Gastronomía
El Edicto de Precios Máximos de Diocleciano, un ejemplo de la historia válido para hoy
A pesar de la riqueza y capacidad productiva, no había alimentos en los mercados de las ciudades
A una gran parte de los políticos internacionales, por no hablar de los nacionales, les haría falta un paseo por la historia. Ni siquiera hablo de ahondar, pero quizás sí de un somero estudio, leer algo, ilustrarse y aprender algunas cosas, quizás, de paso. Porque la historia, vieja y razonable maestra, tiene muchas lecciones que proporcionarnos ante problemas eternos que se repiten periódicamente.
Este asunto de «topar» los precios, es un desgraciado pensamiento puesto de manifiesto a través de un desdichado lenguaje. No hay ningún acierto en nada de ello, ni en el contenido ni en la expresión. Y la cuestión es que esta es una de esas historias que ha ocurrido no una, sino varias veces a lo largo de la historia de forma recurrente. Gracias a una de ellas, tenemos el rastro de los precios de alimentos cotidianos en la última etapa del mundo romano, y sabemos cómo se comporta un mercado en un momento inflacionista e intervenido. El Bajo Imperio Romano fue una época de turbulencias y cambios, se extinguía dolorosamente un mundo para iniciar otro; aquel fue un tiempo de incertidumbre en lo personal y de serios conflictos en lo social, también de ruina en lo económico. Pueden imaginarlo, no es un escenario desconocido.
Diocleciano fue un emperador de Roma que vivió y reinó en la segunda mitad del s. III hasta principios del S.IV. Puso fin a la llamada por los historiadores, crisis del s. III, e inauguró un sistema político que conocemos como tetrarquía.
El emperador hizo innumerables cambios para hacer frente a una crisis del sistema que se iba deteriorando. Y entre otras, realizó unas importantes reformas económicas y administrativas que estabilizaron un sistema que vivía galopando una crisis tras otra; en otras ocasiones no acertó en la solución de las dificultades, como veremos.
Por un progresivo deterioro, la moneda había perdido valor, era de mala calidad y todos los sectores cuyos ingresos estaban fijados por el valor de la moneda, como los soldados y los funcionarios, se encontraban severamente perjudicados. Los precios subían, había especulación, el comercio alcanzaba precios jamás visto y había algaradas populares debido a la falta de aprovisionamiento de todos esos productos básicos para la vida ordinaria. En realidad, a pesar de la riqueza y capacidad productiva, no había alimentos en los mercados de las ciudades. La gente corriente sufría en el imperio de una forma extraordinaria, especialmente en las ciudades, porque el mundo rural siempre tiene ciertos recursos en estas situaciones.
Las monedas de metal de buena calidad (oro y plata) salían del mercado, mientras el Estado se veía obligado a elevar el valor nominal de las monedas ordinarias. En noviembre de 301, la situación era insostenible, y fue entonces cuando se promulgó el famoso edicto De maximis (Edictum De Pretiis Rerum Venalium).
Lo que hicieron en el famoso Edicto fue tasar muy bajo el trabajo, frenar el precio de la materia prima y tratar de equilibrar el margen de ganancia comercial. Los precios se habían encarecido de forma brutal debido al anterior inyección de moneda que habían puesto en circulación, en una espiral imposible de sostener. Así que apareció la especulación, mucha gente empezó a acaparar y a vender con enormes beneficios. El denario, que había sido la moneda efectiva hasta entonces, fue modificado por Diocleciano por el argenteus, una moneda de plata con sus divisiones correspondientes. La llegada de este cambio provocó mayor inflación, y fue el detonante para la promulgación del famoso Edicto. El transporte empezó a hacerse imposible, y se terminaron prohibiendo la venta de productos en otros mercados. Imaginen la situación, y salvando las distancias, lo familiar que resulta en el día de hoy.
Más de mil productos, divididos en 32 capítulos, se vieron afectados por el famoso Edicto. Ropa y calzado (botas, sandalias, calzado femenino y militar, ropa de abrigo…), todo tipo de granos y legumbres (trigo, cebada, mijo, alfalfa, lentejas, guisantes y garbanzos…) Distintos tipos de vinos y cervezas, aceite de oliva de diferentes calidades, huevos, sal, miel y todo tipo de carnes que puedan imaginar, desde faisán a carne picada o caza. Pescados frescos de distintas calidades y lácteos también se vieron afectados.
Y lo hicieron igualmente los precios de innumerables profesionales, desde un barbero a un enlosador de mosaicos, confeccionadores de pergaminos o albañiles y oficinistas; incluso abogados o notarios, maestros con diferentes especialidades y asistentes de cámara para los baños.
Todo se reguló. Se encorsetó a una ciudadanía que iba a estallar, como es natural, porque los límites que habían puesto eran imposibles. Desgraciadamente, la moneda continuó devaluándose y los precios subiendo, provocando que los que se habían fijado oficialmente quedaran en cantidades ridículas. Así que los comerciantes empezaron a vender fuera de los mercados, es decir, de forma ilegal y sin pagar impuestos. Y también se empezó a comerciar mediante el trueque, un valor seguro cuando la moneda ha perdido la confianza del consumidor. Muchos mercados cerraron, los soldados y funcionarios se encontraron con salarios que no les permitían ni comprar pan. La gente se asfixiaba.
¿Pueden imaginar una sociedad profundamente desajustada, fuera de control y bajo el viejo lema «sálvese quién pueda»? Pues es justamente lo que ocurrió, con el resultado de innumerables fallecimientos, por cierto. La cosa no fue banal. Y no fue la única vez, en época moderna ha ocurrido en diferentes ocasiones con idénticos resultados. Los mercados se regulan mejor cuando no los encorsetan. La historia enseña que el pan, el aceite, la carne, tienen un precio en relación con los de la vida ordinaria. Y que la reglamentación hasta el ahogamiento provoca unos resultados desastrosos, que terminan en el escamoteo del pago de impuestos, en el trueque o el acaparamiento, en la especulación y el abuso.
Un escenario terrible hacia el que, sin pensar con un poco más de profundidad, quiere conducirnos la Sra. Díaz en un ejercicio de irresponsabilidad y desconocimiento. Por favor, lea un poco de historia, y si no le es posible, haga que le lean. Puede que hasta le guste.