Deportistas en una galería de tiro

Deportistas en una galería de tiroGustavo Morales

Crónicas castizas

De coches y tiroteos

Mi amigo Javier, del que hablé en 'El honor, la navaja y la jueza corsa', se pegó un tiro en la pierna. Al oír el estampido y verle volverse hacia mí con el pantalón ensangrentado mientras la pistola resbalaba de sus dedos le tumbé para hacerle un torniquete

Cuando fui a examinarme del carnet de conducir, en los tiempos en que los dinosaurios habitaban la Tierra, el examinador de Tráfico me preguntó al ver mis papeles que por qué no había pagado las tasas correspondientes. Y yo le comenté que era hijo de Gustavo, el contable. Su comportamiento cambió al oírlo y se volvió muy amable. También me preguntó que por qué mi padre no me había enchufado. Le hubiera bastado con avisarle a él o a Concha Monasterio para que supieran que me examinaba. No se lo dije, pero pensé que conocía muy poco a mi padre, pues no era amigo de eso de los enchufes y ya conté en alguna ocasión la desolación infantil cuando rechazaba una tras otra las cestas de Navidad de las autoescuelas que iban llegando y yéndose de casa en invierno. Ni tampoco admitía ni pedía recomendaciones.

En realidad, el carnet de conducir no fue un capricho, me lo saqué a la fuerza porque en aquellos tiempos bélicos me iba a vivir a Irak. Y presentía que allí no había metro. Y los autobuses no serían muy fiables para desplazarme. Pero esa es ya otra historia. El examinador, poco más o menos dijo que eligiera lo que me apetecía hacer en el capítulo de las maniobras y opté por la rampa. Fuera del circuito, mi vuelta en carretera hizo que llenara la nota de examen con frases tan peregrinas como «insuficiente relación en el cambio de marchas», o «se para en un stop sin visibilidad», que a día de hoy sigo preguntándome qué quería decir. El caso es que me dieron el carnet ese de cartón rosa. Y lo usé bastante poco en Oriente Medio tras conseguir su convalidación con el carnet internacional de conducir en el Real Automóvil Club. No me lo pidieron nunca ni los árabes ni los persas.

Y realmente, excepto un mini con matrícula de Segovia, de color rojo, cuyo techo pinté de negro, no he conducido demasiado. Un 124 que me prestó mi hermano para que pudiera ir a impartir clases de programas informáticos en una famosa compañía de ascensores. Y una moto Puch mini Cross de efímera existencia y color amarillo. Mucho después de mi regreso a España, junto con otros amigos, me aficioné al tiro olímpico. Y entre otros muchos ingresamos en un club deportivo que tenía un campo de tiro en los alrededores de Madrid. En ese polígono de tiro haciendo desenfundes para las competiciones de IPSC o tiro práctico, mi amigo Javier, del que hablé en 'El honor, la navaja y la jueza corsa', se pegó un tiro en la pierna. Al oír el estampido y ver que se volvía hacia mí con buena parte del pantalón manchado de rojo, mientras la pistola resbalaba de sus dedos, le bajé los pantalones y comprobé que el disparo fortuito había penetrado por el muslo. Y le practiqué un torniquete con el cordón de mis zapatillas de deporte, cosas que aprendes en los scouts.

Contenida la hemorragia mi mayor preocupación era pensar que le tenía que llevar al hospital en su coche conduciendo yo, que no lo había hecho desde que los políticos eran honrados. En ese momento, de forma providencial, llegó otro socio del club de tiro y al explicarle la situación, con Javier al hombro, me indicó que lo metiera en su coche. Puse pegas alegando que lo iba a poner perdido de sangre. Y él las disipó generoso agitando la mano y quitándole importancia.

Nos dirigimos, conduciendo él, al hospital más cercano al club. Y por el camino fui pergeñando un plan en voz alta para evitar que el accidente pudiera suponer el cierre de nuestro campo de tiro. Y manifestamos que ibamos a declarar a los guardias que el disparo desafortunado se había producido en la Federación, tenía para elegir la de Madrid y la de Castilla-La Mancha. Al señalarle al conductor que iba muy despacio y el herido comenzaba a quejarse de dolor, me indicó que abriera la guantera del coche, que moviera una tecla que hacía sonar una sirena policial y que pusiera el avisador luminoso, que yo conozco por el pirulo de luces, sobre el techo del coche.

Una vez completada la operación, el conductor aumentó nuestra velocidad y los demás vehículos nos dejaron el paso persuadidos por la sirena y las luces. Al preguntarle a nuestro benefactor a qué se dedicaba nos dijo que era guardia, sin reprocharnos los planes que habíamos hecho en voz alta para librar al club de responsabilidades.

En el hospital atendieron a Javier. Le sondaron la herida –el proyectil no estaba dentro–, pero no muy correctamente, ya que al día siguiente al ir a visitarle a su domicilio, pues le habían dado el alta de forma frívola, contemplé que una pierna era de tamaño normal y la otra el doble que la anterior. Entonces decidí llevarle a una clínica madrileña pese a sus enérgicas protestas, donde se tomaron la cuestión más en serio y le metieron en el quirófano, señalando después el cirujano que la sangre coagulada había taponado la herida impidiendo que se desangrase, al igual que el torniquete en su momento. Cuando llamé a su novia para informarla no le dije que Javier se había pegado un tiro, sino que se había hecho daño en la pierna, pensé que era más suave.

Durante la intervención entró un enfermero preguntando si éramos parientes del que se había muerto en el quirófano. Tras arrancarle el nombre del finado de malos modos y saber que no era nuestro amigo, le indiqué que mejor anunciar las cosas con el nombre por delante en el futuro por el bien de su nariz. Por el camino explicamos el accidente a Antonio Gómez, al que describí en 'Memorias de amigos muertos', mintiéndole para embromarle y diciendo que el tiro se lo había pegado yo porque Javier se ponía muy pesado y me dijo insistente que no era capaz de dispararle. Se lo tragó, lo cual me hizo recapacitar sobre mi imagen.

Su cara fue un poema mutante, la de su novia que le acompañaba era inenarrable, sólo superada otro día aciago en el campo de tiro que con una pistola de velocidad Antonio se disparó en el pie como si fuera de sangre real. La bala al atravesarle no le dolió mucho, pero al chocar con el suelo y deformarse y volver hacia arriba, el agujero nuevo convirtió su rostro en un sinfín de muecas y gestos poco parecidos al ejemplar estoicismo de un guerrero sioux. Hube de coger el Mercedes Benz de Antonio y llevarle al hospital. No se quejó de mis habilidades conduciendo aunque sí aparcando porque lo hacía de forma evidente usando el oído más que la vista. Cuando llamaron a su novia para informarla del incidente no le dijeron lo del pie, imprudentes, sino que su novio se había pegado un tiro. Y le dio un soponcio.

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