Del Llano de las Bellotas a nuestro complejo de inferioridad
Cuando no hay gusto, ni sensibilidad, ni tampoco líneas maestras, decimos que somos plurales
Ya habían desembalado y colocado en su lugar las piezas del Louvre y del Arqueológico Nacional de Madrid. Sin embargo, las conservadoras del Museo de la Alhambra quedaron ojipláticas al sacar de sus cajas las del Museo Prasa Torrecampo. «Están enteras», comentaban con sorpresa mientras las sostenían entre sus manos.
Era finales de noviembre de 2019 y estábamos en el montaje de la exposición 'La Granada zirí y el universo bereber', que días más tarde inauguraría la Reina Letizia y en la que el museo cordobés era una de las entidades que más piezas cedía: veintidós, la mayoría de ellas de cerámica.
Dichos objetos son testimonio material de la presencia de pastores beréberes en la excelente dehesa de Los Pedroches desde el siglo VIII. Por algo llamaron a la zona (mayor que la comarca actual) Fahs al-Ballut: El Llano de las Bellotas.
Aquélla en el Museo de la Alhambra fue una de las muchas experiencias en la que he comprobado que los foráneos valoran el patrimonio histórico artístico cordobés (provincia incluida) más que nosotros. Es cierto que a veces nos venimos arriba con la Mezquita-Catedral o los patios populares. O con elementos que, paradójicamente, no tienen nada de especial. Pero no damos su justa medida a casi nada. Dicho de otra forma: en el mejor de los casos, en algunas ocasiones excepcionales nos quedamos largos en la reivindicación; la mayoría de las veces, por el contrario, nos quedamos muy cortos.
Otro buen ejemplo lo tuve en 2015, al organizar por segundo año consecutivo la conmemoración del nacimiento de Julio Romero de Torres, que duró siete días. Cuando hablé de ello con una de las personas que se encargaba de marketing en el Museo Carmen Thyssen Málaga, me señaló: «Yo a Julio Romero de Torres le dedicaría cada año no una semana, sino, al menos, un mes, por el tirón que tiene». El mencionado centro, de hecho, durante mucho tiempo utilizó 'La Buenaventura' (del mismo artista) como una de sus principales imágenes publicitarias. Por eso de cara a 2016 hice caso a su consejo. Y acertaron.
Que desde Málaga recibamos esos mensajes y muestras de admiración resulta especialmente paradójico, ya que Córdoba está, en los últimos años, obsesionada con imitar a la capital de la Costa del Sol. Aunque no es algo del todo nuevo, pues antes hacíamos lo mismo con Sevilla. Para rematar el despropósito, intentamos maquillar ese complejo de inferioridad con un «es que lo bueno hay que copiarlo» que agrava más que justifica. Me explico mediante un ejemplo (ficticio) a la inversa:
Imaginemos que Córdoba, al no tener costa, crease una maravillosa playa fluvial que se convirtiera en paradigma de gestión de las playas de interior. Imaginemos también que Málaga tuviese sus playas (de mar, claro) cuidadas y promocionadas de manera cuestionable, y que, como solución, en lugar de mejorarlas, decidiera imitar a Córdoba realizando una playa fluvial. Es decir: que Málaga decidiera imitar lo que Córdoba ha hecho por no tener lo que tiene Málaga. Sería absurdo a todas luces. Como lo es la fijación de Córdoba por plagiar las políticas artísticas y patrimoniales de Málaga.
Pero lo peor sería escuchar a los responsables de la playa fluvial malagueña intentando defender el proyecto con un «es que lo bueno hay que copiarlo». Cualquier oyente no acólito pondría en duda la capacidad silogística de quien soltara tal argumento. O pensaría que tiene que poner esas excusas porque detrás del tinglado hay intereses no confesables; como detrás de casi todo tinglado poco explicable.
Y es que Córdoba tiene tanto patrimonio propio que ese irrefrenable impulso de importación del que incluso presumimos resulta, si no sospechoso, al menos provinciano. En especial considerando que, cuando copiamos, no solo hacemos algo que, como he demostrado, es absurdo e innecesario, sino que descubrimos al mundo nuestra escasez de gusto, sensibilidad y visión.
Sirva también como ejemplo de ello la fijación con Málaga, pues de esta ciudad no plagiamos precisamente lo más exitoso, sino esos sitios donde un visitante corre riesgo de sentarse en una (supuesta) obra de arte pensando que forma parte del mobiliario, o en los que de vez en cuando vemos en las noticias que una limpiadora ha tirado una (supuesta) obra de arte porque creyó que era basura. Y de los que, como llevo comprobando veinte años, la mayor parte del público sale con cara de estupefacción o directamente de sentirse estafado.
Me viene a la cabeza una frase de 'Memorias de Adriano', texto que se encuentra entre los más grandes escritos en prosa en el siglo XX. Marguerite Yourcenar pone en boca (en mano) del emperador que su padre y su tío abuelo tenían un «desdén por las modas contemporáneas que les ahorraba muchos errores de gusto».
No se queda ahí la cosa, pues en esta Córdoba de la excusitis donde los lamentables argumentos son aún peores que los hechos, ese último dislate también tiene su supuesta justificación: dicen que, en lo artístico, somos «plurales». O sea, que cuando no hay gusto, ni sensibilidad, ni tampoco líneas maestras, decimos que somos plurales. Y ya hay pretexto para el despilfarro y el sentirnos modernos. Aunque no le interese a nadie ni asista nadie. Pero, claro, con dinero público se pueden hacer estas cosas.
No se ría, lector, no se ría. No sea malo. Tampoco llore, que ya lloro yo a menudo por los dos.
Llegados a este punto de la reflexión, si lo pienso bien, la verdad es que prefería cuando copiábamos a Sevilla. No porque me guste más ni menos que Málaga, pues me encantan ambas. Simplemente porque el sinsentido se me antojaba menor.
En la capital andaluza, por cierto, también he vivido experiencias muy indicativas sobre el tirón del patrimonio cordobés. Por ejemplo, cuando fui testigo de la inmensa afluencia de público que tuvo la exposición sobre Julio Romero de Torres celebrada el año pasado en Fundación Cajasol.
Precisamente tras supervisar el desmontaje de algunas obras de aquella muestra, fui a visitar a Juan José Primo Jurado, quien me enseñó las instalaciones del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Allí se está restaurando (una restauración de nada menos que cuatro años) otra de nuestras joyas patrimoniales: los fabulosos efebos de bronce de Pedro Abad, que, emocionado, pude contemplar levantando la esquinita de la sábana como si estuviéramos en CSI.
Pero no solo son indicativas las visiones de la gente que nos ve desde fuera, sino también de la gente de fuera, «de mundo», que nos ve desde dentro. Por eso siempre me acuerdo de lo que, en referencia al patrimonio cordobés, me dijo hará una década Amira Kedier, coordinadora de Casa Árabe en Córdoba de 2011 a 2015: «Los cordobeses estáis sobre una mina de oro, pero no lo sabéis». Lo curioso, añado yo, es que los malagueños y los sevillanos sí lo saben.