La aceraAntonio Cañadillas Muñoz

Descalzos

Poco a poco, con el paso del tiempo, fui comprendiendo el significado de lo que penitente, promesa y penitencia significaban

Actualizada 04:30

Hoy Viernes de Dolores cogí rumbo al centro de la ciudad. Mi caminar por la acera se inició en la plaza de Nuestra Señora de Gracia, hacia la ronda del Marrubial por el recinto amurallado almorávide. Seguí por avenida de las Ollerías, donde todavía quedan restos de dicha muralla, hacia la Torre de la Malmuerta, todo historia y leyenda, cerca ya de la Plaza de Colon. Esta torre-puerta-vigía, se construyó sobre los restos de una torre musulmana sobre 1408. Su misión consistía en defender las puertas del «Rincón» y del «Colodro».

Al llegar a los refrescantes jardines de Colón me senté en uno de sus bancos a echar un cigarro, a la vez que pensaba que tenía que dejarlos. ¡Uf, cuantas veces lo dije en los últimos tres años!. Mientras lo saboreaba pensaba qué hacer a continuación. ¿Me dirigía hacia la avenida del Gran Capitán a saborear un café cortado y media de churros?. ¿Volvía de nuevo por el recorrido de la ida?. ¿Me dirigía por la Puerta del Rincón, Palacio de Viana camino de San Agustín y calle Montero hacia mi punto de partida?. Al final decidí desechar las propuestas y regresar por la plaza de Capuchinos, donde se encuentra el Cristo de los Faroles, bajar por cuesta del Bailío hacía San Andrés y ultimar el recorrido por el Realejo, María Auxiliadora y Plaza de Gracia.

Pero me ocurrió algo que les quiero contar. Al pasar por la plaza de Capuchinos comprobé lo que cada año sucede. En nuestra ciudad, el Viernes de Dolores hay que visitar la iglesia hospital de San Jacinto. Ya en la plaza se ven las largas colas de centenares de personas durante todo el día. Representan una estampa obligada del preámbulo de la Semana Santa en Córdoba. Nuestra Señora de los Dolores, la madre de Córdoba, nos esperaba.

Y me acordé del Viernes Santo y de la procesión de Nuestra Señora de los Dolores y del Santísimo Cristo de la Clemencia en tiempos de mi infancia. A este desfile penitencial mi madre nunca faltaba, y lo más curioso, durante muchos años, a pesar de mi corta edad, siempre la acompañaba. Un largo recorrido tras las andas de la Virgen nos esperaba en unas filas interminables de penitentes. Dos horas antes de empezar la procesión salíamos de casa para coger un sitio adecuado y lo más cercano a las andas de Nuestra Señora.

Un tambor solitario hizo sonar los primeros redobles al que le acompañaron el resto de tambores. Encendidos los cirios de los nazarenos, se iniciaba el desfile, siguiéndole una gran multitud de penitentes, en pleno silencio, se iban uniendo a las filas marcadas por los nazarenos y el paso. La procesión había dado comienzo.

Pero comencé a ver algo que nunca había presenciado. A mi corta edad, estaba viendo cosas que no comprendía y que más adelante, pasados los años, llegue a entender. Detrás del paso de Nuestra Señora, la enorme fila era encabezada por nazarenos con túnica y cubre rostros negros y sin capirote, con una cruz a cuestas. Otros llevaban cadenas cogidas a ambas piernas por los tobillos, dejándolas arrastrar al andar por la calzada. Había quienes compaginaban ambas cosas a la vez, la cruz y las cadenas. Todo aquello me parecía tan extraño que llegué a preguntar a mi madre lo que significaba. Y ella, poniendo la mano sobre su boca, con el dedo índice extendido, me hacía indicaciones de que estábamos en procesión y había que guardar silencio.

La procesión, perfectamente ordenada, avanzaba a la luz de las pocas farolas en un silencio que solo dejaba escuchar a los músicos que nos acompañaban. La Virgen, sobre andas de ruedas, comenzó a progresar también. Pero antes de que nos tocara a nosotros el arranque, en ese lugar privilegiado cercano a la Dolorosa, fue cuando me sorprendí aún más. Mi madre, se quitó los zapatos, los metió en la bolsa, me dio la mano y me dijo ¡Vamos, y en silencio!.

A cada vuelta de calle, aprovechaba para mirar sus pies descalzos y comprobar que no era solo ella, sino que otras muchas personas también caminaban con sus pies descubiertos. Y así, pasaron las horas, mientras Nuestra Señora, a su paso, bendecía a todos los que esperaban su paseo procesional. Justo al redoble del tambor y roque de las cornetas, como si de una partitura musical única se tratara, se sumaba a la misma el sonido del arrastre de la madera de las cruces, y el de las cadenas, en su avance. Un solemne silencio, en una noche oscura, se iluminaba por una luna que compartía el dolor de Nuestra Madre.

Tras finalizar la larga caminata penitencial, nos volvimos a casa con mi padre, que, de uniforme de guardia civil, con cuatro compañeros más, había escoltaba el paso de la Virgen Dolorosa y la del Cristo.

Poco a poco, con el paso del tiempo, fui comprendiendo el significado de lo que penitente, promesa y penitencia significaban. Es más, pasaron los años, bastantes años, y con motivo de una intervención quirúrgica complicada a uno de mis hijos, hice aquello que de pequeño no comprendía y descubrí.

En las calles de un municipio del norte de la provincia de Córdoba, avanzaba el paso de El Cristo sobre andas de ruedas. Como hermano, vestía túnica y cubre rostros negros, con cinturón amarillo y capa blanca. Al inicio de la procesión, me quité los zapatos, y me dispuse descalzo, a andar por las frías piedras de granito que formaban la calzada. Y sentí cómo mi andar se convertía, paso a paso, en un discurrir sobre nubes de algodón puestas bajo mis pies, invitándome a hacer completo el recorrido. Jesús estaba conmigo.

La Semana Santa, como conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, ha ido generando a lo largo de los siglos, entre el pueblo cristiano, distintos modos y tradiciones de unirse a los dolores de Cristo en la Cruz y a los de su Madre. Las procesiones de Semana Santa son en sí mismas actos de penitencia que se exteriorizan con el silencio durante la marcha. Pero en numerosos lugares se muestran algunos actos de penitencia, desde andar descalzo, hacer toda la procesión de rodillas, andar arrastrando grilletes y cadenas en los pies, y hasta flagelaciones y crucifixiones.

En cada lugar, en cada provincia o región, en cada país se vive y siente de forma diferente. Así, se puede citar, entre muchas formas, la «Crucifixiones» en Filipinas, los «Picaos» de San Vicente de la Sonsierra, los «Empalaos» de Valverde de la Vera, la Semana Santa en Taxco, México, las pesadas cruces en Campo de Criptana, el «Ensogado» de Sietamo, y otras más, como El flagelo con una madeja de cuerdas de cáñamo.

En España, la Semana Santa se vive con mucha intensidad, y se pueden ver todavía algunas costumbres singulares que no se han perdido con el paso del tiempo. Los actos de penitencia, hay que practicarlos y entenderlos con la fe, incluso los que se ofrecen voluntarios para sufrirlos en sus propias carnes, para cumplir una promesa, o para suplicar recibir la ayuda divina.

A pesar de todo y bajo la propia experiencia, la penitencia como tal, limitada a un acto o acción en un momento dado, tiene que ser valorada por uno mismo según la causa que nos llevó a cumplirla. Sin olvidar la que nos invita a los creyentes a la reflexión, el arrepentimiento y la renovación espiritual a través de la oración, el ayuno y la misma penitencia, como una oportunidad para examinar nuestra propia vida fortaleciendo la relación con Dios.

Os dejo para el final una reflexión magistral publicada en El Debate a finales de febrero del pasado año, artículo de Antonio Fernández Carranza, profesor en la universidad eclesiástica San Dámaso, que finalizaba así: Al final de este camino de conversión está el encuentro gozoso con el Resucitado: «Jesús le dice: «¡María!» (a la Magdalena). Ella se vuelve (conversa illa –dice el latín-) y le dice: «¡Rabbuní!», que significa: «¡Maestro!»» (Jn 20,16).

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