Cartas de un padre a su hijo con una enfermedad rara: «Ya no pido que se cure, solo que sea feliz»
Álvaro Villanueva ha recopilado en un libro todas las misivas que ha escrito para su hijo. Con lo que recauden de su venta, construirán un nuevo centro para la Fundación AVA, que él mismo fundó para personas con discapacidad intelectual
Cuando Álvaro Villanueva, hijo, contaba apenas un año y pocos meses (en total 14) empezó a hacer un gesto con los ojos que a sus padres les resultó gracioso. Alvarete, como le llaman cariñosamente quienes le conocen, miraba de reojo y se reía. Un día lo hizo delante de un médico y la mueca le resultó sospechosa. Después de muchas pruebas en las que todo parecía ser normal, llegó la última, la definitiva. El doctor les dijo que si esa salía bien, lo dejarían. Sin embargo, encontraron que el cerebro del niño estaba lleno de tumores.
Así fue como esta familia descubrió que su hijo padecía esclerosis tuberosa, que provoca que salgan tumores por todo el cuerpo. Después de este diagnóstico, llegó otro: epilepsia refractaria; y otro: poliquistosis renal. Lo que Alvarete tiene es el síndrome de los genes contiguos, una enfermedad rara y degenerativa que provoca que se borren genes de la cadena y que ha hecho que el joven, que ya tiene 17 años, haya ido perdiendo el habla, el control de sus esfínteres y que tenga problemas conductuales.
Desde hace cuatro años, Álvaro Villanueva, el padre, ha venido escribiendo cartas a su hijo en forma de artículos que publicaba en El País. Muchas de estas misivas y algunas inéditas han sido recopiladas en un libro titulado Más allá del miedo, y con el que Villanueva plantea financiar la construcción de un centro para la Fundación AVA por la discapacidad intelectual, que esta misma familia fundó. Tanto la portada como las ilustraciones que presentan cada capítulo son diseño de otra de sus hijas.
— ¿Qué supone su enfermedad en la vida de su hijo?
— Creo que Álvaro ya no tiene cura. Si se pudiera reponer un gen perdido, el tema es lo que ya te han ocasionado los tumores. A no ser que alguien invente una varita mágica para hacer que desaparezcan y que se regenere el tejido en el cerebro, es muy complicado. Yo ya no pido por la cura. Lo que pido es que sea feliz. Cuando Álvaro enfermó, pedía, pedía y pedía porque se curase o por un milagro. Con el tiempo empiezas a ver las cosas de otra manera y empiezas a valorar la vida en su justa medida. Te das cuenta de lo que realmente importa.
Su vida es diferente a la tuya o la mía, o es una diferente a la estándar, al cómo entiende la sociedad la vida. ¿Quién pone el estándar?, el a partir de qué se considera normal o merece o no merece la pena. Siempre digo la misma frase: mi hijo se ríe muchas más veces que tú o que yo al día. Él tiene su vida, que a lo mejor ninguno la desea, pero dentro de esa vida es capaz de reírse y disfrutarla a su manera más que el resto. No puede hablar, no puede salir con amigos, no puede jugar al fútbol, no disfruta viendo un partido de fútbol, no sabe un juego autónomo. Pero le sacas en coche con la ventana abierta y le da el aire en la cara y el tío se ríe del mundo o se toma un pollo con patatas y está emocionado.
— ¿Cómo es Alvarete?
— A Álvaro le gusta que seas cariñoso con él, le gusta el contacto, que la gente le abrace, que le den besos. Es un niño muy cariñoso, a pesar de que tiene sus problemas conductuales, sus picos puntuales. Le gusta mucho pasear, que le cojas y le lleves de un lado para otro. Le encanta el columpio desde pequeño, y el agua. Le apasiona comer.
Una anécdota también que me gusta mucho contar es que después de una de las cinco operaciones más gordas que tuvo el cerebro, estaba con chutes de morfina, con el drenaje en la cabeza. Bastante machacado. Y de repente entró la enfermera con una bandeja de pollo con patatas de hospital, que no era el pollo de su madre, y se levantó como si fuera Drácula con todos los cables; le cambió completamente la cara para tomarse el pollo. Todos a su alrededor estábamos con cara de compungidos, a ver qué pasaba con la operación y él aprovechando el momento.
— ¿Cómo es un día cualquiera en vuestra casa?
— Es un caos, pero aprendes a vivir en él. No queda otra. Álvaro es un adolescente de 17 años, de 1,84, más alto que yo. Y es como si tuviera unos meses de vida. Pero claro, se mueve como un chaval de 1,84. Necesita que alguien le vigile las 24 horas. Duerme un poquito. Entonces a las seis y pico de la mañana ya está en pie de un lado para otro. Si le dejas suelto te la lía. Esto ha supuesto que mi mujer haya tenido que dejar de trabajar. Lo hablamos y ella decidió que como madre quería estar cerca de su hijo.
Por la tarde, cuando Álvaro vuelve del colegio de educación especial al que va, es otro pequeño caos. Mi mujer y yo llevamos 17 años sin dormir juntos, porque hemos aprendido que unas veces descansa ella y otras yo. Hemos aprendido a hacer planes en familia sin necesidad de estar juntos. Cuando mi mujer se va a voleibol o yo a pádel en el fondo es una manera de unión, aunque ella y yo estemos en diferentes sitios, porque yo me estoy ocupando de para que tú puedas salir y al revés. Lo hacemos obligatoriamente dos días por semana, porque es fundamental el descanso y el desconectar y ya nos reencontraremos cuando tengamos media hora porque Alvarete ya se ha dormido. Es bonito ver el esfuerzo que hay detrás. Es una muestra de amor. Es un amor diferente. No es como en las películas estas que te muestran todo amor y mariposas.
— ¿Qué temas ha intentado tratar y cuál ha sido el objetivo de sus cartas?
— Escribiendo estas cartas me di cuenta de que tenía muchísimas cosas dentro que no compartía con nadie. Primero, porque soy introvertido y segundo, porque no quería que mis amigos pensasen que soy un triste. Cuando empecé a sacar las cosas que llevaba dentro, me liberé y vi que eso que yo contaba ayudaba a otras personas. La razón por la que seguí haciéndolo, independientemente que me viniera bien, es porque en un momento dado me doy cuenta de que hay gente que no valora la vida de mi hijo. ¿Quién pone el listón? A pesar de sus dificultades, es más feliz que la mayoría de gente que veo, que se arrastran por un trabajo, que se agobian por pagar la hipoteca, porque no le ha hablado fulanito o un montón de chorradas que hay en el mundo.
El gran mensaje del libro es que estas vidas, la vida de mi hijo, la de tantos como él, tienen un valor y pueden ayudar muchísimo a la gente a aprender de la vida, a ser felices. Nadie desea tener un hijo enfermo. Yo no se lo deseo a nadie, pero he aprendido un montón de él. Antes de que apareciera Alvarete, mis objetivos eran superficiales. Mi vida es extraordinaria gracias a Álvaro, a pesar de que no quisiera que hubiese enfermado.