Un cocinero cortando un cachopo

Un cocinero cortando un cachopoMade with Google AI

Crónicas castizas

El cocinero asesino que no fue pero casi

Consiguió un adinerado pero turbio perillán que necesitaba que le blanquearan el dinero que ganaba a costa de vender polvo blanco. Al menos más que su conciencia. Y Carlos creyó aprovechar la oportunidad según se le presentaba. Abrió un restaurante y cerró una celda

Carlos no era un seductor Mañara que decía Antonio Machado, el hermano de Manuel, del inspirador real del personaje del Tenorio de Zorrilla, pero la vida no le había tratado mal con las mujeres, al menos con algunas, las menos. Tuvo un lío con una periodista de izquierdas más lista y más alta que él al decir de ella y de la cinta métrica. Y también tuvo un hijo con otra chica, no tan lista ni tan alta. Presumía de vasco, quizás lo era porque los de Bilbao nacen donde les da la gana, y de periodista, porque había hecho sus pinitos en el extinto diario Ya cuando sobrevivía en Valportillo y en Virgen del Puerto. También había practicado la agitación callejera en los institutos madrileños con el rebelde Sindicato Enseñanzas Medias, muy anterior al paniaguado de ahora, asociado con un sociólogo hijo de un militar de trayectoria política similar.

Carlos era avispado y cordial, pero caía mal ante los suyos. Lo que le llevó a evitarlos y volar solo como quien sabe le dio a entender. No guisaba mal. Y de la necesidad hizo virtud. Se le daba algo bien la hostelería, aunque fracasó con un negocio a medias con un abogado, de esos que siempre ganan los juicios, no así los clientes, que supo retirarse a tiempo. Fue en la calle Ferrocarril, donde vivían las gemelas Herminia y Julia. Buscó Carlos otro socio capitalista y por sus muchos pecados lo encontró. Consiguió un adinerado pero turbio perillán que necesitaba que le blanquearan el dinero que ganaba a costa de vender algo blanco. Al menos más que su conciencia. Y Carlos creyó aprovechar la oportunidad según se le presentaba.

Abrió un restaurante en Embajadores que le permitió a su socio capitalista tener ingresos legales y poder manejar una cifra creciente de dinero en cuentas bancarias. Ya no eran montones de billetes arrugados sin padre ni madre. La cosa empezó a funcionar y el dinero siguió fluyendo. Carlos abrió otro restaurante, uno cerca de la calle del Pez 21, donde estuvo el local de la Auténtica. Pero en Carlos comenzó a pesar más la soberbia que la avaricia, pero nunca la pereza. Se hizo famoso y buscó la luz pública, sabía moverse, los oropeles, la gloria vana. Y tuvo nuevos amigos, como todos los que triunfan, manías y guardaespaldas contratados, dado que no hizo el servicio militar porque no dio la talla.

La fama y la riqueza repentina se le subieron a la cabeza, un trayecto corto. Y fulgurante. Y fue introduciéndose en una niebla que formaban el dinero y la gloria de los fogones, sin ver que su novia caía por su cuenta en el polvo también respirando las blancas tentaciones de los mafiosos, consumo y menudeo. Y trapicheaba. Dinero, vicio y fiesta. Y una mujer hermosa por las noches en la cama tibia y polvorienta. El dinero que nunca tuvo la idiotizó. A Carlos la belleza que compartía su cuerpo le hizo sentirse indestructible. Hizo caso omiso de los avisos, las requisitorias y los requerimientos.

Acabó con la paciencia rala de gente peligrosa y los pastosos, como no encontraron a su madre, esos malandrines asesinaron a su novia, que estaba más a mano como clienta y distribuidora, y como castigo ejemplar para otras vacas que ordeñaban en otros lugares, la desmembraron y la metieron en una maleta dejando una pista insoslayable de pruebas que señalaban directamente a Carlos, a quien nadie creyó durante el juicio, donde él mintió una vez más y dio con sus huesos en la cárcel, donde le hicieron confesar más mentiras a cambio de seguir vivo, preso pero vivo. Y como él mismo solía repetir a quien quisiera atenderle: «Si solo escuchas a Caperucita, el lobo siempre será el malo del cuento».

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