Mesa redonda de africanas emprendedoras

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Crónicas Castizas

El macho bantú del Congo y los africanos becados

Mdui, uno de los alumnos becados por Cooperación, procedía de Cabinda, katangueño del Congo, era un hombre fornido y medía casi dos metros de alto y era un guasón, simpático y forofo merengue del Real Madrid que terminó casándose con una vasca por lo que aún le esperan en el Congo. Pero en aquel momento, cuando Javier abrió la puerta, le pilló en calzoncillos.

Hace tiempo, mucho, en una España distante, éramos miembros de la Asociación Española de Africanistas en cuya directiva había un poco de todo como en botica. Presidida por un médico y antiguo alcalde en Guinea Ecuatorial, el doctor Armando Ligero, estábamos la enfermera guineana bubi, justo la etnia que no tiene el poder en Guinea , Marisa Muebake, que ejercía de secretaria y me tuvo para depurarme en ayuno total diez días, un veterinario espigado, dos catedráticos universitarios: Luis y Javier, y yo que no era nada de eso y que me había liado Javier. También pululaba por allí un oficial del Ejército del Espacio exterior, ese donde nadie puede oír tus gritos que decían en «Alien, el octavo pasajero» aparcado en un rincón del Museo del Aire, otra funcionaria pizpireta del Museo Etnológico, entonces sin descolonizar, y un gorrón, versado en la tribu de los Armas conquistadora de Tombuctú y su jefe Yuder Pachá, aficionado al taco que se convirtió en su nombre. Experto, el gorrón, en presentarse en casa de los conocidos justo a la hora del condumio para aceptar la cortesía de la invitación impuesta por su presencia: «Íbamos a cenar ahora».

La asociación tenía el apoyo moderado, sobrio, de Cooperación para el Desarrollo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Con ella participamos en diversos eventos nacionales e internacionales en la vecindad peninsular como un seminario en la Universidad Nova de Lisboa. Y en otra ocasión partimos hacia Francia con una delegación de becarios de color (negro que decían los argentinos de Les Luthiers). Cooperación impulsaba un programa fetén sobre el papel, para traer a España a jóvenes africanos becados, alojados en el colegio mayor Nuestra Señora de África y pagarles los estudios de carreras útiles, quiero decir, prácticas, como ingeniero, arquitecto, médico o veterinario que tuvieran un reflejo positivo y significativo sobre sus comunidades de origen cuando regresaran a sus patrias, cosa que no ocurría con frecuencia evidenciando el fracaso del programa en ese punto, porque los subvencionados se casaban con una española, con más no les dejaban ellas, forofas de la monogamia, y encontraban empleos con relativa facilidad dado que no eran licenciados en filosofía o en sociología y demás zarandajas de las que suelen nutrirse los gobiernos nacional y regionales que hoy son.

Durante uno de esos viajes a Francia en tren, el profesor Javier, curioso impenitente, que lo mismo te abría la puerta restringida de una exhibición de armamento capturado al enemigo iraquí en Teherán, sé de qué hablo, que otra olvidada y polvorienta del Tribunal de Cuentas y he ahí que encuentra unos añejos sables Puerto Seguro.

En esta ocasión Javier abrió impúdico la puerta del compartimento de uno de los vagones justo cuando estaba cambiándose Mdui, uno de los alumnos becados por cooperación. Mdui procedía de Cabinda, katangueño del Congo, era un hombre fornido y medía casi dos metros de alto y era un guasón, simpático y forofo merengue del Real Madrid que terminó casándose con una vasca por lo que aún le esperan en el Congo. Pero en aquel momento, cuando Javier abrió la puerta, le pilló en calzoncillos, uno de esos clásicos de algodón blanco que te daban en el servicio militar, la mili esa que sacrificó el presidente Aznar en el altar de Jordi Pujol, el impune, y del nacionalismo catalán en el aquelarre del Majestic.

Justo en el momento en que Javier abrió la puerta y nuestro congoleño se encontraba vestido exclusivamente con los escuetos calzoncillos blancos mentados, no se le ocurrió otra cosa al mozo, humorísticamente, más que salir en paños menores gritando tras las chavalas que pasaban por el pasillo del tren: «Soy un macho bantú», entre las risotadas de las mozas y la sorpresa confundida de los que vagaban por el vagón en busca de su compartimento o del bar.

El caso es que al regreso a España el tren sufrió una demora inopinada, porque los guineanos presentes y otros africanos que sí tenían visado para entrar en España desde su tierra, no lo tenían para volver a nuestro país desde Francia. A nadie se le había ocurrido tal cosa en el Ministerio de Exteriores. Entonces aún no estaban vigentes las actuales ventajas de las fronteras de la Unión Europea y hubo que movilizar a la Embajada de España para resolver la situación y poder retornar a Madrid, lo que duró horas porque los gendarmes franceses y los guardias civiles españoles de entonces se tomaban en serio sus fronteras nacionales, lo inimaginable hoy. La espera resultó más divertida gracias a las humoradas del auténtico «macho bantú» y sus ocurrencias que hicieron las delicias de los pacientes pasajeros indemnes.

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