El descubrimiento de Galileo que le acarrearía serios problemas con la Inquisición romana
El hallazgo de las cuatro lunas de Júpiter por el científico italiano supuso la confirmación del heliocentrismo de Copérnico, motivo por el que fue acusado de hereje
Galileo, excepcional científico toscano, hizo numerosos descubrimientos a lo largo de sus 78 años de vida. Realizó estudios sobre los movimientos de los cuerpos, inventó artefactos como el pulsómetro y el termoscopio, mejoró el anteojo que Hans Lippershey había construido en los Países Bajos, convirtiéndolo en un auténtico telescopio, con el que, a su vez, comenzó a hacer novedosas observaciones astronómicas. De todas ellas, sin embargo, la más fundamental fue la que le llevó a descubrir a los que hoy en día se denominan cuatro satélites galileanos de Júpiter. ¿Cómo se realizó ese descubrimiento? Y sobre todo: ¿por qué cambio la historia de la astronomía?
El heliocentrismo de Copérnico
El 7 de enero de 1610 dirigió su telescopio hacia Júpiter y se percató que muy cercanas al mayor planeta del sistema solar había tres estrellas. Sin embargo, al observarlas la noche siguiente, estas habían cambiado la posición respecto a Júpiter de manera inverosímil, por lo que siguió estudiándolas los días posteriores y registrando aquellos extraños cambios, incluso el 11 de enero descubrió una cuarta. Tras una semana de observaciones se percató que lo que tenía ante su telescopio no eran cuatro soles lejanos en el mismo plano que Júpiter, sino que eran cuatro lunas que orbitaban en torno a ese planeta. Ese descubrimiento supuso la confirmación del heliocentrismo de Copérnico y la demostración de que los cuerpos celestes no giran en torno a la Tierra. Hay que tener en cuenta que el polaco Nicolás Copérnico había basado sus teorías en las lecturas de algunos griegos clásicos que defendían la movilidad de la tierra como Arquímedes, Plutarco o Aristarco de Samos y en cálculos matemáticos, pero Copérnico había fallecido casi 20 años antes del nacimiento de Galileo y en consecuencia nunca dispuso de instrumentos que le permitiesen demostrar sus teorías.
Galileo publicaría sus descubrimientos en marzo de 1610. Sin embargo, aquel no fue un descubrimiento pacífico. Por un lado, le acarrearía serios problemas con la Inquisición y, por otro, fue contestado por un astrónomo contemporáneo suyo, el alemán Simón Marius, que afirmó haber descubierto las lunas de Júpiter cinco semanas antes que el toscano. Finalmente, la comunidad científica se inclinaría a favor de Galileo, ya que Marius no publicará sus descubrimientos hasta 1614. Ese retraso de más de cuatro años en la publicación supuso que Galileo lo calificase de mentiroso y de haber plagiado su obra. Hoy en día, no obstante, se piensa que es factible que Marius descubriese los cuatro satélites de manera independiente y en cualquier caso a él, por sugerencia de Kepler, se le deben los nombres, ya que Galileo los nombró simplemente del I al IV en romanos, sistema que, por cierto, estuvo vigente hasta mediados del XIX, cuando se recuperaron los nombres de Kepler y Marius, nombres todos ellos relacionados con Júpiter y la mitología romana.
Hasta aquí la historia del descubrimiento y de su trascendencia. Sin embargo, lo que Galileo nunca llegó a imaginar es que aquellos cuatro cuerpos celestes estarían junto a la luna y a dos de los satélites de Saturno, (Titán y Encelado), entre los más fascinantes de los más de 180 satélites que se conocen en nuestro sistema solar. ¿Cuáles son esos satélites y que tienen de sorprendente?
Ío, Europa, Ganimedes y Calisto
Hagamos un breve repaso empezando por orden de cercanía a su planeta. El primero de los galileanos es Ío. Al estar tan cerca de Júpiter, la enorme gravedad de éste provoca grandes fricciones en su interior, las denominadas fuerzas de marea, y como consecuencia es el satélite más volcánico de todo el sistema solar. De hecho, suele tener más de cien volcanes activos y se le calcula unos 400 en total. Ío comenzó a hacerse famoso por el descubrimiento de sus volcanes en 1979 por la Voyager 1 y la consagración le llegó en la película protagonizada por Sean Connery Outland de 1981 (titulada Atmósfera cero en España), una especie de remake espacial del western High Noon en una colonia minera de Ío. Tanto por la inestabilidad del satélite como por el altísimo nivel de radiación debido a su cercanía a Júpiter, no resultaba muy realista el establecimiento de ningún tipo de asentamiento humano, pero la película, en general, tuvo cierto éxito de público y crítica.
Pero con todo lo interesante que resulta Ío, palidece en relación a Europa, la luna más fascinante de todo el sistema solar. Si Europa se encontrase en una zona «ricitos de oro», (temperaturas terrestres para entendernos), sería un mundo cubierto en su totalidad por un vasto océano, al estilo Waterworld, la película de 1995 protagonizada por Kevin Costner, pero con -163 grados centígrados en el ecuador. Su superficie es una enorme corteza de hielo surcado por numerosas grietas y que alberga un vasto océano de agua líquida en su interior. Dado que las fuerzas de marea podrían estar provocando chimeneas volcánicas y fumarolas, como ocurre, por otras razones, en nuestras profundidades marinas, muchos exobiólogos piensan que es el mejor candidato en el sistema solar para albergar vida extraterrestre, al menos en sus formas más simples. De hecho, Arthur C. Clarke ya especulaba con esta posibilidad en su novela 2010: Odisea 2 de 1982, aunque en la ficción la vida era mucho más evolucionada que lo que propone la comunidad científica. Europa, de tamaño similar a nuestra luna, cuenta también con un pequeño campo magnético y una tenue atmosfera.
Ganimedes es el satélite más grande del sistema solar, incluso es mayor que Mercurio, aunque tiene la mitad de su masa. Cuenta con una tenue atmósfera de oxígeno y un campo magnético propio y, al igual que Europa, posiblemente albergue en su interior un enorme océano. Sin embargo, no es tan buen candidato a albergar vida como Europa, ya que, entre otras razones, el océano no reposaría sobre un fondo rocoso sino sobre hielo y la corteza, también de hielo, de su superficie sería mucho más profunda.
El último, Calisto, puede parecer en principio el más aburrido por la falta de actividad tectónica, pero es la tercera luna más grande del sistema solar y sobre la que existen proyectos de futuro de crear una base espacial, ya que al ser la más alejada de Júpiter, es la más estable y con el menor nivel de radiación.
Galileo nunca llegó a imaginar lo sorprendentes que eran sus lunas y eso que estas aún pueden depararnos multitud de sorpresas.