La sinagoga perdida y el sombrero del mago
Algo de lo que uno se da cuenta cuando repasa la Córdoba judía es que su profundidad es mucho mayor de lo que puede intuirse desde fuera
Aunque solo nos habíamos visto un par de veces años atrás, Haim eligió sentarse a mi lado en el autobús con absoluta confianza y naturalidad. Nos encontrábamos (y reencontrábamos) en aquel 'fam trip' que Paco Mulero, entonces director del Hotel Las Casas de la Judería, organizaba al Palacio de Moratalla, y durante el viaje me fue contando que estaba estudiando en el Leo Baeck College de Londres.
Haim Casas sería ordenado allí en 2017 y ahora, de regreso a Córdoba, es rabino de la comunidad progresista de Toulouse, guía oficial de turismo y líder de proyectos como Makom Sefarad o La Sinagoga Abierta; además, tuvo que ver en sus orígenes con el maravilloso Casa Mazal. Yo lo había conocido, unos años antes de aquella excursión a Moratalla, en Casa de Sefarad, espacio referente de la divulgación de la cultura judía en Córdoba encabezado por Sebastián de la Obra. Por cierto, en aquel tiempo, Sebastián, uno de los grandes eruditos de la ciudad y también uno de los mejores oradores que tenemos en ella, embelesó, narrando relatos judíos, al público de una de las veladas de cuentos y leyendas que yo organizaba en un patio.
Quizá algún día recordemos a Haim y a Sebastián como hoy recordamos a tantos personajes relevantes del universo hebraico vinculados con Córdoba. Aunque la potencia de Maimónides y la ubicación de su famosa estatua ensombrecen a todos los demás, tenemos calles o plazas dedicadas, por ejemplo, al médico y diplomático Hasday ibn Shaprut, al reciente Elie Nahmias (responsable de la recuperación de la llamada Casa del Judío) e incluso al poeta Judá Leví.
Pero hay mucho más. Gracias a Mario Saban descubrí a Moisés Cordovero (s. XVI), cuyo sobrenombre se debió a que su familia provenía de nuestra ciudad (parece que todavía su padre, Jacob, nació en Córdoba). Pero marcharon, como tantos otros sefardíes en 1492, a Safed, en Israel. Esta ciudad llegó a ser un importante centro de mística y allí fue donde probablemente nació Moshe, que se convirtió en un gran estudioso de la cábala. Escribió mucho acerca del Zohar, fue alumno del gran Joseph Caro y luego maestro y durante un tiempo nada menos que de Isaac Luria, el padre de la cábala moderna.
Pero mayor que la sorpresa de Cordovero fue la de encontrarme en el Archivo Histórico Provincial de Córdoba, investigando sobre Julio Romero de Torres y su familia, con las cartas que el epigrafista Fidel Fita Colomé enviara desde Madrid a Rafael Romero Barros (padre del pintor) en el otoño de 1884. En dichas misivas destacaba algunas características de la entonces redescubierta sinagoga y explicaba la traducción de las inscripciones de sus muros. Recordaba que «en 1314 los hebreos de Córdoba se habían visto compelidos por la ley canónica a renovar su templo», precisando que el texto parietal la databa en el año 5075 del calendario hebraico (nuestro 1315).
Además, le comunicaba su inminente venida a Córdoba «en el exprés» para verla y añadía «le agradeceré a V. mucho que lo ponga en conocimiento del P. Molina (San Hipólito)». Dicha carta tiene fecha del 22 de octubre, por lo que la posdata es: «Mil felicitaciones por la fiesta de pasado mañana».
Efectivamente, tanto Rafael Romero Barros como su hijo Enrique Romero de Torres fueron personajes clave en la recuperación y protección de nuestra antigua sinagoga, con cuyo pequeño tamaño, por cierto, se ha especulado mucho: ¿Se debería solo a las limitaciones normativas? ¿O sería de carácter secundario, quizá doméstico, y habría otra principal que hemos perdido?
La propia reaparición del edificio no deja de ser confusa. ¿Realmente se había dejado de saber durante siglos que aquellas paredes escondían una sinagoga? No lo creo, ya que, además de haber tenido lugar intervenciones anteriores en las que se habían encontrado (y destruido) yeserías, la denominación de la calle se había mantenido como «de los Judíos».
Aunque no siempre se llamaría así. Por ejemplo, Vicente Ortí Belmonte, en su Guía Artística de Córdoba publicada en 1929 por Rogelio Luque, señalaba la ubicación de la sinagoga de esta forma: «En la calle antiguamente llamada de los Judíos y hoy de Maimónides...» Es decir, la calle de los Judíos había pasado a ser de Maimónides (sin existir aún la famosa estatua, claro).
Volviendo al asunto, el antiguo (y actual) nombre de Judíos hacía presuponer el carácter destacado de esa vía en la antigua judería, lo que indica, sumado a otros detalles, que hubo un probable conocimiento sostenido en el tiempo del pasado del edificio. Así, resulta curioso que el propio Ortí apuntase en su guía que la aparición de las yeserías (y la sinagoga) había tenido lugar poco antes. Pero más llamativa aún era su imprecisión, pues decía que había ocurrido «hace unos cuantos años».
Un juego de topónimos y recuerdos, vaguedades y dudas, desapariciones y algunas reapariciones, de cosas que no están pero se sabe que están, que de alguna forma se puede aplicar a todo nuestro legado judío. Como hace poco leía, «todo nuestro subconsciente es hebraico». Y así debe ser el subconsciente: está ahí, con su peso, con su determinación, pero también con una fugacidad y neblina que lo hacen difícil de distinguir y recuperar, al igual que un sueño de madrugada perdido en la memoria.
El velo y las incógnitas se mantienen en lo referido al propio espacio de ocupación. Esta judería que hoy conocemos, según indica José Manuel Cuenca Toribio en su Historia de Córdoba, fue (usando el mismo verbo que él) «cerrada» en tiempos de Alfonso X, unas décadas después de la conquista cristiana. Y se extendía, simplificando mucho, desde la catedral hasta la Puerta de Almodóvar, cumpliendo así una característica habitual de estas aljamas en aquel tiempo: la ubicación cercana a zonas de poder (alcázar y catedral). Pero resulta que en el periodo andalusí, la actual Puerta de Osario, en el extremo contrario de la villa, había recibido el nombre (en árabe) de Puerta de los Judíos.
Y desde la Puerta de los Judíos, en la otra punta de la ciudad, podemos dar un nuevo salto. Un salto a lo inmaterial. A nuestro patrimonio legendario, que incluye referencias, por ejemplo, a historias de judíos que volvían, como en tantas tradiciones, en busca de tesoros que habrían dejado escondidos cuando fueron expulsados.
En resumen, tenemos testigos de nuestro pasado hebreo por todas partes. Tanto antiguos como recientes. Porque algo de lo que uno se da cuenta cuando repasa la Córdoba judía es que su profundidad es mucho mayor de lo que puede intuirse desde fuera. De hecho, no se acaba nunca. Es tan poco visible como infinita.
Si paTEOs atrás señalaba que la Fundación EMET parece una de esas casas de las brujas de los cuentos que resultan ser más grandes por dentro que por fuera, la Córdoba judía me recuerda a las chisteras de los magos de las que no dejan de salir cosas asombrosas: historias, enclaves y personajes maravillosos todos. Una Córdoba mágica que, como sucedió durante siglos con la sinagoga, o como nos ocurre con muchas amistades (por ejemplo, la mía con Haim), está sin que parezca estar. Y es una Córdoba sin la que no seríamos nosotros.