Instrumentos de-cirugía

Instrumentos de-cirugía

Crónicas castizas

Sin anginas y a pedradas

Convocados en masa la horda infantil en el ambulatorio de la Seguridad Social, esa que ahora los memos y memas fingen mascullando sandeces como que la trajo la democracia, pero, como no lo sabíamos, ya disfrutábamos de ella mucho antes

Hace muchos años, los médicos, en su sapiencia letal pensaban que en el cuerpo humano hay cosas que sobraban o que no hacían mucha falta, que si el apéndice, el bazo… Y, en aquel entonces, también las anginas, por lo que masivamente y sin casi selección alguna, al modo industrial de la era, todo niño pasaba casi a la fuerza –y sin casi, como veremos– por una operación de extirpación que ni el empollón gordito primero de la clase, Calvo de nombre y nada más, sabía entonces que se llamaba amigdalectomía.

Convocados en masa en el ambulatorio de la Seguridad Social –esa que ahora fingen mascullando sandeces como que la trajo la democracia; pero, como no lo sabíamos, ya disfrutábamos de ella mucho antes–, el ambulatorio de Pontones decía, en la granítica y fernandina Puerta de Toledo, esperábamos en una sala sombría por nuestros pensamientos, más fría que tibia, muy alargada y más desangelada, donde la intriga curiosa en nuestra pujante imaginación infantil iba cediendo paso al miedo y este al terror desatado en una horda de chavales en alborotada espera impuesta ante una ominosa puerta cerrada que concentraba todos nuestros temores. Ni siquiera la mano de nuestros padres envolviendo protectora la nuestra nos consolaba y aquietaba. ¿Qué ocurre detrás de ese umbral?

Al llegar mi turno, momento aciago, entré sin tenerlas todas conmigo, ni siquiera una parte. Había un sillón y a su lado una bandeja con los instrumentos quirúrgicos al uso, brillantes, acerados, filosos, amenazadores, terribles: parecían el maletín de un verdugo. Una vez sentado en el sillón te envolvía la enfermera habilidosa con una toalla o algo por el estilo dejándote inmóvil, o eso esperaban. Con el rabillo del ojo veías de soslayo los paños ensangrentados rebosando de una cesta, lo que no contribuía en desmesura a sosegarte.

Te ordenaban abrir la boca para encajarte en ella un artefacto horripilante que suponías te iba a llevar a las cimas del dolor y entonces el sado no estaba de moda ni en sombras y menos a esa edad. Impulsado por el horror, le di una patada sin cálculo alguno al médico donde más le dolía y un puñetazo a la enfermera a la altura del pecho, logré llegar a la puerta y abrirla. Todas las miradas de los chicos en temblorosa espera confluyeron en mí. Corrí, grité, aullé provocando la estampida global, que se dice ahora, y tras de mis pasos salieron todos huyendo en manada espantada como alma que lleva el diablo, tirándose de los bancos, soltando las manos de los padres, esquivando sanitarios o saltando obstáculos y enfilando la salida sin orden ni concierto al grito mudo de tonto el último, repartiendo las fuerzas entre la voz que berreaba y las piernas que galopaban. Tras de mí también marchaba la enfermera agredida, el médico no podía, y mi padre que de forma artera y con una agilidad sorprendente, sin haber practicado el footing jamás, ni siquiera haber usado esa palabra, me echó el guante y me llevó en volandas hasta la maldita puerta de madera pintada del marrón más feo que pudieron encontrar y me entregó inmisericorde a mis torturadores que habían abandonado por completo la poca conmiseración que podrían tenerme tras recibir mis golpes defensivos. Me ataron al sillón más sólidamente y me incrustaron algo en la boca para impedirme cerrarla, era el plan B aplicado con rigor ante el fracaso miserable del A.

Estas operaciones que nos inquietaban por lo aparatosas lo hubieran hecho mucho más de haber conocido entonces los resultados letales de algunas, las menos. La ignorancia nos ahorró un superávit de miedo.

Al acabar la sesión de tortura, como consuelo, me autorizaron a comer todo el helado que quisiera –para helados estaba yo en esos días–, y mi padre me regaló un camión volquete amarillo en mi recuerdo, hubiera preferido un Panzer, que di a mi vez a mi hermano pequeño en su momento cuando le operaron de lo mismo a él ya sabiendo yo que le precedí –privilegios de la primogenitura sin lentejas–, que había pasado las de Caín por mucho que los ajenos a la experiencia pontificaran profanos que aquello «no era nada».

Eran las cosas que nos acontecían cuando a los niños nos llevaban todo el año, invierno incluido, en pantalón corto para lucir costras de heridas en las rodillas en lugar de rotos en el pantalón, que eran más caros

Esas eran las cosas que nos acontecían cuando a los niños nos llevaban todo el año, invierno incluido, en pantalón corto para lucir costras de heridas en las rodillas en lugar de rotos en el pantalón que eran más caros y por eso se parcheaban. No veíamos más pantallas que las del cine España dos o tres veces al año con suerte. El resto del tiempo, del cole al descampado del barrio a echar dreas y con mala suerte a escalabrarnos, eso sí, sin anginas y con un relato del que jactarse.

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