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La redacción universitaria de El RotativoBorja de la Lama

Crónicas castizas

Ce de camaradas, historia de un archivero y su archivo

Un día nos reímos como posesos al recibir un mensaje de un famoso adivino, de ropajes y pelos extravagantes, diciendo que cortaba su colaboración con el periódico –hacía los horóscopos– porque no podía prever que no le iban a pagar. ¡Pues vaya vate!

Ricardo se había educado en los Salesianos, y su vida comenzó ligada a la Iglesia, sobre todo a la enseñanza; acabaría también en esa senda trabajando para el diario Ya, nacido de la Editorial Católica y al que en sus últimos tiempos dejaron sin timón y desamparado, tras abandonar el refugio histórico de Plaza de Castilla, en la calle Mateo Inurria, y emigrar al polígono industrial de Valportillo. Allí una enorme redacción con casi un centenar de periodistas, fotógrafos, maquetadores y algún cantamañanas de postín era el techo de la rotativa, donde los cuellos azules imprimían el diario cada noche cuando habían terminado su trabajo los de arriba. Y entre ellos, los de arriba, estaba Ricardo, encargado del enorme y rico archivo fotográfico del veterano diario católico, organizado sobre unos armarios metálicos que podían abrirse y separarse gracias a unos raíles usando unos mecanismos sencillos y fáciles que podían mover sin esfuerzo esos enormes armarios de acero. Un archivo fotográfico que, en enero de 2006, compraría la Fundación San Pablo CEU.

Los sueños de Ricardo también estaban mutilados, como los del diario nacido en enero de 1935, impreso sobre papel color salmón, con una justificación en portada argumentando que era el color recomendado por los oftalmólogos para cuidar la vista de sus lectores.

Ricardo hubiera querido ser misionero y marchar a países ignotos a predicar la palabra de Dios y, por qué no, también a correr aventuras en zonas exóticas con los simbas y los mau-mau. Ignoramos, como tantas otras cosas, si hubiera sido un buen misionero pero como archivero responsable de las fotos del diario Ya era un fuera de serie que casi sabía todas las imágenes que tenía; y el «casi» es porque era imposible conocerlas todas, suponía yo que no él, más animoso. El caso es que como director del periódico, preparando un tema de historia, fui a buscar fotos para ilustrarlo y dárselas a las maquetadoras, que entonces ya usaban el Quark Xpress que iba sustituyendo a las mesas de luz donde se montaban las páginas y se preparaban para hacer los fotolitos y la fotomecánica, pasándolas a unas planchas metálicas tratadas químicamente que irían a parar a los rodillos de la enorme rotativa alimentada de bidones de tinta, rollos de papel e ideas efímeras. El caso es que fui personalmente en busca de las fotos requeridas para recordar las noticias de un número del Ya correspondiente a febrero de 1935. Buscaba imágenes de José Antonio Primo de Rivera que no encontré ni en la pe ni en la jota, dado que nunca fue conocido por su apellido. Lo mismo me ocurrió con Ramiro Ledesma, que no estaba en la erre ni en la ele.

Entonces era joven y no sufría de hemianopsia, por lo que no podía achacar a mi vista mi incapacidad para encontrarlos. Estrujándome las meninges buceé en la letra efe por si acaso: tampoco. Finalmente tuve que recurrir al jefe del archivo fotográfico, a Ricardo, y le conté lo que necesitaba y cómo lo había buscado sin éxito en unas y otras carpetas. Tardó poco en contestar: «Jefe, están todos en la letra ce». Le miré sorprendido esperando una explicación que no se demoró en darme aunque él también me miraba extrañado de que yo no hubiera sido capaz de dar con la solución por mí mismo: «Claro, están en la C de camaradas; ¿dónde si no?». Como dice mi amigo Jorge Torres me quedé de pasta de boniato. Así era, además de los susodichos, ahí estaban Onésimo, Manuel Mateo, Pancho Cossío, Torrente Ballester, Cela, Samuel Ros, Rafael Sánchez Mazas, José María Alfaro, Agustín de Foxá, Eugenio de Montes, Pedro Mourlane Michelena, Ignacio Agustí, Juan Antonio de Zunzunegui, Laín Entralgo, Luys Santa Marina, Giménez Caballero

Días después, en esos bares que siempre brotan alrededor de las redacciones, Ricardo me explicó que desde la Transición había venido mucha gente al archivo de imágenes a llevarse fotos comprometidas del registro, políticos de hoy saludando ayer brazo en alto, vistiendo la camisa azul, o peor, cantantes y artistas junto al innombrable en El Pardo.

Ricardo había querido salvar las fotos históricas ocultándolas de la vista y la saña de los arrepentidos que vivieron y vivían del erario público y no se habían bajado del coche oficial desde que recibieron la confirmación.

Ricardo era un buen hombre y se divertía mucho con la cotidianeidad del diario. Un día nos reímos como posesos al recibir un mensaje de un famoso adivino, de ropajes extravagantes, diciendo que cortaba su colaboración con el periódico —hacía los horóscopos—, porque no podía prever que no le iban a pagar. ¡Pues vaya vate! En otra ocasión me trajo una nota de una brillante pluma engallada de trayectoria ultra sin mácula, la voz de los «verticatos», los sindicatos verticales, casi vivía en el Palacio de El Pardo, que renunciaba a colaborar porque decía que el diario se escoraba a la derecha.

La risa de Ricardo era franca y abierta, sincera y no vejatoria.

Su apellido vizcaíno me permitió dar una pequeña lección a una alevín de reportera. Había que buscarle en su casa para algo urgente y no sabía cómo encontrarle, era un mundo inconcebible sin teléfonos móviles, a dos pasos de las cavernas y no la de Platón, que en esa seguimos. La expliqué que con su apellido no vendrían más de dos en la guía telefónica: «Me apuesto dólares contra galletas». Así era y el otro que figuraba en aquel instrumento de pesquisa ya pretérito era su hijo. Nunca me pagó la apuesta y no se la reclamé porque no me gustan las galletas. Y la mandé, Menchu se hacía llamar, a pasar la primera Navidad con La Legión en los Balcanes. Y lo bordó, pero esa ya es otra historia.

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