La fascinante vida del noble que huyó de los soviéticos y llevó el lujo aristocrático a Marbella
Con 91 años, el Conde Rudi, legendario director del Marbella Club y último representante de un tiempo inolvidable, presenta en Madrid su biografía
Un mano a mano para el recuerdo. Seguramente el tándem familiar más singular del lujo hotelero español, lujo con mayúsculas. Padre e hijo unidos a petición de El Debate en uno de los lugares más agradables de Madrid para una charla, Flor y Nata, uno de los elegantes espacios gastronómicos y sociales del hotel Rosewood Villa Magna de Madrid. Sobre la mesa, dos cafés, un vaso de agua y un ejemplar del libro El Conde Rudi. Un hombre afortunado. La obra se ha presentado unas horas antes de la conversación en los salones del hotel madrileño y recoge las vivencias de una de las figuras más legendarias de Marbella, Rudolf Graf von Schönburg, verdadera alma del mítico Marbella Club. El Villa Magna es un lugar muy especial para el conde, puesto que su director no es otro que su único hijo varón, Friedrich von Schönburg. Es la primera vez que su padre, ya nonagenario, visita el hotel tras la importante renovación y su inclusión en la lujosa cadena asiática Rosewood.
«Orgullosísimo por supuesto, un día inolvidable para mí en todos los sentidos», confiesa. Dos hombres, dos épocas, dos hoteles míticos, infinidad de anécdotas y hasta una pequeña curiosidad geográfica. El año de apertura del Marbella Club, en 1954, el Villa Magna era aún el Palacio Larios, nombre que tomó de su ilustre último propietario, aristócrata y hombre de negocios malagueño.
El Conde Rudi llegó por primera vez a esas tierras andaluzas un 28 de diciembre de 1956, a petición de su primo Alfonso de Hohenlohe, quien dos años antes había decidido abrir un pequeño hotel en esta localidad de pescadores. Rudi había venido al mundo, el 25 de septiembre de 1932, en un lugar radicalmente diferente. Como miembro de una familia de la alta nobleza alemana latifundista, vivía en Sajonia, en un castillo de un condado que había pertenecido a los Schönburg-Glauchau durante más de mil años. Recibió una educación esmerada y cosmopolita entre preceptores e institutrices, una burbuja que acabó bruscamente. Primero la guerra, luego la partición de Alemania: las posesiones de la familia caen en lado de influencia soviética. Su madre desafía las órdenes de los soldados rusos que acaban de tomar su castillo y como tenían los automóviles confiscados, simulan salir a dar un paseo por sus bosques en sus carruajes de caballos. Rudi conduce uno de ellos. Tenía tan solo 12 años. Ese día lo perdieron todo, pero ganaron la libertad.
«De la noche a la mañana éramos pobres muy pobres, pero teníamos un gran patrimonio: el parentesco», cuenta en el libro a José María Sánchez-Robles. Acogidos por familiares que conservan sus posesiones en la Alemania Occidental, disfrutan de sus castillos y de sus lugares de asueto. Con 17 años, uno de sus tíos, le invita a St. Moritz, al mítico Badrutt's Palace, todavía hoy una leyenda por su alto nivel de servicio. «Aquello me fascinó por completo y fue allí donde decidí dedicarme a la hostelería». Desafía así las opciones típicas de un sobrino de un príncipe alemán con excelentes conexiones: la diplomacia o la banca. Cursa estudios en la prestigiosa Ecole hôtelière de Lausanne y naturalmente pide hacer las prácticas en el Badrutt’s. Seguramente el primer noble que hizo de camarero. «Allí serví a Niarchos, al barón Thyssen, a personas a las que conocía mucho. A ellos les hacía gracia que yo trabajara en el hotel, se reían. Y a mis compañeros les parecía que estaba loco, qué que hacía el ahijado de Max Egon, jefe de la casa Fürstenberg, trabajando de camarero».
Un encuentro casual al poco tiempo en un hotel de Hamburgo en el que trabajaba como recepcionista con su primo Alfonso de Hohenlohe, cambia sus planes de ir a trabajar al Hotel Meurice, de París, como tenía previsto. Su primo acaba de abrir el Marbella Club, y le quiere allí. Llega un 28 de diciembre de 1956. Lejos de ser una inocentada, su vida fue el hotel, el hotel y más hotel. Los dos primeros años, vivió en el garaje, con los chóferes, el hombre en la sombra del príncipe Alfonso de Hohenhole, el que fue ascendiendo y poniendo ese listón del Badrutt’s. El primer objetivo fue darle un ambiente de club, un club de gente selecta. Empezaron a tirar de su fabulosa agenda: parientes, amigos centroeuropeos con apellidos como Krupp. «Luego teníamos que darle una personalidad atractiva, queríamos que fuera un sitio divertido». Llegaron sus célebres fiestas, y los Bismarck, Rothschild, Thyssen, Windsor… Un sitio donde divertirse y hacer relaciones.
Su condición de llegar el primero y ser el último en marcharse cambio ligeramente al casarse en 1971, con una pariente lejana, María Luisa de Prusia, bisnieta del último emperador de Alemania, Kaiser Guillermo II, y prima de la Reina Sofia, con la que está muy unidos y es madrina de su primera y muy esperada hija. «El bautizo fue casi como la boda de Lolita Flores. No podíamos entrar en la Iglesia, de tanta gente». A los pocos años llegó al mundo Friedrich. Y más o menos a la edad que su padre cogió las riendas de un coche de caballos para huir de los rusos, su hijo cogió una bandeja para ayudar a su padre. Una importante huelga de hostelería en Málaga, dejó al Marbella Club sin personal con el hotel lleno. «Conocía el hotel desde niño y ese día mi padre me pidió que hiciera de camarero. Y ese día descubrí mi pasión por este oficio». Al igual que su progenitor, estudió posteriormente en la Ecole hôtelière de Lausanne y ha pasado por algunos de los hoteles más prestigiosos de Europa.
«Mi mayor miedo es morirme sin confesarme»
Desde hace doce meses, y con tan solo 38 años, está al frente de uno de los mejores hoteles de España. «Han cambiado mucho las cosas en estas décadas para un director -señala Friedrich- pero yo diría que lo que aprendí de mi padre sigue vigente: pasión por ese oficio, dedicación y pensar siempre en cómo podemos agradar a nuestro cliente, que es lo que más sentido da a nuestro trabajo». Friedrich recuerda el optimismo que siempre transmitió, la alegría y gratitud. «Mis padres son profundamente religiosos, darse a los demás está en el centro de sus vidas».
El Conde Rudi, que durante décadas, dejaba a sus hijos en el colegio, iba a misa y luego dirigía el Marbella Club, rutina que parece casar poco con el tópico de la vida marbellí, confiesa que, a sus 91 años, «mi mayor miedo es morirme sin confesarme». Cabe preguntarse que clase de pecados tiene un hombre tan afable, atento y servicial, sin duda, una de las personas más queridas y respetadas de Marbella, una figura discreta motu proprio y tal vez algo eclipsada por el protagonismo mediático de su primo Alfonso de Hohenlohe, pero verdadera alma del Marbella Club.