Crónicas Castizas
Anarquistas de Carabanchel
En una librería ácrata de la calle Libertad, al dueño se le pasó el anarquismo de golpe y renegó del amor libre teórico cuando pilló a su joven empleado practicándolo con su esposa, y despidió a ambos a mamporros dudosamente libertarios
En el madrileño barrio de Carabanchel, cerca del hospital militar Gómez Ulla, frecuentada por ácratas y facciosos, había una vieja casa de una planta, conocida como El Pintor, donde servían absenta, que tenía la aureola de algo prohibido , atendida por una mujer mayor, muy seria, con el pelo tirante recogido en un moño, que siempre estaba leyendo el Frente Libertario, un periódico anarcosindicalista que llegaba desde Francia subrepticiamente en sobres marrones sellados como «moda de París» para disimular. El hijo de la cantinera, de pelo liso y negro engominado y menos aficionado a las teóricas de anarquismo para clientes que dejaba a su madre, acabaría de presentador de Telemadrid.
Pero el anarquista del barrio por excelencia no era Alberto el Magdaleno, por ese mote le conocían porque llevaba una larguísima melena a lo Lennon, lisa y negra que le semejaba con una imagen doliente de la Magdalena más que con el tiroteado cantante inglés.
Alberto era miembro de la patrulla Mapaches del grupo scout Olave, en la parroquia de San Miguel Arcángel, en la calle General Ricardos, cerca de Marqués de Vadillo y del puente de Toledo donde tantas parejas se hicieron y deshicieron. Anarquista pero jefe de patrulla de la Tropa scout, de uniformidad impoluta, parecía Alberto recién salido de un manual de exploradores de España, como toda su patrulla, Alberto llevaba unas gafitas pequeñas, redondas, de metal blanco y antiguas patillas flexibles, que acentuaban el aspecto anarquista que cultivaba con fervor y atraía inmisericorde los porrazos de los grises en el entorno del instituto Calderón de la Barca. Se hizo las antiparras tras haberlas visto en la foto de un triste ácrata nihilista ruso, porque Alberto era un hombre leído: La conquista del pan de Piotr Kropotkin, Entre campesinos de Errico Malatesta, Dios y el Estado de Mijaíl Bakunin … y un sinfín de opúsculos del mismo jaez obtenidos en una librería de la calle Libertad, próxima al local de la CNT, a cuyo dueño se le pasó el anarquismo de golpe y la encendida defensa del amor libre cuando pilló a su joven empleado, al que despidió sin contemplaciones, con su lúbrica esposa. Sin atisbo de duda fueron las lecturas y no ese ejemplo de incoherencia tan humano las que llevaron a Alberto a alistarse a los libertarios y hacerse con el mítico carnet de la CNT.
El padre de Alberto era un viejo republicano, editor de libros, que firmaba como Giner dado que González había muchos. Cuando le presentaban a alguien que no era manifiestamente de izquierdas le soltaba lindezas tales como: «Ya te gustaría fusilarme, verdad», mientras sus clientes ocasionales sacaban las pesetas contadas del bolsillo para pagarle el último ejemplar de Trayectoria sindicalista, pues no iban a verle para otra cosa, eran las memorias del sindicalista Ángel Pestaña quien se entrevistó con José Antonio Primo de Rivera el 28 de febrero de 1934. Cenaron juntos en el restaurante Glaciar de Barcelona. El fracaso del encuentro no evitó la guerra civil dos años después.
Alberto también tenía amigos en el otro bando pero se fue alejando de ellos cuando su papel en el sindicato se hizo más importante. De hecho, en momentos en los que estuvo a punto de pasar a militar en la Federación Ibérica de Grupos Anarquistas, otro fracaso libertario de la acción directa inspirada en la leyenda con aires de Robin Hood del pistolero Buenaventura Durruti, cuyo hermano era falangista y también murió por exceso de plomo.
Alberto se hizo con una vieja y destartalada pistola de pequeño calibre, una FN M1900 Browning de 7,65 mm, conocida como Mataduques de forma coloquial porque dos de ellas se usaron, cuenta la leyenda, para ejecutar a la familia Romanov. Pero con todo, el anarquista la empleó sólo para hacerle unas cachas nuevas de madera con más ganas que maña. Al final se la mangó su primo con más praxis que teoría.
Pero situemos a Alberto, con casa familiar en la calle Baleares y una alcoba en ella que tenía las mismas medidas que el hueco de un ascensor pequeño, o recogías la cama o no abrías la puerta. El inconveniente de nacer el último.
Amparo había enseñado al ave, con la paciencia que dan las ganas de incordiar a la concurrencia zurda , a gritar : ¡viva el rey!
Para algunas visitas que llegaban a mediodía, la sobremesa, su casa era un cromo multicolor. Su madre, Amparo, aficionada al cine y educada en un colegio de monjas veía comer a su marido e hijos sentada en el sofá y en ocasiones fumando cigarritos de la risa. En la mesa compartían mantel Alberto, el anarquista; el padre, un viejo republicano de los de Azaña; el hermano del PCE, Jorge, con casa propia en el Barrio de las Letras, que trabajada en la emisión de música clásica de Radio Nacional, con una opción preferencial por su propio sexo; la niña de la familia, pareja del «Bolita», también en la mesa, un poco agraciado miembro del FRAP con más apetito que ideología, de militancia más verbal que en hechos. Y sobre la algarabía de la comida se escuchaba la voz aguda y peculiar del periquito a quien Amparo, la madre de nuestro hombre y de la mayoría de los comensales, valenciana ella, había enseñado al ave con la paciencia que dan las ganas de incordiar, a decir con claridad: ¡viva el rey! Y el buen pájaro lo chillaba a todas horas con gran fastidio de la concurrencia que tenía pensamientos asesinos para el bicho sólo frustrados por la autoridad de la madre.