Picotazos de historia
¿Por qué a los monarcas se les ha puesto motes y sobrenombres?
El ser humano, desde siempre, ha sentido la necesidad de dejar un recuerdo tras sí y por ello se utilizaban calificativos con el que distinguir especialmente a una persona
Define el diccionario de la Real Academia Española el sobrenombre como «nombre calificativo con el que se distingue especialmente a una persona», y mote como «sobrenombre que se da a una persona por una cualidad o condición», y es que de eso se trata: de definir, de calificar. El ser humano, desde siempre, ha sentido la necesidad de dejar un recuerdo tras sí, esto se conocía como fama («buena opinión u opinión que la gente tiene de alguien o algo» DRAE) y tendemos a aspirar, por vanidad, al más elevado, aunque muchas veces no lo merecemos (como ejemplo lo tienen en la escena de la película El hombre que pudo reinar, Sean Connery y Michael Caine explican al jefe de una ciudad que con su ayuda él será conocido como «el conquistador», «el grande». Se esponja de vanidad, el jefe, y le pregunta al gurka –que hace de traductor– si podría ser «el terrible», ya que le gusta más). Y es que, por regla general el sobrenombre se suele poner después del fallecimiento de la persona.
Me explico. Cuando es positivo o merecido, lo encontramos reflejado en documentos ya que su uso es bastante común y aceptado; cuando señala una condición física, mental o de otro tipo que no se puede negar, no siempre son aceptadas por el involucrado, aunque entonces no eran tan sensibles como ahora. No era prudente llamar a un Rey cojo, calvo u otra (por cierto Carlos II «el calvo» de Francia, jamás, nunca, aparece como tal. Siempre se le ve representado con un hermoso pelo). En tercer lugar tenemos las negativas, producto de las acciones propias o de los enemigos que buscan difamar su memoria para afianzar o asegurar la propia. Les ejemplifico los casos. En primer lugar tendremos personajes cuya grandeza fue notoria en vida, a veces quedando el sobrenombre como parte integrante del nombre: Carlomagno, Alejandro Magno, Catalina la Grande... En segundo lugar todos los cojos, jorobados, tuertos, locos, cazadores, bastardos, pajareros etc. Y en tercer lugar están las ya no tan positivas o neutrales, en este sentido el sobrenombre de «el Malo» es el más común. Tenemos a un Constantino V «Coprónimo» (nombre de excremento), a Miguel V «Calafateador» le recordaban sus humildes orígenes. «El Cruel» es bastante común y lo encontramos en Portugal, Castilla, Bohemia, Polonia...; «el Borracho o el Beodo» también es bastante común.
A veces se heredaban hasta que, por méritos propios, se ganaba uno. En este caso tenemos a Vlad II de Valaquia. El Emperador Segismundo creó la orden del Dragón cuya venera era un collar del que pendía una figura de un dragón de oro. En rumano antiguo los conceptos «diablo» y «dragón» se mezclan en una sola palabra Dracul. El hijo de Vlad II, Vlad III fue llamado «hijo del Dragón o del Diablo», es decir, Drácula hasta que una afición le ganó el encantador sobrenombre de Tepes («Empalador»).
Los sobrenombres son medios de definir, pero también armas políticas y, en general, nos humanizan a los individuos
Sobrenombres en la Corona española
En casa tenemos por la dinastía Astur-Leonesa a: diáconos, monjes, gotosos (Bermudo II), grasos (Sancho I), nobles, malos, magnos y, mi favorito, «el del oso» (la gran pregunta ¿Favila molestó al oso o el oso molestó a Favila?).
Por la casa de Barcelona: Cabeza de estopa (Ramón Berenguer II tenía buen pelo), Velloso, Corcovado, Fratricida, el Grande y el Santo. Por la casa de Aragón, tanto condes como la dinastía Jimena y posteriores: malos, temblones (García Sánchez II), el Mayor, el Batallador, el Monje (Ramiro II que parecía manso hasta que creó una campana), un Casto (en Asturias teníamos otro), Conquistado (Jaime I), Liberal, Franco, Justo, Benigno, dos Católicos (Fernando V y Pedro II, que curiosamente murió defendiendo a sus vasallos que eran defensores de la herejía albigense), un Humano y un Amador de toda gentileza (Juan I).
De los navarricos, que también son aragoneses en un momento dado nos encontramos con: de Nájera, de Peñalén, batalladores, restauradores, fuertes, sabios, obstinados, póstumos (Juan I), malos (Carlos II fue el terrorista de su época), nobles (Carlos III era hermano de Carlos II y después de este, cualquier cosa era una maravilla). Por la dinastía nazarí tenemos: el Zurdo, el Valiente, el Chico, el Cojo, el Bermejo, el Depuesto, el Jurisconsulto... Por la casa de Castilla, primero condado y luego reino tenemos: el de las Manos blancas, el de los Buenos fueros, el Infante, el Deseado, el de las Navas, la Grande (la reina Berenguela I), el Santo (Fernando III), el Sabio (Alfonso X que no lo fue tanto en el gobierno de su reino), el Emplazado, el Justiciero (Alfonso XI y Pedro II el Cruel fueron llamados, también, justicieros, no por hacer justicia si no por la maña que se daban en ajusticiar a la gente. Parecido, pero no lo mismo), el Doliente, el Impotente (en este caso fue por una campaña de desprestigio por parte de la Reina Isabel I para desacreditar a la hija y heredera de Enrique IV –Juana «la Beltraneja»– autentica heredera de la corona de Castilla León), Católicos y Locas.
Continúan los sobrenombres con la nueva dinastía y ya como reino de España y tenemos: el Hermoso ,el Emperador o el César, el Prudente, el Piadoso, el Pasmado, el Hechizado. Con los Borbones se nota un cierto peloteo, se ha perdido esa naturalidad y se notan los sobrenombres algo impostados: el Animoso (Felipe V), el Bien amado (Luis I), el Prudente o el Justo (Fernando VI), el Mejor alcalde, el Cazador (Carlos IV), el Felón (Fernando VII, aquí era imposible el peloteo), la Castiza (Isabel II), el Pacificador (Alfonso XII).
En definitiva, los sobrenombres son medios de definir, pero también armas políticas y, en general, nos humanizan a los individuos.