Crónicas Castizas
El Chemi de Comillas, la historia de un cabezazo
Bajó el Chemi de esa moto de dudoso gusto, con los manillares hacia abajo, en la que iba prácticamente tumbado en el depósito, reduciendo el coeficiente de resistencia para ganar acaso un par de metros por segundo de velocidad. Y se plantó entre nosotros
El barrio era la frontera entre la civilización y la barbarie, entre el centro urbano y los arrabales. En la calle Antonio Leyva estaban las casas de antiguos presos, en el barrio de Comillas. Cuando se fueron, las pequeñas construcciones de una planta fueron colonizadas por gitanos y quinquis. Y algún grapo, muy posteriormente, que te mostraba orgulloso el subfusil inglés, algo más que un grifo apenas, que guardaba en el doble techo y lo cambiaría por caballo.
También en el barrio estaban las chabolas del alto de San Isidro. Donde moraban algunos de los que vendían chucherías y cigarrillos sueltos de rubio americano por unidades en la glorieta de Marqués de Vadillo, en sus pequeños puestos de liviana madera, pintados de verde intenso, como el de Pancho. A Pancho lo intentaron reciclar sin éxito en los scouts de la parroquia y al final eligió como amiga a la heroína, que así de primeras enganchaba más.
Los de los puestos también trapicheaban con hachís. Pero una vez cogidos los 100 duros del cliente incauto se iban a por el chocolate y las más de las veces se perdían entre las chabolas. Y el iluso comprador, que no se atrevía en esos vericuetos, no volvía a verlos ni a ellos ni a su dinero. Y en todo caso, el departamento de reclamaciones las rechazaba por sistema, a tortas o navaja en ristre si era persistente el interesado.
En la frontera del barrio, al otro lado del puente de Toledo, estaba la civilización. La glorieta de Pirámides. Una muestra más de la exageración de los madrileños llamando así a unos humildes obeliscos. Y entonces, iniciando el paseo de las Acacias, previo a un edificio que cuenta el Quijote en baldosines, había una fábrica automatizada de Coca Cola cuya cristalera ocupada por la curiosa chavalería, era un espectáculo para niños y no tan niños fascinados por el automatismo del lavado y llenado de botellas de líquido negro.
Por la zona flotaba el olor a lúpulo, que a algunos les parecía el de garbanzos cocidos, de la cercana fábrica de cerveza Mahou que había en el Paseo Imperial.
En ese paisaje, entre la fauna de Comillas destacaba un chulo, corto de estatura, pero atlético y musculoso sin ser Apolo, ni siquiera sauróctono, que vestía jerseys horribles, ceñidos hasta quitar la respiración para resaltar su silueta, suéters demasiado cortos que apenas limitaban con la caja ajustada de unos pantalones de campana de hechuras inverosímiles dejando el ombligo al aire que esa moda tampoco es de ahora. El corte de pelo seguía el modelo Príncipe Valiente, era el quinqui reglamentario de aquel entonces: largo por detrás, tapando las orejas por los lados y acabado en un corto flequillo hostil a la estética y precursor del nefasto peinado batasuno posterior. De este personaje, el Chemi, se rumoreaba que había sido atendido y pensionado a ratos en la cárcel de Carabanchel, que tomaba el nombre del barrio, a saber por qué delitos. Quizás más ruido que nueces, pero el caso es que otra gente peligrosa que pululaba por Carabanchel bajo se guardaba de él.
Apareció el interfecto un día ante la taberna Hermanos Aguado —no pensaron bien el nombre para ese negocio— de la calle Jacinto Verdaguer, donde devolvíamos los envases y nos daban dinero por ello, poco, pero algo, que lo nuevo del invento de reciclado moderno es que ahora es gratis para quien recoge. Bajándose allí el Chemi de esa moto de dudoso gusto, con los manillares hacia abajo, en la que iba prácticamente tumbado reduciendo el coeficiente de resistencia para ganar un par de metros por segundo de velocidad y otros tantos quitando el silenciador al tubo de escape a cambio de herir los oídos del prójimo. Y se plantó entre nosotros, cerca de la parroquia. Se hizo el silencio.
Entonces yo pensé que tenía que decir algo, pues allí estaba la chica que me gustaba, incentivo uno, algunos de mis amigos, incentivo dos. Lo que sumado a la gilipollez que me embargaba en aquel entonces, incentivo tres y definitivo, me hizo soltarle al Chemi, en toda su cara, en cuanto bajó de la burra y comenzó a hablar, la frase: «A vacilar al cine Becquer», que salió de mí sin el preceptivo permiso de mi cerebro. Su reacción fue fulminante y para mí, inesperada. Me dio un cabezazo en la boca con la soltura de quien ya lo había hecho otras veces y no pocas. Mientras, yo le golpeaba inmisericorde con el escroto en sus rodillas y con mis mejillas en sus puños anillados. Con todo, hay que reconocer que no me aporreó en el suelo, bien porque no me acuerdo, no era su costumbre o porque tenía sangre en la frente y dudaba de si era mía y procedía de mi boca, o suya en el encuentro de su cabeza con mis dientes que le habían cortado, que eran ciertas las dos cosas.
Mis acompañantes reaccionaron con la solidaridad que era de esperar, ninguna, y la cosa se sumó al anecdotario volátil del barrio que ya era abundante. La chica se casó con otro o no, lo ignoro y no me importa. Y los amigos se dispersaron, lo cual me dolió más, pero no tanto.