al menos el arte tiene que acabarse, en Córdoba tendremos un refugio, un búnker, un espacio rebelde y clandestino, un sitio donde sobrevivir o, simplemente, hacer más llevadero el ocaso sumergidos en la proscrita fantasía.
Porque el entorno de la Axerquía (con sus atardeceres, sus patios, sus tradiciones y sus brujas), los siglos de historia acumulados en la casa, la creatividad de Morera y la actividad de la asociación actual han sedimentado un lugar mágico donde, como me dijo una amiga, parece que siempre es verano. Y un verano no es mal sitio para despedirse del mundo. Todo terminaría en un estío interminable; suena bien. En un verano eterno. Un verano como el de aquella serie televisiva igualmente eterna: azul.